CODEMA19-MADFAM-1875679-4

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ResumenNúmero 1 (año VIII) de "La madre de familia. Revista moral e instructiva"
ArchivoHemeroteca Municipal de Madrid
TypologyOtros
Fecha?
LugarGranada
ProvinciaGranada
PaísEspaña

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LA MADRE DE FAMILIA. REVISTA MORAL E INSTRUCTIVA BAJO LA DIRECCION DE ENRIQUETA LOZANO DE VILCHEZ SE PUBLICA LOS DIAS 1.º, 8, 15 Y 23 DE CADA MES. PRECIO: DOS REALES MENSUALES. Año VIII. SUMARIO. A nuestros suscritores, por Enriqueta Lozano de Vilchez. Doña Juana la Loca, por idem. A la religion, por idem. Un mar sin puerto, por idem. Margarita, por idem. A nuestros suscritores. Al empezar á publicar un año nuevo de la Madre de Familia, poco, muy poco podré decir á mis lec- tores, pues ellos conocen ya mis ambiciones y mis esperanzas, y mis propósitos y mi lema. Hija de la Cruz, defensora incansable de la reli- gion y la moral, permaneceré siempre en el puesto que ha elegido mi alma, y en mis labios resonarán de continuo los elogios de esos dos idolos mios, á quien rindo ferviente culto. Mis ideas, aún que presentadas bajo distintas for- mas, serán siempre las mismas: los que puede abri- gar toda mujer que tenga en más los deberes de su santa mision, que las efimeras glorias de una vida siempre mas corta que nuestros deseos, siempre mas fugaz que nuestros proyectos y nuestras espe- ranzas. Y estas ideas, estas convicciones que procuraré transmitir en torno, vertiéndolas con profusion en REDACCION Y ADMINISTRACION Darro del Campillo, número 15, Granada. mis pobres escritos, encierran el bien y la paz y los goces legitimos del alma, y deben ser admitidas do- quiera, no porque sean bellas, sino porque son buenas, y son justas. No espereis nunca, no creais jamás que, impul- sada por el torbellino del mundo, ó fatigada por el peso del noble deber que me impuse al tomar la pluma por vez primera, retroceda ó me detenga en el camino, vacilo en la ruta, ó varie en mis doctri- nas y mis designios: no! estos son hoy los que fue- ron ayer, serán mañana los que son hoy, y al llegar al fin de la senda de mi vida, caeré envuelta en la bandera que be sostenido en la mano siempre. Asi pues, la Madre de Familia, seguirá siendo una amiga para la niñéz, un entretenimiento útil para la juventud, y para las madres y las esposas, una consejera y una guia desinteresada y leal. Solo ruego á todos mis constantes suscritores que secunden mis propósitos, que estiendan entre sus amigos esta medesta publicacion, humilde lámpara que intenta alumbrar con clara luz el hogar do- mestico; que la hagan conocer, cooperando á su propagacion, aumentando si les es posible el - mero de sus lectores, y asi será mas fácil y segura su marcha, viéndose coronados mis deseos y mis esperanzas. Enriqueta Lozano de Vilchez. Número 1. MUJERES CELEBRES. DA JUANA LA LOCA. Fieles al propósito que hemos alentado siempre, de hacer de nuestra humilde revista un periódico útil ó instructivo, al par que agradable y sencillo, continuaremos poniendo á su frente las biografias de mujeres célebres, dando á conocer de este modo á la vez que los hechos de algunas damas notables, por su génio, por su ciencia ó su heroismo, algu- nos de los sucesos históricos de su época, y los acontecimientos en que han tomado parte. Da Juana de Castilla y Aragon, conocida generalmente por Da Juana la Loca, es una de las figuras mas interesantes y simpáticas que podemos presentar á nuestros lectores, por su virtud, por la ternura de su corazon; por su desdicha misma, pues aunque nacida en un trono, la suerte la hizo una de las mas infortunadas criaturas. Damos pues la preferencia á su triste y conmovedora historia, tanto por que debió la vida á la gran Isabel la Católica, como por ser despues de ella la llamada á ocupar el trono de San Fernando. Da Juana nació en Toledo, el 6 de No- viembre de 1479, y su venida al mundo fue un lazo mas que unió los corazones de sus padres, tan tiernos y amantes esposos, como invictos monarcas. La pequeña infanta, de carácter dulce y afable, pero tímido y reservado, dió muestras en su infancia de una clara y viva inteligencia recibiendo con gran aprovechamiento las lec- ciones de su noble madre, y de la docta y erudita Da Beatriz Galindo, bajo cuya direc- cion aprendió el latin que hablaba y escribia con igual perfeccion que el nativo idioma. La niña creció entre las caricias de sus pa- dres, el amor de cuantos la rodeaban, y el explendor de la córte. Flor entreabierta por los vientos de la glo- ria y perfumada con el santo aroma de la cristiana, cuyos ejemplos veía de continuo en su madre, Juana no podia menos de abrigar un alma pura y amante, y un corazon apasio- nado y entusiasta. Sencilla en sus gustos, modesta en sus as- piraciones, Juana parecia nacida, no para reinar sobre un trono, si no para imperar en un corazon. Su dulce y cándido semblante permanecia impasible ante las lisonjas de la vanidad ó los explendores de la grandeza, pero se animaba ante una caricia, ante una palabra afectuosa, y en sus grandes y elocuentes ojos brillaba la mas apasionada alegria, cuando se la daban pruebas de cariño y sincera adeccion. Su niñéz y su adolescencia fueron tranqui- las y serenas como las inmóviles aguas de un lago. Ay! quien podia pensar al mirarla, que aquella paz se convertiria mas tarde en tem- pestad de dolores, que haria naufragar su razon y su dicha! Contaba apenas los quince años, cuando sus padres, inspirados en consideraciones de altísima política, concertaron su casamiento con el archiduque de Austria, Don Felipe, hijo del Emperador Maximiliano, y de Maria de Borgoña y Flandes. La niña, á quien la razon de estado iba á convertir en mujer y esposa, tembló azorada al saber su próximo enlace, y su corazon se extremeció ante el peso de las cadenas que iban á ligarle, por mas que estas cadenas es- tuvieran cubiertas de flores. Aquella infantil cabeza en que apenas em- pezaban á ordenarse los pensamientos, iba á verse ceñida con el velo nupcial, y Juana, que comprendia instintivamente los deberes y los cargos que su nuevo estado la imponia, se sentia desfallecer ante la enorme carga que iba á gravitar sobre sus hombros. Sin embargo, hija sumisa y amante no pensó ni por un instante hacer objeccion nin- guna al casamiento que se la ordenaba, y re- suelta á obedecer, solo se ocupó en rogar á Dios que el compañero de su vida fuese digno de su cariño y su estimación. Los preparativos de la boda fueron rápidos y magníficos. A medida que se acercaba el dia de su ma- trimonio, la infanta esperimentaba en su alma mil diversos y encontrados sentimientos. Su corazón virgen aún, pero predispuesto al amor y á la ternura, latia violentamente al escuchar solo el nombre del que en adelante seria dueño de sus pensamientos y su por- venir. Una vaga curiosidad, un secreto anhelo la preocupaba, haciéndola trocarse rápida- mente de adolescente en mujer, y en mujer pensadora y apasionada. Llegó el dia en que debía encontrarse frente á frente con Felipe, en que debia cambiar con él una mirada, en que el eco de la voz del jóven debia alzar un eco en el corazon de la régia niña, y aquel dia, y aquel momento de- cidieron de su destino. La impresion que hizo en ella la presencia del Archiduque, seria imposible de pintar. Es verdad que Felipe, llamado despues el hermoso, siendo el mas bello, el mas perfecto, el mas amable de los príncipes de su epoca, justificaba esta emocion. La voluntad, el pensamiento, el espíritu entero de Juana quedaron dominados por completo á la voluntad y al pensamiento de su futuro esposo. Este, menos enamorado, menos irreflexivo, menos jóven que Juana, quiza al entregarla su mano pensó mas en la ambicion que en el amor, y vió en la jóven infanta mas que el ángel que debia embellecer su existencia, la mujer que podía engrandecerle y acercarle al trono mas poderoso entonces de la tierra. Lo cierto es que Felipe fue desde aquella hora la historia entera de la existencia de Juana, mientras ésta fue un episodio no más de la vida del archiduque. (Continuará) Enriqueta Lozano de Vilchez. MARGARITA. NOVELA ORIGINAL, DE Enriqueta Lozano de Vilchez A LA SEÑORA Dóña Genara Olózaga de Moreno. Al buscar en mi imaginación un tipo per- fecto para crear á Margarita, su recuerdo de Vsted acudió á mi memoria, pues en Vsted se reu- nen la virtud y la bondad, y la modestia y el talento. Acepte, pues, la dedicatoria de esta humil- de obra, que aunque nada vale, tiene un - rito grande para ; el de estar llena de su recuerdo. LA ÁUTORA. CAPITULO I. Serian las once de una mañana fria y nebulosa del mes de Febrero. Un elegante carruaje sin blason ni escudo, tirado por dos magníficas yeguas normandas, se bailaba parado á las puertas del cementerio de San Gines. Un lacayo con librea negra se paseaba lentamente esperando sin duda á sus señores, mientras el co- chero, sentado en el pescante, y vestido de luto tambien, fumaba tranquilamente con espresion des- cuidada y neglijente. Mas de un cuarto de hora pasó de aquel modo. Cochero y lacayo empezaban á impacientarse, pues el frio era intenso y el áire sutil y desagra- dable. En uno de los extremos de aquella triste mansion y arrodillado ante la lápida de uno de los nichos que ocupaban la tercera fila, se hallaba un hombre muy jóven aun, pues podia contar de 26 á 28 años á lo sumo. Su aspecto era agradable simpático y hermoso. Su ancha y despejada frente, sus negros y grandes ojos parecian iluminados por la luz poderosa del ge- nio, y en lodo aquel semblante animado y bello, aunque velado por la sombra de una profunda me- lancolia, se adivinaba la lealtad, el sentimiento y la grandeza de un alma elevada y digna, dispuesta siempre á la generosidad y al bien. Estaba vestido con una esquisita elegancia, aun que de riguroso luto. A su lado se veia una niña envuelta en un abrigo de negro terciopelo, y con la cabeza cubierta por un precioso sombrero de fieltro con grandes plumas negras tambien. Aquella niña era un ángel á quien ocho primave- ras habian dado ya todos sus encantos y sus flores y su alegria. Su rostro fino é inteligente, estaba sombreado por una palidez mate que se asemejaba mucho á la blancura, y que hacia resaltar el color oscuro y profundo de sus grandes y rasgados ojos, y de su ri- zado y brillante cabello. Su téz tenia la suavidad de la hoja de la rosa, y sus lábios su encendido color. Su diminuto pié, calzado con una estrecha bolita de saten, parecia insuficiente á sostenerla, y en aquel momento golpeaba el suelo con insistencia como queriendo sacudir el frio que empezaba á en- tumecerlos. A pesar de su corta edad la niña estaba silenciosa y fijaba de vez en cuando su dulce mirada, ya en el jóven que estaba á su lado, ya en la lápida que te- nia enfrente de si, con espresion triste y pensativa. En aquella lápida de mármol negro, rodeada en aquel momento por algunos ramos de pensamientos, solo se le leia un nombre, María, grabado en anchos caracteres y con grandes letras doradas. El desconocido salió al cabo de su dolorosa abs- traccion; miró á la niña que estaba á su lado, y al ver el blanco color de sus mejillas. - Tienes frio? exclamó con acento cuidadoso, tienes frio? Oh! yo pensando en lo pasado me olvido de lo presente! ante el dolor de la muerte descuido las esperanzas de la vida! ven hija mia, ven; va- mos . Y tomando la mano de la niña se dispuso á salir de aquel sombrio recinto. Pero antes se acercó al nicho ante el cual habia orado, y tomando uno de los ramos casi marchitos que le adornaban, le guardó con cuidado mientras dirigia una mirada de despedida á aquel nombre y á aquel lugar. Con la niña, que temblaba al jemido del viento, emprendió su camino, y en pocos momentos llega- ron á la puerta del cementerio, donde, como hemos dicho les aguardaba el carruaje. La pequeña cria- tura subió á él con la velocidad de un pájaro, el - ven la siguió, el lacayo cerró la portezuela y ocupó su puesto, y el coche emprendió el camino de la ciudad. El cristal de una de las ventanillas se bajó rápi- damente y el desconocido se asomó á él, para mirar otra vez aquella mansion que acababa de aban- donar. En la mano, y oprimiéndolas convulsivamente llevaba las flores ajadas y mústias que habia tomado de allí. Cuando llegaron á un recodo del camino que iba á ocultar á su vista la puerta de aquella mansion de muerte, de sus ojos se desprendió lenta y abra- sadora una gota de llanto y por un movimiento es- pontáneo llevó á sus labios el ramo que conservaba en su diestra. - ¿Otra vez lloras, papá? dijo la niña con un acento dulcísimo y triste, otra vez lloras? - No, Maria; te engañas; no ves que estoy tran- quilo? La encantadora niña movió su cabecita con aire contrariado, y llevando uno de sus dedos al rostro del jóven recojió en él la rebelde lágrima que él no se habia cuidado de enjugar. - Vés? añadió, ves como no me equivocaba? El inclinó la cabeza y no halló una palabra que contestar á aquella infantil reconvencion. Maria al ver su silencio, dejo su asiento, rodeó con su brazo aquel inclinado cuello y murmuró con el rostro afligido. - Pero ¿porque no sonries ahora conmigo? Es que no me quieres ? mira que me vas á hacer llorar á tambien. - Maria, tu madre ha muerto! dijo aquel hombre con una explosion de supremo dolor, y sin pensar que era una niña á quien se dirigia; tu madre ha muerto, y la amaba yo tanto! - Pero ¿no me has dicho que está en el cielo? preguntó ella con ingénuo acento, y, que el cielo es muy hermoso? - Oh! si. - Entonces, no te aflijas: allí la veremos los dos: los dos, si, por que yo que si soy buena iré cuan- do me muera allí, y ... irás tambien porque nadie hay que sea mejor que ! El jóven besó á la niña con delirante ternura, y una tristísima sonrisa entreabrió su boca al escu- char aquellas palabras tan inocentes. - Por eso estoy yo contenta, añadió Maria con viveza, y por eso no lloro ya, solo siento... - Que sientes, angel mio? preguntó su padre con afan. - Que ahora voy á estar sola en esa casa que ha- bitamos desde que hemos venido aquí. - Sola no: tu aya, los criados... yo mismo no me separaré de . - Mi aya! esa no jugará conmigo ni me contará cosas bonitas como hacia mamá; ... te irás co- mo antes á visitar á tus enfermos todos los dias. - Tampoco vás á estar ahora en casa: ya sabes que hoy mismo saldremos de Madrid, nos iremos á nuestra quinta de recreo, donde á tanto te gus- ta estar. - , ya que esta tarde nos vamos allí, que por eso has venido á despedirte de mamá, que la has traido flores, y que te llevas las que ella tenia, pero en la quinta tampoco tendré con quien correr! Oh! yo debia llorar mas que , y callo por no afligirte. Y al decir estas palabras las bellas pupilas de María se empañaron con una púrisima lágrima, y la voz tembló al aspirar en sus lábios. Su padre la cubrió de besos, y ni uno ni otro pu- dieron hablar en algun tiempo. El carruaje entre tanto habia penetrado ya en la poblacion y rodaba con rapidéz sobre el empedra- do de las calles. De pronto algunos gritos dolorosos llegaron á oi- dos de Maria, que estrechándose contra el pecho de su padre le preguntó asustada. - ¿Has oido, papá? - , pero.... - Es una niña que solloza y pide socorro! se le habrá ido tambien su madre al cielo? exclamó pali- deciendo Maria, que creia en su inocencia que solo la pérdida de una madre puede producir amargura y dolor. Su padre contagiado por la emocion que ella es- perimenlaba, tocó rápidamente al cristal y el car- ruaje se detuvo. Abrió la portezuela y saltó en tierra sin poner el pié en el estribo, y preguntando al lacayo que se habia apresurado á reunírsele. - Que es eso, Juan? de que provienen esos gritos? - No , señor, pero si Vsted quiere preguntaré en esa casa, que es donde... - No; yo mismo iré, sígueme. El desconocido dió algunos pasos y se aproximó á un grupo de mujeres que hablaban con anima- cion á la puerta de una casa de pobre apariencia. - Que lástima! decia una de ellas ¿y ha sido de pronto, es verdad? Continuará Enriqueta Lozano de Vilchez. A la religion. (I) Cristiana Religion; mi escudo santo! dulce tazo de union, en bien fecundo: madre bendita, cuyo amor es tanto que con tu augusto manto de uno al otro confin cubres el mundo. Religion sacrosanta, perseguida siglos y siglos con tenaz fiereza; por la torpe impiedad escarnecida, pero nunca vencida! nunca humillada en tu inmortal grandeza! Perenne manantial de amor y bienes; eterno sol de resplandores bellos, que como emblema de esperanza, tienes las castísimas sienes ceñidas de la por los destellos. , que al volver tu ardiente y soberana mirada, del pasado á los dolores, caer ante tus pies, cual sombra vana, ves en la edad pagana á tus fieros verdugos y opresores. A Neron, parricida despiadado que rompe el seno donde vida toma; monstruo que, tan temido como odiado, de rosas coronado mira impasible perecer á Roma. A Daciano el feroz, cuya inhumana maldad se pinta en sus inquietos ojos, y en cuyo regio manto de oro y grana, de la sangre cristiana impresos lleva los estigmas rojos. [margen inferior: (I.) Esta poesia ha obtenido el primer premio en el tema A la religion, en el certámen celebrado en Mála- laga en Febrero del 86.] Al indomable y déspota Trajano, á Marco Aurelio, á Sétimo Severo, al soberbio y altivo Maximiano, á Decio, á Valeriano, enemigos del Cristo verdadero. A Diocleciano; cuya mano impía en ruinas convirtió cien y cien lares, y que con sangre generosa y pia regó, dia tras dia, de Júpiter y Vénus los altares. Y más tarde, y undiéndose en la oscura noche del tiempo, de la nada emblema, de Arrio miras la pálida figura, que en su torpe locura osó negar la Trinidad suprema. Y á Entiques, y á Nestorio, que intentaron manchar la Encarnacion divina y santa; que ciegos, en su orgullo le ultrajaron, y trocados quedaron en escabeles de tu augusta planta. Y á la sagrada luz que te ilumina, confundiendo el error de Berengario, al mundo miras que la frente inclina ante la Hostia divina, del católico templo en el Sagrario. Todos ellos arista miserable fueron, y lodo, y polvo solamente, mientras , en tu grandeza inenarrable, serena é inmutable, apoyada en la cruz, alzas la frente. Que en el foco del amor divino la llama enciendes que á los mundos guia, y del hombre presides el destino, y alumbras su camino, siendo la aurora de su eterno dia. Y en sus horas de afan y de amargura, de naufragios, de sombras, de temores, eres iris feliz de paz segura, y ancora santa y pura en el inmenso mar de sus dolores. Y pues del triste espíritu eres calma, y eres la brisa que bendita oreas nuestra celeste palma, al alzar basta Dios feliz mi alma, Religion de Jesus, bendita seas! Y , Señor, que de poder cercado los siglos cuentas y el espacio mides; , presente doquier, doquier velado, que solo é increado la incomprensible eternidad presides. , que redimes y que dás la vida, , que lanzas el rajo ó le detienes, y sobre el ancho caos suspendida en la extension perdida la inmensa creacion girando tienes. , que formaste un mundo, y á otros ciento con solo una palabra vida dieras; que alzaste de la nada el firmamento, y con un solo acento tu obra otra vez aniquilar pudieras. El único, el eterno, el justo, el fuerte, la luz y la verdad, no desmentida; el que en delicias el dolor convierte, que hace vida á la muerte, y supo darnos con su muerte vida. Oh! gloria eterna á ti, Dios infinito, y bendita tu ley, mi eterno escudo; y tu clemencia omnimoda, y bendito aun mi mismo delito pues redentor tan grande darme pudo. Y que eres la luz y eres el dia, y eres la salvacion, tu omnipotente mano tiende á la España patria mia, que ora, y ama y confia, y que al pie del altar dobla la frente. Tu religion bendita y soberana su faro eterno en la borrasca sea, entre los mares de la vida humana, y haz que siempre cristiana, abrazada á la cruz, espere y crea! Enriqueta Lozano de Vilchez. UN MAR SIN PUERTO. NOVELA ORIGINAL DE Enriqueta Lozano de Vilchez EL BUEN PÁRROCO. El dia tocaba á su término. El sol ocultaba en el ocaso sus moribundos refle- jos, que apenas doraban ya las altas copas de los árboles, la cima de los montes mas elevados, y el símbolo de nuestra redencion, colocado como faro bendito, en las empinadas torres de la iglesia de un pequeño pueblecito, blanco y perfumado como el cáliz de una magnolia. Un viento templado y lleno de suaves esencias jugeteaba con las entreabiertas flores, mesiéndolas en sus ramas, ó robándolas los aromas encerrados en sus capullos. Despues, y siempre jugeton y siem- pre ligero, arrancaba algunas hojas ya marchitas de los cercanos arbustos, para empujarlas en revuelto torbellino por la pradera é por el llano, arroján- dolas á veces en un ancho arroyuelo, cuyas aguas rizaba ó dividia en extensos círculos. Cerca de aquel arroyo, y un poco separada de las demás viviendas del pueblo, se alzaba una gra- ciosa y modesta casa, rodeado por un extenso huerto. Esta casa compuesta de dos pisos, parecia una blanca paloma recostada en un cesto de flores. Un emparrado de verdes y lucientes hojas, daba sombra á la puerta, y una enredadera bordada de menudas campanillas azules y moradas, servia de amplia cortina á las ventanas por donde recibia el sol y la luz. Desde aquellas ventanas se descubria un espec- táculo magnífico. La extencion inmensa de los campos, las mon- tañas lejanas, el espacio, el cielo! A lo lejos, muy lejos, perdiéndose entre el fondo del paisaje, se distinguia una morada extensa y ma- gestuosa, que tenia algo de los castillos feudales de otras épocas, por sus espesos muros, por sus altas torres y por el escudo de armas colocado en uno de sus balcones, y algo da las quintas é palacios de re- creo de nuestros dias, por la multitud de estatuas y fuentes y cascadas que decoraban sus jardines, por la extension de estas, y por la elegancia y magnifi- cencia de su bello aspecto. Entre el palacio y la modesta casa que hemos descrito antes, mediaba una gran distancia, la cual podia recorrerse con facilidad y á todas horas, me- diante una larguísima calle de árboles llena de sombra, y que empezaba á doscientos pasos de la humilde y linda vivienda, y concluia á la entrada del parque de la morada señorial. En medio de aquella alhameda, y en el centro de una plazoleta medio oculta por la frondosidad de los antiguos álamos, se alzaba una blanca cruz de pie- dra, elevada sobre tres escalones, y á la cual ser- vian de dosel las entrelazadas ramas de dos jigan- tescos pinos. Ninguno de los campesinos que habitaban por aquellos alrededores pasaba junto á aquella enseña del cristianismo sin descubrirse devotamente, y nin- guna noche tampoco, fallaba una mano piadosa que encendiera uno al menos, de los faroles coloca- dos ante la cruz. La tarde declinaba como hemos dicho poco antes. Sentada bajo el verde emparrado que protejia la casa de la humilde fachada y del hermoso huerto, estaba una anciana de blancos cabellos, pero de aspecto tan bondadoso y dulce que el alma se sentía inclinada á amarla, desde el punto mismo en que los ojos se fijaban en ella. Su traje era modesto, pero limpio y en armonía con la edad de la que lo llevaba. Un vestido de lana de color de pasa, cerrado has- ta la garganta, con cuello y mangas lisas y de una deslumbradora blancura, un delantal blanco tam- bien, y los cabellos sencillamente peinados, daban á conocer que aquella mujer pertenecia á la clase media de la sociedad, y que sus costumbres y sus gustos eran modestes, pero finos y distinguidos. A su lado, con un libro en la mano, y leyendo con voz reposada y dulce, se hallaba un hombre que aunque habia pasado de la primera juventud, distaba aun mucho de la vejez, pero en cuyos ojos y en cuya frente se revelaba un alma llena de fuer- za y de ternura y de bien. Vestia una negra ropa talar, y el libro que tenia en la mano era la imitacion de Jesucristo. Aquel hombre era el cura del lindo pueblecito; aquella anciana era su madre. Ambos compartian por igual el amor y el respeto de los honrados habitantes de aquel rincon da la tierra, que designaban al sacerdote con el nombre del padre Carlos, ó mas frecuentemente aún, con el dictado de El buen párroco. La anciana Doña Maria era considerada como una segunda providencia en aquellos contornos, y Blanca, la niña huérfana amparada por ellos, flor pura entreabierta al calor de aquel hogar, era el án- gel mensajero del bien en la aldea, porque no ha- bla miseria que en aquella casa no fuera socorrida; no habla pesar que allí no encontrase esperanza, no habla desgracia que no fuera consolada allí. El padre Carlos, en cuyos negros cabellos se en- trelazaban ya algunos prematuros hilos de plata, lela, como hemos dicho, cuando le presentamos á nuestros lectores, pero de vez en cuando apartaba los ojos del libro para dirigirlos á la avenida de ar- boles próxima, donde los fijaba con insistencia, y hasta con un asomo de cuidado. Doña Maria tambien dejaba á veces inmóviles sus dedos y ociosas las agujas de su calzeta, para mirar con marcado interes en la misma direccion que mi- raba su hijo, pero ni uno ni otro habian pronun- ciado una palabra todavia. Al fin el padre Carlos, dejo el Quempis y dirigien- doce á su madre la preguntó con voz dulce y llena de cariño. - No piensa Vsted madre mia, que Blanca tarda de- masiado en volver? - Indudablemente, y ya estaria cuidadosa si An- drea no hubiese ido con ella, y si no tuviera su mayor seguridad en el amor que la profesan en to- dos estos alrededores. - Esa niña es un ángel, respondió el sacerdote: y no es extraño el cariño que inspira. - Dios nos ha recompensado sobradamente el bien que hicimos al adoptarla, porque Blanca es la alegria de nuestra casa. Pero si no me equivoco ahí está ya: oigo su voz y la distingo entre los ar- boles. - : es verdad, pero creo que no viene sola. - Será Andrea, ya sabes que iba con ella. - Es que además veo otra persona, aunque la es- pesura no me permite conocerla. Madre é hijo no tuvieron que esperar mucho pa- ra salir de sus dudas pues en el centro de la alame- da apareció en breve Blanca, acompañada de otra jóven casi de su misma edad, y seguida á pocos pasos de la criada Andrea, que cargada de años no podia imitar el paso rápido de las dos niñas. Un instante despues la huérfana se acercaba á Doña Maria, para besar su mano y decirla con su argentina voz. - Perdone Vsted, madre mia, si me he detenido y la he causado alguna inquietud, y permítame al par que la haga conocer á mi amiga la señorita Es- trella, de quien la he hablado tanta veces. El padre Carlos se levantó y saludó á la recien llegada, despues de dirigir á Blanca una sonrisa cariñosa. Doña Maria tambien se levantó y ofreció á Estre- lla un asiento á su lado. Nada mas encantador que el aspecto de aquellas dos niñas, que en nada se asemejaban sino en el candor, en la dulzura, en la inocencia que refleja- ba en sus semblantes. Blanca, era ligeramente morena; sus rasgados y hermosos ojos negros teman una expresion suave y amante, que cautivaba ol corazon; sus magníficos cabellos negros tambien, calan en rizadas ondas sobre su frente serena, y en su boca semejante á la flor del granado entreabierta, aparecia de continuo una sonrisa que tenia mucho de meláncolica y mu- cho tambien de cándida. Su estatura era alta y esbelta, y llevaba con infi- nita gracia su sencillo traje de percal celeste, sobre el cual resaltaban las dos gruesas trenzas da su ca- bello que flotaban sobre su espalda. Algunas azuce- nas cogidas en el bosque, lucian su blancura so- bre el ébano de aquellas trenzas y prendidas en el cinturon del vestido. Su compañera era blanca como su nombre: co- mo la estrella de la mañana que precede á la luz del dia. Sus cabellos eran del color del oro; sus ojos celestes y purísimos, y rasgados y dulces, te- nian la serenidad de un cielo de primavera: sus la- bios se asemejaban á dos hojas de rosas, y aunque rara vez los entreabria la sonrisa, tenian tal expre- sion de angelical bondad, que suplia con ventaja á la bulliciosa alegria de la primera juventud. Su pié era breve y su mano parecia un jazmin de cin- co hojas. Mas baja que Blanca; tenia un aspecto mas deli- cado tambien. Vestia un ligero traje de sencilla muselina guarne- cido de encajes, y cerrado con lazos de terciopelo negro, y un elegante sombrero de paja adornado por algunos ramos de violetas, cubria su purísima frente, y su pequeña cabeza de Virgen. (Continuará) Enriqueta Lozano de Vilchez. [margen inferior: Imprenta de La Madre de Familia Darro 15.]

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