CODEMA19-MADFAM-1875679-4
CODEMA19-MADFAM-1875679-4
Resumen | Número 1 (año VIII) de "La madre de familia. Revista moral e instructiva" |
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Archivo | Hemeroteca Municipal de Madrid |
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Typology | Otros |
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Fecha | ? |
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Lugar | Granada |
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Provincia | Granada |
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País | España |
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LA MADRE DE FAMILIA.
REVISTA MORAL E INSTRUCTIVA
BAJO LA DIRECCION DE
ENRIQUETA LOZANO DE VILCHEZ
SE PUBLICA LOS DIAS 1.º, 8, 15 Y 23 DE CADA MES.
PRECIO: DOS REALES MENSUALES.
Año VIII.
SUMARIO.
A nuestros suscritores, por Enriqueta Lozano de
Vilchez. – Doña Juana la Loca, por idem. – A la
religion, por idem. – Un mar sin puerto, por idem.
– Margarita, por idem.
A nuestros suscritores.
Al empezar á publicar un año nuevo de la Madre
de Familia, poco, muy poco podré decir á mis lec-
tores, pues ellos conocen ya mis ambiciones y mis
esperanzas, y mis propósitos y mi lema.
Hija de la Cruz, defensora incansable de la reli-
gion y la moral, permaneceré siempre en el puesto
que ha elegido mi alma, y en mis labios resonarán
de continuo los elogios de esos dos idolos mios, á
quien rindo ferviente culto.
Mis ideas, aún que presentadas bajo distintas for-
mas, serán siempre las mismas: los que puede abri-
gar toda mujer que tenga en más los deberes de su
santa mision, que las efimeras glorias de una vida
siempre mas corta que nuestros deseos, siempre
mas fugaz que nuestros proyectos y nuestras espe-
ranzas.
Y estas ideas, estas convicciones que procuraré
transmitir en torno, vertiéndolas con profusion en
REDACCION Y ADMINISTRACION
Darro del Campillo, número 15, Granada.
mis pobres escritos, encierran el bien y la paz y los
goces legitimos del alma, y deben ser admitidas do-
quiera, no porque sean bellas, sino porque son
buenas, y son justas.
No espereis nunca, no creais jamás que, impul-
sada por el torbellino del mundo, ó fatigada por el
peso del noble deber que me impuse al tomar la
pluma por vez primera, retroceda ó me detenga en
el camino, vacilo en la ruta, ó varie en mis doctri-
nas y mis designios: no! estos son hoy los que fue-
ron ayer, serán mañana los que son hoy, y al llegar
al fin de la senda de mi vida, caeré envuelta en la
bandera que be sostenido en la mano siempre.
Asi pues, la Madre de Familia, seguirá siendo
una amiga para la niñéz, un entretenimiento útil
para la juventud, y para las madres y las esposas,
una consejera y una guia desinteresada y leal.
Solo ruego á todos mis constantes suscritores que
secunden mis propósitos, que estiendan entre sus
amigos esta medesta publicacion, humilde lámpara
que intenta alumbrar con clara luz el hogar do-
mestico; que la hagan conocer, cooperando á su
propagacion, aumentando si les es posible el nú-
mero de sus lectores, y asi será mas fácil y segura
su marcha, viéndose coronados mis deseos y mis
esperanzas.
Enriqueta Lozano de Vilchez.
Número 1.
MUJERES CELEBRES.
DOÑA JUANA LA LOCA.
Fieles al propósito que hemos alentado
siempre, de hacer de nuestra humilde revista
un periódico útil ó instructivo, al par que
agradable y sencillo, continuaremos poniendo
á su frente las biografias de mujeres célebres,
dando á conocer de este modo á la vez que
los hechos de algunas damas notables, por
su génio, por su ciencia ó su heroismo, algu-
nos de los sucesos históricos de su época, y
los acontecimientos en que han tomado parte.
Doña Juana de Castilla y Aragon, conocida
generalmente por Doña Juana la Loca, es una
de las figuras mas interesantes y simpáticas
que podemos presentar á nuestros lectores,
por su virtud, por la ternura de su corazon;
por su desdicha misma, pues aunque nacida
en un trono, la suerte la hizo una de las mas
infortunadas criaturas.
Damos pues la preferencia á su triste y
conmovedora historia, tanto por que debió la
vida á la gran Isabel la Católica, como por
ser despues de ella la llamada á ocupar el trono
de San Fernando.
Doña Juana nació en Toledo, el 6 de No-
viembre de 1479, y su venida al mundo fue
un lazo mas que unió los corazones de sus
padres, tan tiernos y amantes esposos, como
invictos monarcas.
La pequeña infanta, de carácter dulce y
afable, pero tímido y reservado, dió muestras
en su infancia de una clara y viva inteligencia
recibiendo con gran aprovechamiento las lec-
ciones de su noble madre, y de la docta y
erudita Doña Beatriz Galindo, bajo cuya direc-
cion aprendió el latin que hablaba y escribia
con igual perfeccion que el nativo idioma.
La niña creció entre las caricias de sus pa-
dres, el amor de cuantos la rodeaban, y el
explendor de la córte.
Flor entreabierta por los vientos de la glo-
ria y perfumada con el santo aroma de la fé
cristiana, cuyos ejemplos veía de continuo en
su madre, Juana no podia menos de abrigar
un alma pura y amante, y un corazon apasio-
nado y entusiasta.
Sencilla en sus gustos, modesta en sus as-
piraciones, Juana parecia nacida, no para
reinar sobre un trono, si no para imperar en
un corazon.
Su dulce y cándido semblante permanecia
impasible ante las lisonjas de la vanidad ó los
explendores de la grandeza, pero se animaba
ante una caricia, ante una palabra afectuosa,
y en sus grandes y elocuentes ojos brillaba
la mas apasionada alegria, cuando se la daban
pruebas de cariño y sincera adeccion.
Su niñéz y su adolescencia fueron tranqui-
las y serenas como las inmóviles aguas de
un lago.
Ay! quien podia pensar al mirarla, que
aquella paz se convertiria mas tarde en tem-
pestad de dolores, que haria naufragar su
razon y su dicha!
Contaba apenas los quince años, cuando
sus padres, inspirados en consideraciones de
altísima política, concertaron su casamiento
con el archiduque de Austria, Don Felipe, hijo
del Emperador Maximiliano, y de Maria de
Borgoña y Flandes.
La niña, á quien la razon de estado iba á
convertir en mujer y esposa, tembló azorada
al saber su próximo enlace, y su corazon se
extremeció ante el peso de las cadenas que
iban á ligarle, por mas que estas cadenas es-
tuvieran cubiertas de flores.
Aquella infantil cabeza en que apenas em-
pezaban á ordenarse los pensamientos, iba á
verse ceñida con el velo nupcial, y Juana, que
comprendia instintivamente los deberes y los
cargos que su nuevo estado la imponia, se
sentia desfallecer ante la enorme carga que
iba á gravitar sobre sus hombros.
Sin embargo, hija sumisa y amante no
pensó ni por un instante hacer objeccion nin-
guna al casamiento que se la ordenaba, y re-
suelta á obedecer, solo se ocupó en rogar á
Dios que el compañero de su vida fuese digno
de su cariño y su estimación.
Los preparativos de la boda fueron rápidos
y magníficos.
A medida que se acercaba el dia de su ma-
trimonio, la infanta esperimentaba en su alma
mil diversos y encontrados sentimientos.
Su corazón virgen aún, pero predispuesto
al amor y á la ternura, latia violentamente al
escuchar solo el nombre del que en adelante
seria dueño de sus pensamientos y su por-
venir.
Una vaga curiosidad, un secreto anhelo
la preocupaba, haciéndola trocarse rápida-
mente de adolescente en mujer, y en mujer
pensadora y apasionada.
Llegó el dia en que debía encontrarse frente
á frente con Felipe, en que debia cambiar con
él una mirada, en que el eco de la voz del
jóven debia alzar un eco en el corazon de la
régia niña, y aquel dia, y aquel momento de-
cidieron de su destino.
La impresion que hizo en ella la presencia
del Archiduque, seria imposible de pintar.
Es verdad que Felipe, llamado despues el
hermoso, siendo el mas bello, el mas perfecto,
el mas amable de los príncipes de su epoca,
justificaba esta emocion.
La voluntad, el pensamiento, el espíritu
entero de Juana quedaron dominados por
completo á la voluntad y al pensamiento de
su futuro esposo.
Este, menos enamorado, menos irreflexivo,
menos jóven que Juana, quiza al entregarla
su mano pensó mas en la ambicion que en el
amor, y vió en la jóven infanta mas que el
ángel que debia embellecer su existencia, la
mujer que podía engrandecerle y acercarle al
trono mas poderoso entonces de la tierra.
Lo cierto es que Felipe fue desde aquella
hora la historia entera de la existencia de
Juana, mientras ésta fue un episodio no más
de la vida del archiduque.
(Continuará)
Enriqueta Lozano de Vilchez.
MARGARITA.
NOVELA ORIGINAL,
DE
Enriqueta Lozano de Vilchez
A LA SEÑORA
Dóña Genara Olózaga de Moreno.
Al buscar en mi imaginación un tipo per-
fecto para crear á Margarita, su recuerdo de
Vsted acudió á mi memoria, pues en Vsted se reu-
nen la virtud y la bondad, y la modestia y el
talento.
Acepte, pues, la dedicatoria de esta humil-
de obra, que aunque nada vale, tiene un mé-
rito grande para mí; el de estar llena de su
recuerdo.
LA ÁUTORA.
CAPITULO I.
Serian las once de una mañana fria y nebulosa
del mes de Febrero.
Un elegante carruaje sin blason ni escudo, tirado
por dos magníficas yeguas normandas, se bailaba
parado á las puertas del cementerio de San Gines.
Un lacayo con librea negra se paseaba lentamente
esperando sin duda á sus señores, mientras el co-
chero, sentado en el pescante, y vestido de luto
tambien, fumaba tranquilamente con espresion des-
cuidada y neglijente.
Mas de un cuarto de hora pasó de aquel modo.
Cochero y lacayo empezaban á impacientarse,
pues el frio era intenso y el áire sutil y desagra-
dable.
En uno de los extremos de aquella triste mansion
y arrodillado ante la lápida de uno de los nichos
que ocupaban la tercera fila, se hallaba un hombre
muy jóven aun, pues podia contar de 26 á 28 años
á lo sumo. Su aspecto era agradable simpático y
hermoso.
Su ancha y despejada frente, sus negros y grandes
ojos parecian iluminados por la luz poderosa del ge-
nio, y en lodo aquel semblante animado y bello,
aunque velado por la sombra de una profunda me-
lancolia, se adivinaba la lealtad, el sentimiento y la
grandeza de un alma elevada y digna, dispuesta
siempre á la generosidad y al bien.
Estaba vestido con una esquisita elegancia, aun
que de riguroso luto.
A su lado se veia una niña envuelta en un abrigo
de negro terciopelo, y con la cabeza cubierta por un
precioso sombrero de fieltro con grandes plumas
negras tambien.
Aquella niña era un ángel á quien ocho primave-
ras habian dado ya todos sus encantos y sus flores y
su alegria.
Su rostro fino é inteligente, estaba sombreado
por una palidez mate que se asemejaba mucho á la
blancura, y que hacia resaltar el color oscuro y
profundo de sus grandes y rasgados ojos, y de su ri-
zado y brillante cabello.
Su téz tenia la suavidad de la hoja de la rosa, y
sus lábios su encendido color.
Su diminuto pié, calzado con una estrecha bolita
de saten, parecia insuficiente á sostenerla, y en
aquel momento golpeaba el suelo con insistencia
como queriendo sacudir el frio que empezaba á en-
tumecerlos.
A pesar de su corta edad la niña estaba silenciosa
y fijaba de vez en cuando su dulce mirada, ya en el
jóven que estaba á su lado, ya en la lápida que te-
nia enfrente de si, con espresion triste y pensativa.
En aquella lápida de mármol negro, rodeada en
aquel momento por algunos ramos de pensamientos,
solo se le leia un nombre, María, grabado en anchos
caracteres y con grandes letras doradas.
El desconocido salió al cabo de su dolorosa abs-
traccion; miró á la niña que estaba á su lado, y al
ver el blanco color de sus mejillas.
- Tienes frio? exclamó con acento cuidadoso,
tienes frio? Oh! yo pensando en lo pasado me olvido
de lo presente! ante el dolor de la muerte descuido
las esperanzas de la vida! ven hija mia, ven; va-
mos yá.
Y tomando la mano de la niña se dispuso á salir
de aquel sombrio recinto.
Pero antes se acercó al nicho ante el cual habia
orado, y tomando uno de los ramos casi marchitos
que le adornaban, le guardó con cuidado mientras
dirigia una mirada de despedida á aquel nombre y
á aquel lugar.
Con la niña, que temblaba al jemido del viento,
emprendió su camino, y en pocos momentos llega-
ron á la puerta del cementerio, donde, como hemos
dicho les aguardaba el carruaje. La pequeña cria-
tura subió á él con la velocidad de un pájaro, el jó-
ven la siguió, el lacayo cerró la portezuela y ocupó
su puesto, y el coche emprendió el camino de la
ciudad.
El cristal de una de las ventanillas se bajó rápi-
damente y el desconocido se asomó á él, para mirar
otra vez aquella mansion que acababa de aban-
donar.
En la mano, y oprimiéndolas convulsivamente
llevaba las flores ajadas y mústias que habia tomado
de allí.
Cuando llegaron á un recodo del camino que iba
á ocultar á su vista la puerta de aquella mansion
de muerte, de sus ojos se desprendió lenta y abra-
sadora una gota de llanto y por un movimiento es-
pontáneo llevó á sus labios el ramo que conservaba
en su diestra.
- ¿Otra vez lloras, papá? dijo la niña con un
acento dulcísimo y triste, otra vez lloras?
- No, Maria; te engañas; no ves que estoy tran-
quilo?
La encantadora niña movió su cabecita con aire
contrariado, y llevando uno de sus dedos al rostro
del jóven recojió en él la rebelde lágrima que él no
se habia cuidado de enjugar.
- Vés? añadió, ves como no me equivocaba?
El inclinó la cabeza y no halló una palabra que
contestar á aquella infantil reconvencion.
Maria al ver su silencio, dejo su asiento, rodeó
con su brazo aquel inclinado cuello y murmuró
con el rostro afligido.
- Pero ¿porque no sonries ahora conmigo? Es
que no me quieres yá? mira que me vas á hacer
llorar á mí tambien.
- Maria, tu madre ha muerto! dijo aquel hombre
con una explosion de supremo dolor, y sin pensar
que era una niña á quien se dirigia; tu madre ha
muerto, y la amaba yo tanto!
- Pero ¿no me has dicho que está en el cielo?
preguntó ella con ingénuo acento, y, que el cielo
es muy hermoso?
- Oh! si.
- Entonces, no te aflijas: allí la veremos los dos:
los dos, si, por que yo sé que si soy buena iré cuan-
do me muera allí, y tú... tú irás tambien porque
nadie hay que sea mejor que tú!
El jóven besó á la niña con delirante ternura, y
una tristísima sonrisa entreabrió su boca al escu-
char aquellas palabras tan inocentes.
- Por eso estoy yo contenta, añadió Maria con
viveza, y por eso no lloro ya, solo siento...
- Que sientes, angel mio? preguntó su padre
con afan.
- Que ahora voy á estar sola en esa casa que ha-
bitamos desde que hemos venido aquí.
- Sola no: tu aya, los criados... yo mismo no
me separaré de tí.
- Mi aya! esa no jugará conmigo ni me contará
cosas bonitas como hacia mamá; tú... tú te irás co-
mo antes á visitar á tus enfermos todos los dias.
- Tampoco vás á estar ahora en casa: ya sabes
que hoy mismo saldremos de Madrid, nos iremos
á nuestra quinta de recreo, donde á tí tanto te gus-
ta estar.
- Sí, ya sé que esta tarde nos vamos allí, que por
eso has venido á despedirte de mamá, que la has
traido flores, y que te llevas las que ella tenia, pero
en la quinta tampoco tendré con quien correr! Oh!
yo debia llorar mas que tú, y callo por no afligirte.
Y al decir estas palabras las bellas pupilas de
María se empañaron con una púrisima lágrima, y
la voz tembló al aspirar en sus lábios.
Su padre la cubrió de besos, y ni uno ni otro pu-
dieron hablar en algun tiempo.
El carruaje entre tanto habia penetrado ya en la
poblacion y rodaba con rapidéz sobre el empedra-
do de las calles.
De pronto algunos gritos dolorosos llegaron á oi-
dos de Maria, que estrechándose contra el pecho de
su padre le preguntó asustada.
- ¿Has oido, papá?
- Sí, pero....
- Es una niña que solloza y pide socorro! se le
habrá ido tambien su madre al cielo? exclamó pali-
deciendo Maria, que creia en su inocencia que solo
la pérdida de una madre puede producir amargura
y dolor.
Su padre contagiado por la emocion que ella es-
perimenlaba, tocó rápidamente al cristal y el car-
ruaje se detuvo.
Abrió la portezuela y saltó en tierra sin poner el
pié en el estribo, y preguntando al lacayo que se
habia apresurado á reunírsele.
- Que es eso, Juan? de que provienen esos gritos?
- No sé, señor, pero si Vsted quiere preguntaré en
esa casa, que es donde...
- No; yo mismo iré, sígueme.
El desconocido dió algunos pasos y se aproximó
á un grupo de mujeres que hablaban con anima-
cion á la puerta de una casa de pobre apariencia.
- Que lástima! decia una de ellas ¿y ha sido de
pronto, es verdad?
Continuará
Enriqueta Lozano de Vilchez.
A la religion. (I)
Cristiana Religion; mi escudo santo!
dulce tazo de union, en bien fecundo:
madre bendita, cuyo amor es tanto
que con tu augusto manto
de uno al otro confin cubres el mundo.
Religion sacrosanta, perseguida
siglos y siglos con tenaz fiereza;
por la torpe impiedad escarnecida,
pero nunca vencida!
nunca humillada en tu inmortal grandeza!
Perenne manantial de amor y bienes;
eterno sol de resplandores bellos,
que como emblema de esperanza, tienes
las castísimas sienes
ceñidas de la fé por los destellos.
Tú, que al volver tu ardiente y soberana
mirada, del pasado á los dolores,
caer ante tus pies, cual sombra vana,
ves en la edad pagana
á tus fieros verdugos y opresores.
A Neron, parricida despiadado
que rompe el seno donde vida toma;
monstruo que, tan temido como odiado,
de rosas coronado
mira impasible perecer á Roma.
A Daciano el feroz, cuya inhumana
maldad se pinta en sus inquietos ojos,
y en cuyo regio manto de oro y grana,
de la sangre cristiana
impresos lleva los estigmas rojos. [margen inferior: (I.) Esta poesia ha obtenido el primer premio en el
tema A la religion, en el certámen celebrado en Mála-
laga en Febrero del 86.]
Al indomable y déspota Trajano,
á Marco Aurelio, á Sétimo Severo,
al soberbio y altivo Maximiano,
á Decio, á Valeriano,
enemigos del Cristo verdadero.
A Diocleciano; cuya mano impía
en ruinas convirtió cien y cien lares,
y que con sangre generosa y pia
regó, dia tras dia,
de Júpiter y Vénus los altares.
Y más tarde, y undiéndose en la oscura
noche del tiempo, de la nada emblema,
de Arrio miras la pálida figura,
que en su torpe locura
osó negar la Trinidad suprema.
Y á Entiques, y á Nestorio, que intentaron
manchar la Encarnacion divina y santa;
que ciegos, en su orgullo le ultrajaron,
y trocados quedaron
en escabeles de tu augusta planta.
Y á la sagrada luz que te ilumina,
confundiendo el error de Berengario,
al mundo miras que la frente inclina
ante la Hostia divina,
del católico templo en el Sagrario.
Todos ellos arista miserable
fueron, y lodo, y polvo solamente,
mientras tú, en tu grandeza inenarrable,
serena é inmutable,
apoyada en la cruz, alzas la frente.
Que tú en el foco del amor divino
la llama enciendes que á los mundos guia,
y del hombre presides el destino,
y alumbras su camino,
siendo la aurora de su eterno dia.
Y en sus horas de afan y de amargura,
de naufragios, de sombras, de temores,
eres iris feliz de paz segura,
y ancora santa y pura
en el inmenso mar de sus dolores.
Y pues del triste espíritu eres calma,
y eres la brisa que bendita oreas
nuestra celeste palma,
al alzar basta Dios feliz mi alma,
Religion de Jesus, bendita seas!
Y Tú, Señor, que de poder cercado
los siglos cuentas y el espacio mides;
Tú, presente doquier, doquier velado,
que solo é increado
la incomprensible eternidad presides.
Tú, que redimes y que dás la vida,
Tú, que lanzas el rajo ó le detienes,
y sobre el ancho caos suspendida
en la extension perdida
la inmensa creacion girando tienes.
Tú, que formaste un mundo, y á otros ciento
con solo una palabra vida dieras;
que alzaste de la nada el firmamento,
y con un solo acento
tu obra otra vez aniquilar pudieras.
El único, el eterno, el justo, el fuerte,
la luz y la verdad, no desmentida;
el que en delicias el dolor convierte,
que hace vida á la muerte,
y supo darnos con su muerte vida.
Oh! gloria eterna á ti, Dios infinito,
y bendita tu ley, mi eterno escudo;
y tu clemencia omnimoda, y bendito
aun mi mismo delito
pues redentor tan grande darme pudo.
Y Tú que eres la luz y eres el dia,
y eres la salvacion, tu omnipotente
mano tiende á la España patria mia,
que ora, y ama y confia,
y que al pie del altar dobla la frente.
Tu religion bendita y soberana
su faro eterno en la borrasca sea,
entre los mares de la vida humana,
y haz que siempre cristiana,
abrazada á la cruz, espere y crea!
Enriqueta Lozano de Vilchez.
UN MAR
SIN PUERTO.
NOVELA ORIGINAL
DE
Enriqueta Lozano de Vilchez
EL BUEN PÁRROCO.
El dia tocaba á su término.
El sol ocultaba en el ocaso sus moribundos refle-
jos, que apenas doraban ya las altas copas de los
árboles, la cima de los montes mas elevados, y el
símbolo de nuestra redencion, colocado como faro
bendito, en las empinadas torres de la iglesia de un
pequeño pueblecito, blanco y perfumado como el
cáliz de una magnolia.
Un viento templado y lleno de suaves esencias
jugeteaba con las entreabiertas flores, mesiéndolas
en sus ramas, ó robándolas los aromas encerrados
en sus capullos. Despues, y siempre jugeton y siem-
pre ligero, arrancaba algunas hojas ya marchitas de
los cercanos arbustos, para empujarlas en revuelto
torbellino por la pradera é por el llano, arroján-
dolas á veces en un ancho arroyuelo, cuyas aguas
rizaba ó dividia en extensos círculos.
Cerca de aquel arroyo, y un poco separada de
las demás viviendas del pueblo, se alzaba una gra-
ciosa y modesta casa, rodeado por un extenso
huerto.
Esta casa compuesta de dos pisos, parecia una
blanca paloma recostada en un cesto de flores.
Un emparrado de verdes y lucientes hojas, daba
sombra á la puerta, y una enredadera bordada de
menudas campanillas azules y moradas, servia de
amplia cortina á las ventanas por donde recibia el
sol y la luz.
Desde aquellas ventanas se descubria un espec-
táculo magnífico.
La extencion inmensa de los campos, las mon-
tañas lejanas, el espacio, el cielo!
A lo lejos, muy lejos, perdiéndose entre el fondo
del paisaje, se distinguia una morada extensa y ma-
gestuosa, que tenia algo de los castillos feudales de
otras épocas, por sus espesos muros, por sus altas
torres y por el escudo de armas colocado en uno de
sus balcones, y algo da las quintas é palacios de re-
creo de nuestros dias, por la multitud de estatuas y
fuentes y cascadas que decoraban sus jardines, por
la extension de estas, y por la elegancia y magnifi-
cencia de su bello aspecto.
Entre el palacio y la modesta casa que hemos
descrito antes, mediaba una gran distancia, la cual
podia recorrerse con facilidad y á todas horas, me-
diante una larguísima calle de árboles llena de
sombra, y que empezaba á doscientos pasos de la
humilde y linda vivienda, y concluia á la entrada
del parque de la morada señorial.
En medio de aquella alhameda, y en el centro de
una plazoleta medio oculta por la frondosidad de los
antiguos álamos, se alzaba una blanca cruz de pie-
dra, elevada sobre tres escalones, y á la cual ser-
vian de dosel las entrelazadas ramas de dos jigan-
tescos pinos.
Ninguno de los campesinos que habitaban por
aquellos alrededores pasaba junto á aquella enseña
del cristianismo sin descubrirse devotamente, y nin-
guna noche tampoco, fallaba una mano piadosa
que encendiera uno al menos, de los faroles coloca-
dos ante la cruz.
La tarde declinaba como hemos dicho poco
antes.
Sentada bajo el verde emparrado que protejia la
casa de la humilde fachada y del hermoso huerto,
estaba una anciana de blancos cabellos, pero de
aspecto tan bondadoso y dulce que el alma se sentía
inclinada á amarla, desde el punto mismo en que
los ojos se fijaban en ella.
Su traje era modesto, pero limpio y en armonía
con la edad de la que lo llevaba.
Un vestido de lana de color de pasa, cerrado has-
ta la garganta, con cuello y mangas lisas y de una
deslumbradora blancura, un delantal blanco tam-
bien, y los cabellos sencillamente peinados, daban á
conocer que aquella mujer pertenecia á la clase
media de la sociedad, y que sus costumbres y sus
gustos eran modestes, pero finos y distinguidos.
A su lado, con un libro en la mano, y leyendo
con voz reposada y dulce, se hallaba un hombre
que aunque habia pasado de la primera juventud,
distaba aun mucho de la vejez, pero en cuyos ojos
y en cuya frente se revelaba un alma llena de fuer-
za y de ternura y de bien.
Vestia una negra ropa talar, y el libro que tenia
en la mano era la imitacion de Jesucristo.
Aquel hombre era el cura del lindo pueblecito;
aquella anciana era su madre.
Ambos compartian por igual el amor y el respeto
de los honrados habitantes de aquel rincon da la
tierra, que designaban al sacerdote con el nombre
del padre Carlos, ó mas frecuentemente aún, con
el dictado de El buen párroco.
La anciana Doña Maria era considerada como
una segunda providencia en aquellos contornos, y
Blanca, la niña huérfana amparada por ellos, flor
pura entreabierta al calor de aquel hogar, era el án-
gel mensajero del bien en la aldea, porque no ha-
bla miseria que en aquella casa no fuera socorrida;
no habla pesar que allí no encontrase esperanza, no
habla desgracia que no fuera consolada allí.
El padre Carlos, en cuyos negros cabellos se en-
trelazaban ya algunos prematuros hilos de plata,
lela, como hemos dicho, cuando le presentamos á
nuestros lectores, pero de vez en cuando apartaba
los ojos del libro para dirigirlos á la avenida de ar-
boles próxima, donde los fijaba con insistencia, y
hasta con un asomo de cuidado.
Doña Maria tambien dejaba á veces inmóviles sus
dedos y ociosas las agujas de su calzeta, para mirar
con marcado interes en la misma direccion que mi-
raba su hijo, pero ni uno ni otro habian pronun-
ciado una palabra todavia.
Al fin el padre Carlos, dejo el Quempis y dirigien-
doce á su madre la preguntó con voz dulce y llena
de cariño.
- No piensa Vsted madre mia, que Blanca tarda de-
masiado en volver?
- Indudablemente, y ya estaria cuidadosa si An-
drea no hubiese ido con ella, y si no tuviera su
mayor seguridad en el amor que la profesan en to-
dos estos alrededores.
- Esa niña es un ángel, respondió el sacerdote:
y no es extraño el cariño que inspira.
- Dios nos ha recompensado sobradamente el
bien que hicimos al adoptarla, porque Blanca es la
alegria de nuestra casa. Pero si no me equivoco
ahí está ya: oigo su voz y la distingo entre los ar-
boles.
- Sí: es verdad, pero creo que no viene sola.
- Será Andrea, ya sabes que iba con ella.
- Es que además veo otra persona, aunque la es-
pesura no me permite conocerla.
Madre é hijo no tuvieron que esperar mucho pa-
ra salir de sus dudas pues en el centro de la alame-
da apareció en breve Blanca, acompañada de otra
jóven casi de su misma edad, y seguida á pocos
pasos de la criada Andrea, que cargada de años no
podia imitar el paso rápido de las dos niñas.
Un instante despues la huérfana se acercaba á
Doña Maria, para besar su mano y decirla con su
argentina voz.
- Perdone Vsted, madre mia, si me he detenido y
la he causado alguna inquietud, y permítame al
par que la haga conocer á mi amiga la señorita Es-
trella, de quien la he hablado tanta veces.
El padre Carlos se levantó y saludó á la recien
llegada, despues de dirigir á Blanca una sonrisa
cariñosa.
Doña Maria tambien se levantó y ofreció á Estre-
lla un asiento á su lado.
Nada mas encantador que el aspecto de aquellas
dos niñas, que en nada se asemejaban sino en el
candor, en la dulzura, en la inocencia que refleja-
ba en sus semblantes.
Blanca, era ligeramente morena; sus rasgados y
hermosos ojos negros teman una expresion suave
y amante, que cautivaba ol corazon; sus magníficos
cabellos negros tambien, calan en rizadas ondas
sobre su frente serena, y en su boca semejante á la
flor del granado entreabierta, aparecia de continuo
una sonrisa que tenia mucho de meláncolica y mu-
cho tambien de cándida.
Su estatura era alta y esbelta, y llevaba con infi-
nita gracia su sencillo traje de percal celeste, sobre
el cual resaltaban las dos gruesas trenzas da su ca-
bello que flotaban sobre su espalda. Algunas azuce-
nas cogidas en el bosque, lucian su blancura so-
bre el ébano de aquellas trenzas y prendidas en el
cinturon del vestido.
Su compañera era blanca como su nombre: co-
mo la estrella de la mañana que precede á la luz
del dia. Sus cabellos eran del color del oro; sus
ojos celestes y purísimos, y rasgados y dulces, te-
nian la serenidad de un cielo de primavera: sus la-
bios se asemejaban á dos hojas de rosas, y aunque
rara vez los entreabria la sonrisa, tenian tal expre-
sion de angelical bondad, que suplia con ventaja á
la bulliciosa alegria de la primera juventud. Su pié
era breve y su mano parecia un jazmin de cin-
co hojas.
Mas baja que Blanca; tenia un aspecto mas deli-
cado tambien.
Vestia un ligero traje de sencilla muselina guarne-
cido de encajes, y cerrado con lazos de terciopelo
negro, y un elegante sombrero de paja adornado
por algunos ramos de violetas, cubria su purísima
frente, y su pequeña cabeza de Virgen.
(Continuará)
Enriqueta Lozano de Vilchez. [margen inferior: Imprenta de La Madre de Familia Darro 15.]
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