CODEMA19-MADFAM-1875679-3
CODEMA19-MADFAM-1875679-3
Resumen | Número 1 (año V) de "La Madre de Familia. Revista literaria, moral y recreativa" |
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Archivo | Hemeroteca Municipal de Madrid |
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Typology | Otros |
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Fecha | 1879 |
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Lugar | Granada |
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Provincia | Granada |
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País | España |
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LA MADRE DE FAMILIA.
REVISTA LITERARIA, MORAL Y RECREATIVA,
CON LA APROBACION ECLESIÁSTICA,
Y BAJO LA DIRECCION
DE ENRIQUETA LOZANO DE VILCHEZ.
NÚMERO 1.º Redaccion y administracion Darro del Campillo 15. 1879 – AÑO V.
Se publicarán ocho números mensuales conteniendo articulos de costumbres, novelas, poesías, y cuanto juz-
guemos a propósito para la instruccion religiosa, la enseñanza y el recreo. – Los pagos podrán hacer directamente
a esta administracion, en letras del giro mútuo, y en los puntos donde no las haya en sellos de comunicaciones,
pero solamente de veinte y cinco céntimos de peseta. – Suplicamos á los señores que quieran suscribirse, que al
darnos el aviso, marquen bien su nombre, pueblo de su residencia y provincia á que pertenece. – El precio de sus-
cricion es el de dos reales en toda España, Ultramar y Extranjero cuatro francos al porte.
SUMARIO.
Prospecto. – La pendiente del abismo. – Inspiracion. -
Seccion doctrinal, por Enriqueta Lozano de Vilchez.
El Amor de una madre, por D. T. Rodriguez.
PROSPECTO.
Como nuestro lema es hoy el mismo que ayer,
y será mañana el mismo que hoy, abrimos la pri-
mera página de nuestro periódico con el prospec-
to que hemos dado siempre, espresion de nues-
tros sentimientos y nuestro propósito.
Hace cinco años que, con el alma llena de fe
y el corazon rebosando entusiasmo, empecé la
publicacion de esta pobre Revista, que sin pre-
tensiones de saber, ni aspiraciones de lucro,
ni nombre, ofrecí al público, con toda la senci-
llez y la rectitud de mi buen deseo.
Mi afan se reducia á ser la amiga de las fami-
lias cristianas, á que mi voz penetrase en el
fondo del hogar doméstico, mostrando, hasta
donde negasen mis débiles fuerzas, el fácil ca-
mino de la virtud y de la religion, combatidas
doquiera por esos cien escritos inmorales y
ateos que, con vergüenza de nuestra patria, cir-
culan hoy por todas partes con una profusion
que admira y aterra.
Mi anhelo se vió realizado, aun mucho mas
allá de lo que alcanzaban mis esperanzas.
La Madre de Familia fué acogida como una
madre cariñosa que llega entre sus hijos, con la
sonrisa en los labios y el amor en el corazon.
La numerosa suscricion adquirida premió mis
afanes cumplidamente, y satisfecha de su éxito
voy á hacer un supremo esfuerzo, y á consagrar
con mas empeño mi trabajo, mi tiempo, y mi
porvenir entero si fuera preciso, á llevar la idea
de Dios, los consuelos de la fe, el amor al bien,
y á la moral cristiana, desde la cómoda vivienda
del hacendado, hasta la modesta casa del arte-
sano: desde la humilde morada del jornalero
hasta la última choza de la mas miserable al-
dea, y para ello La Madre de Familia vá á dar
á sus abonados ocho números mensuales en vez
de los cuatro que ha repartido hasta aquí, cos-
tando solo dos reales al mes; es decir, el mismo
precio que antes, puesto que resulta tambien de es-
te modo un real cada cuatro números, franco de
porte y llevado á domicilio.
¿Podré seguir adelante con el objeto que me
propongo? No lo se!
Pero yo invocaré á la Santísima Virgen aho-
ra como siempre, y tengo una ciega confianza
en su divina proteccion!
Para combatir la inmoralidad, los vicios y el
ateismo, se requieren decision, entusiasmo y fe,
y la fe y el entusiasmo y la decision me sobran!
Pero necesito la proteccion y la ayuda, no solo
de mis constantes suscritores, sino de todas las
familias cristianas, y creo que esta no ha de fal-
tarme ahora tampoco.
Las sectas protestantes, la impiedad extran-
jera, que intenta difundir entre nosotros sus
ideas y sus errores, sacrifica su oro, gasta su
tiempo, emplea sus esfuerzos en imprimir milla-
res y millares de biblias impias, de libros, de fo-
lletos que reparte á manos llenas en calles y
plazas entre nuestro confiado y sencillo pueblo,
sin pararse á meditar los dispendios que esto le
ocasiona. Cuántas y cuántas veces lo habrán
presenciado los que lean estos renglones! Cuán-
tas y cuántas veces lo hemos visto nosotros
mismos con un sentimiento de amarga pena,
creyéndonos impotentes para evitarlo!
¿Por qué, pues al menos no hemos de imitar
ese ejemplo, proporcionando á ese mismo pueblo
lecturas doctrinales, sanas y religiosas?
¿Tendremos menos afan, menos fe los católi-
cos españoles para propagar la verdad, que la
tienen los protestantes extranjeros para difun-
dir el sofisma y el error?
Oh! no es posible! no puedo creerlo!
Además, yo, á pesar de estar sola para esta
empresa, no exijo sacrificios, no pido ayuda ma-
terial tampoco: solo quiero y reclamo la protec-
cion moral, la propagacion de esta Revista por
todos aquellos á cuyas manos llegue, para lle-
var de este modo un grano de arena al edificio
que aislada y débil, me atrevo á levantar.
Quédese en buena hora para el hombre la so-
lucion de esos grandes problemas y de esas al-
tas cuestiones politicas que salvan una nacion
ó que derriban un imperio. Yo las desconozco
enteramente y jamás, por nada ni por nadie,
me ocuparía de ellas.
Para la mujer solo hay una cuestion, un pro-
blema que resolver, el de caminar sin apartarse
nunca de la senda del deber, y sembrar en el co-
razon de sus hijos la semilla imperecedera de la
fé, de la virtud y de la honradez.
Ayudarla con mis humildes consejos, soste-
nerla con mis escasas fuerzas, compartir con
ella el cuidado y el amor á la infancia, es el o-
bjeto que me propongo en las páginas de esta Re-
vista.
Alentada por este deseo enviaré mis ideas y
mis creencias á las madres católicas, y uniendo-
me á ellas con los lazos de la simpatía y del al-
ma, ire á decirlas con seguro acento. “Cultive
el hombre la inteligencia de nuestros hijos, pero
cultivemos nosotras su corazon: arrojemos el
germen del bien en sus tiernos pechos, y él pro-
ducirá hermosas flores que embellezcan nuestra
existencia y que fecunden con su poderosa sá-
via el suelo de nuestra patria.
Poco son, nada valen mis escritos, pero he
consagrado mi vida á sostener la idea religiosa
y moral, que es la única salvadora, duradera y
cierta, y seguiré trabajando siempre por ella.
Si á fuerza de desvelos y vigilias logra La
Madre de Familia ser una amiga útil y agra-
dable en el hogar, quedaran satisfechas las es-
peranzas de
Enriqueta Lozano de Vilchez.
LA PENDIENTE DEL ABISMO.
NOVELA ORIGINAL.
Solo á fuerza de trabajo, sacarás de la
tierra tu alimento diario, y comerás el pan
con el sudor de tu frente.
El Genesis.
Inquebrantable sentencia que Dios mismo es-
cribió sobre la frente del hombre, suave y nece-
sario yugo que le impuso su voluntad, ley eterna
en la cual están basados los elementos de la vida
y la dulce paz del espiritu; santo trabajo, yo te
bendigo y te admiro y te acepto, no como un cas-
tigo, sino como un bien, no como una carga, sino
como una ayuda; porque eres bueno, y útil y
agradable, y en la morada donde tú te asientas
no penetraran jamás ni la miseria, ni la deses-
peracion ni el hastio: tu alejas el vicio, tú purifi-
cas y avaloras los goces, en tí halla una corona
la ancianidad, y una esperanza la juventud,
tú, en fin, nos haces ver la existencia tal como
debe mirarla el alma, mostrándonos que la tier-
ra no es la mansion del reposo, y que el descan-
so inmutable está en el cielo.
Oh! si quereis saber los males que ocasiona el
rebelarse contra esta sublime ley impuesta por
Dios, si quereis saber los efectos perniciosos de
una vida pasada en la inaccion y el ocio, yo,
humilde obrera de la inteligencia, que solo an-
helo mostrar siempre y á todas horas, la santa
hermosura de la virtud y las funestas conse-
cuencias del vicio, os referiré una sencilla his-
toria que solo tiene de bello la verdad que en-
cierra, verdad que pudiera apoyar con su pala-
bra alguno de los personajes que tomaron par-
te en ella, puesto que aun vive, y el recuerdo
de aquellos hechos no se habrá borrado de su
corazon ni de su memoria.
Empezaré, pues, abriendo con el poder de la
palabra la puerta de una humilde y estrecha
boardilla, cuyos habitantes, preocupados con
sus ideas ó sus pesares, nos dejarán contem-
plarlos detenidamente.
El mueblaje era muy pobre pero limpio y bien
ordenado.
En la primera salita, iluminada por los refle-
jos de un pálido sol de otoño, y sentado en un an-
cho sillon, se hallaba un anciano, en cuya frente,
orlada de cabellos blancos se retrataban setenta
años de bondad, de virtud, y de dulce y santa
resignacion.
Dividia su pensamiento entre un libro colo-
cado en una mesa, al alcance de su mano, y una
mujer que, aunque mucho más jóven que él,
habia cruzado á su lado el camino de la vida,
apoyándose en su brazo, y prestándole á su vez
el apoyo de su ternura y de su amor.
Nada tan dulce y tan simpático, y tan conmo-
vedor como el rostro de aquella mujer de mira-
da suave y triste, á través de la cual se adivi-
naba una lágrima; nada tan noble y puro como
su frente, nada tan resignado y abatido como
su actitud.
En el momento en que fijamos por vez prime-
ra la vista en ellos el anciano, cuyo nombre era
Diego, volvia con mano incierta las hojas de
una “Imitacion de Cristo” recorriendo con mira-
da distraida las sublimes frases allí estampa-
das.
La mujer sentada á su lado, con el codo apo-
yado en el brazo del sillon y la frente medio
oculta en la mano, no separaba los ojos ni la
atencion de una puerta situada á su frente, y
cubierta con una blanca cortina, tras ella, ay!
se comprendía que estaba su alma.
Don Diego, fatigado quizá de leer, soltó el li-
bro sobre la mesa, y murmuró muy bajo diri-
giéndose á su compañera:
- Cuánto tiempo hace que duerme!
- Dejemosla, respondió ella con una voz que
se asemejaba á un suspiro; el sueño es el des-
canso! y sin embargo.....
- ¿Qué? preguntó con alguna inquietud Don
Diego.
- La escesiva debilidad produce á veces un
letargo que se asemeja al sueño, y es tan peli-
groso!
Una lágrima empañó los ojos de Don Diego.
Mercedes, impulsada por un temor indescrip-
tible se levantó y fué de puntillas á levantar un
extremo de la cortina.
Sus mismas palabras la habian alarmado!
Aquella cortina ocultaba una reducida alcoba,
en cuyo frente habia colocado un lecho pobre,
mal abrigado... pero blanco y limpio como la
conciencia de la pobre jóven que descansaba
en él.
Era jóven... he dicho mal, casi una niña...
una niña consumida por una de esas terribles en-
fermedades que á los quince años puede produ-
cir la miseria, el esceso del trabajo, la falta de
aire, de alegría, de espacio.
Una niña de frente blanca y serena, de ojos
azules como el cielo, de cabellos rubios y blon-
dos!
Su cabeza apoyada en la almohada, y un poco
inclinada hacia atrás, tenia una inmovilidad que
recordaba sin querer la muerte, sus ojos un po-
co entreabiertos, y con la fijeza del sopor que la
embargaba, producian una impresion dolorosa,
mientras que una de sus manos estendida sobre
el lecho, causaba una pena cruel, pues denotaba
el enflaquecimiento de aquel bello ángel infor-
tunado.
Mercedes permaneció algunos instantes inmó-
vil y con la mirada fija en ella, hasta que aque-
lla mirada se nubló con un mar de lágrimas.
La madre ni aun enjugarlas quiso, tal vez por
no nacer un ligero ruido. Despues... dejó caer
lentamente la cortina y fué á colocarse junto á
su esposo en el mismo sitio que ocupaba antes,
murmurando con triste voz:
- Pobre Luisa mia!
Hubo algunos momentos de silencio.
Al cabo de ellos la infeliz madre miró tímida-
mente á su esposo y dijo con un acento en que
se mezclaban la duda y el temor.
- Si pudiésemos llamar á un médico! si pu-
diésemos al menos darle algun alimento mejor...
hoy al despertar ha dicho.....ha dicho que se
encontraba animada, que tenia hambre!
Don Diego sintió una especie de escalofrio en
el corazon.
- Tal vez mañana, murmuró con acento tembloroso
por la emocion, tal vez mañana tendremos
medios... tendremos algunos recursos. Ya sabes
que estamos esperando á.....
- Si; ya se que esperas al dueño del depósito
secreto que guardas hace diez años. Seis mil
duros en billetes de banco. Oh si ese dinero
fuese nuestro, Luisa podria salvarse, ó mejor di-
cho, no hubiera enfermado!
- Dios ha querido que sea asi, cumplamos su
voluntad! pero esa carta que recibimos hace
ocho dias nos ofrece alguna esperanza. En ella
nos anuncia que despues de buscarnos inútil-
mente en nuestra aldea el señor de L... supo
nuestra estancia aquí, y ha emprendido el ca-
mino de Madrid, donde ya estará sin duda, y nos
anunciaba su visita para esta noche á la ora-
cion.
- Así lo dice.....
- Y así será: ¿quien sabe? quizá él quiera dar-
nos... sobre todo si le hablamos de nuestra hija,
si le decimos que está enferma hace muchos
dias, que se nos muere y que si la viese un mé-
dico podria salvarse, podriamos conservar ese
ángel, nuestra única ventura en este mundo,
porque su hermano.....
- Julio no es tan culpable como tu supones,
se apresuró Mercedes á exclamar; se ha corre-
gido mucho, sigue sus estudios, y cuando ter-
mine su carrera será nuestro apoyo, no lo du-
des.
La infeliz madre no creia en lo que estaba di-
ciendo.
Sabia que su hijo era uno de esos jóvenes pa-
ra quien todo trabajo, toda sujecion es una car-
ga violenta, que tienen el ócio por hábito y la
inaccion por costumbre, y ay! nadie ignora
que, por desgracia, en pos de la ociosidad vienen
los vicios.
Así era en efecto en aquella casa, y Julio
que vivia entregado á toda clase de desórdenes,
Julio en quien se habia gastado todo el haber
de su honrada familia, Julio, que de derroche en
derroche, les habia conducido á la miseria, pa-
saba los dias y las noches sin pisar los umbra-
les de la casa en que su tierna hermana se mo-
ria, y su infeliz padre vejetaba sujeto en un si-
llon por una lenta parálisis, sin recursos... á ve-
ces hasta sin lumbre y sin pan!
Y sin embargo, aquel anciano tenia en su po-
der ciento veinte mil reales en buenos billetes
de banco! pero Don Diego era tan honrado que
preferia ver morir á su hija sin auxilios y sin re-
cursos á gastar una sola moneda de aquel dine-
ro que no le pertenecia, y que habia sido con-
fiado á su lealtad.
Un suspiro, oyéndose dentro de la alcoba, hi-
zo levantar á Mercedes y exclamar á Don Diego.
- Luisa se ha despertado, oh! ayúdame, ayú-
dame, y me sentaré junto á ella un momento.
Mercedes dió el brazo á su esposo, y aunque
con gran trabajo le condujo junto al lecho de
la niña, que le recibió con una sonrisa tan dulce
como melancólica.
El padre se sentó junto á la hija, y ambos
cruzaron algunas palabras con las cuales mu-
tuamente querian engañarse, querian ocultarse
lo doloroso de su estado.
Mercedes entre tanto, habia salido de la ha-
bitacion, y fijaba en torno una mirada llena de
angustia. La infeliz madre no tenia una taza de
caldo que dar á su hija y acababa de ver en sus
ojos que le faltaba la vida.
Oh! ¿qué iba hacer? que recursos adoptar?
En aquella casa no quedaban ni ropas, ni ala-
jas, todo habia desaparecido ya!
Y era preciso hacer algo... era preciso buscar!
La infeliz Mercedes se oprimió la frente entre
sus manos pidiendo á Dios que le diese una idea!
De pronto se levantó: habia recordado que en
el último rincon de su armario conservaba un
rosario de plata, postrer recuerdo de su madre,
y del cual no se habia querido desprender!
- Es forzoso, dijo, dirigiéndose alli rápida-
mente; es forzoso darle á ella algun alimento...
traer luz... á la oracion, vendrá ese hombre,
ese hombre que es toda nuestra esperanza, y
habremos de recibirle, de... oh! vamos, vamos;
no vacilemos, ¿á qué guardar esa memoria aun
que haya sido de mi madre? por ventura, no es-
tá siempre su recuerdo en el fondo de mi co-
razon?
Mercedes penetró en una estancia contigua,
llegó á un armario colocado junto á la pared, le
abrió y buscó el objeto que anhelaba encontrar.
Al fin, su mano tropezó con la cajita que le
guardaba, la tomó y abrió su tapa, allí estaba
aquella pobre reliquia conservada tantos años
con tal cariño y veneracion.
Por un impulso del alma lo llevó á sus labios,
que tuvo largo rato apoyados allí! despues....
despues cubrió su cabeza con una mantilla, y
sin acordarse de cerrar el armario, salió de la
estancia, y bajó rápidamente la escalera, per-
diéndose á poco en las vueltas de una calle in-
mediata.
Algunos instantes despues que Mercedes sa-
liera de su pobre boardilla, un hombre jóven,
con el traje deslucido y casi roto, aunque con
pretensiones de elegancia, un enorme cigarro
en los labios, las manos ocultas en los bolsillos
del pantalon, y el sombrero sobre la frente y no-
tablemente inclinado hacia el lado derecho,
subia lentamente aquella misma escalera con la
frente ceñuda y el aspecto contrariado.
Aquel hombre era Julio.
Cuando llegó á la puerta de su casa, penetró
en ella sin fijarse apenas en que la habia en-
contrado abierta.
- Donde estarán? se preguntó así mismo
cuando estuvo en la salita de que hemos habla-
do antes, ¿Donde estarán? quizá en la alcoba de
mi hermana; mejor, con eso evito preguntas y
reconvenciones, entraré en mi cuarto, y así…
Julio atravesó la estancia sin hacer ruido, y
llegó al cuarto de donde su madre saliera poco
antes.
Arrojó el sombrero sobre una silla, y empezó
á dar algunos paseos por aquel pequeño espacio.
– Maldita suerte! exclamó al fin con acento
reconcentrado y bajo, maldita suerte! haber per-
dido cuanto tenia, cuando la fortuna empezaba
á sonreirme! cuando por un momento mas hu-
biera podido pagar á Felipe sus dos mil reales,
y haber seguido adelante! Y lo peor es que ne-
cesito buscar... buscar! ¿dónde? Oh! ¿porqué mi
padre no tendria mas fincas que vender? ¿porqué
se habrá acabado tan pronto todo? La vida es
una carga pesada cuando no se tiene dinero pa-
ra gozar de ella, y yo... yo agotaré todos los
medios, y luego... si no encuentro, es preferible
dejarla como se deja una carga pesada, á cru-
zarla agoviado por la escasez y el trabajo!
Julio calló un instante: las mas descabelladas
ideas cruzaban por aquella mente turbada por
el vicio y el desorden. En su ingratitud, él que
habia sido la ruina de sus padres, les acu-
saba de haberle hecho desgraciado, no adqui-
riendo un caudal para él, que solo podia ser fe-
liz teniendo oro, mucho oro.
Entre todos los pensamientos y los deseos en
que fluctuaba, sobresalia el de poder volver á
probar fortuna, pues el desventurado creia que
solo por aquel medio podria salir de su estado.
Enloquecido por aquel afan, empezó á pensar
en el modo de poder llevarlo á cabo.
De pronto, sus ojos se fijaron en el armario
abierto y se quedó inmóvil mirándole.
Impulsado por la fatalidad, por la desgracia,
por el mal, se acercó á él y dirigió una mirada
al fondo.
¿Qué buscaba allí? él mismo no lo sabia!
Una cartera encarnada llamó su atencion y
atrajo su mano, que la abrió rápidamente sin
sospechar ay lo que iba á encontrar en ella;
porque Julio ignoraba que su padre tenia un
depósito de seis mil duros hacia diez años.
Aquel secreto solo lo sabian Mercedes y don
Diego!
Describir el asombro, la alegría, la lucha que
se pintó en el rostro de Julio, nos seria de todo
punto imposible.
El ángel de la guarda debió cubrirse los ojos
con espanto al ver la sonrisa que, despues de un
momento de indecision, vagó entre sus pálidos y
contraidos lábios.
Miró en torno con recelo, ocultó la cartera en
uno de sus bolsillos y salió de allí sin sentar ape-
nas el pié en el suelo, y olvidandonse de tomar
el sombrero que arrojara con violencia al entrar.
Al cruzar el dintel de la puerta se detuvo un
momento irresoluto; su corazon latiendo con
violencia parecia retenerle allí!
– Bah! se dijo á sí mismo, dominando aquel
sentimiento, bah! no son tan pobres como pare-
cen cuando guardan aun esta suma, quién sabe,
si tendrán más! de todas maneras esto es mio
tambien, y acaso con ello podré crear una fortu-
na en algunas horas de suerte y darles otra vez
este dinero que tan oculto me tenian!
Una vez terminado ese racionicio, Julio ganó
el espacio sin pensar en detenerse mas.
Era ya anochecido: la tarde habia declinado y
la escalera estaba oscura.
Julio en el último descanso tropezó con una
mujer que subia llena de anhelo.
Aquella mujer era su madre.
Pero él siguió deprisa y sin pararse ni un se-
gundo.
Mercedes se detubo, parecia que el ruido de
aquellos pasos tenia un eco en su corazon.
Volvió la cara, y distinguió entre las sombras
un hombre: pero notó que iba con la cabeza
descubierta y esto la desorientó.
Sin embargo, quiso cerciorarse y alzando la
voz:
– Julio, Julio, hijo mio; repitó por dos veces
sin obtener contestacion.
Ay! el no la oia ó no la quiso escuchar.
Ella continuó su camino.
El llegó á la calle y al notar que iba sin som-
brero.
– Que imprudencia! dijo, pero en fin, com-
praré uno en la primera tienda que me encuen-
tre, esto es preferible á volver á mi casa, en
cuanto á lo demás, mi madre nada dirá... oh!, sí,
buen cuidado tendrá de callar.
Y rápido como el pensamiento, se perdió en
la revuelta confusion de las calles de la po-
blacion.
Mercedes entre tanto, penetró de nuevo en su
morada.
Todo estaba en silencio y sumido en esa pe-
numbra que divide la noche del dia.
Luisa y su padre no la habian sentido salir sin
duda, ni se apercibieron de su vuelta.
La infeliz mujer traia en sus manos una vela
y algunas malas provisiones.
Era todo cuanto habia podido adquirir.
Al penetrar en la habitacion en que habia es-
tado Julio, tropezó con un objeto y estuvo próxi-
ma á caer.
– Su sombrero! exclamó: entonces él ha estado
aquí, pero ¿porqué no respondió á mi voz? ¿por
qué salia tan acelerado?
Por una casualidad, Mercedes fijó su vista en
el armario y le encontró de par en par.
Su corazon latió, sin saber por qué! algo ex-
traño pasó por su mente que la obligó á temblar
sin adivinar aun lo que tenia.
Guiada por un instinto del alma, creyendo
escuchar no sé que palabras misteriosas que
quemaban sus oidos y hacian estallas sus sie-
nes, se dirigió al armario, extendió sus manos
y buscó con anhelo en él.
Nada halló! Nada halló de lo que buscaba!
Se quedó inmóvil un momento, se oprimió el
pecho con las manos y murmuró sonriendo y
temblando al par.
– Que locura! á qué me ajitaré de este modo?
si eso no es.... si no puede ser!
Mas! Oh! que a pesar de que la infeliz queria
darse aliento, queria engañarse á sí propia, una
voz interior le gritaba que su desgracia era se-
gura!
Aquel depósito tan respetado, aquel dinero
conservado intacto entre la enfermedad y la mi-
seria y el hambre y el frio de una hija adorada,
aquella suma que iban á reclamar á su honrado
esposo dentro de algunos instantes, no estaba
allí! les habia sido robada, y el ladron era su
hijo!
Oh! no se mueve, no se pierde la razon de do-
lor y de agonía, cuando Mercedes no murió ó no
se volvió loca en aquel instante.
Pálida, desencajada, sintiendo que su corazon
se hacia pedazos, queriendo llorar y sin poder
exhalar un gemido, cerrando los ojos por no mi-
rar lo porvenir, pasó algunos instantes Dios sa-
be cuantos! Luchando entre la desesperación
y la demencia y la muerte!
De pronto, y en medio del silencio y la oscu-
ridad que la rodeaba, oyó á lo lejos, lento, sonoro,
magestuoso y argentino el sonido de una cam-
pana, al que respondieron otras ciento.
Era el toque de la oracion!
El ángel del Señor, anunciaba por medio
de aquellas lenguas de metal, que estaba de ro-
dillas en medio de los espacios ó inclinado sobre
los mundos, para recoger nuestras plegarias y
conducirlas al cielo.
Mercedes se extremeció.
Era la hora marcada en que debia presentarse
en su casa el Señor de L.... pero era tambien la ho-
ra de la súplica y la oracion.
Cayó de rodillas; el llanto contenido en su al-
ma hasta entonces, brotó de sus ojos en ancho
raudal, y extendiendo con fé las trémulas manos.
- Señor! exclamó recordando las humildes fra-
de la inmaculada Virgen de Nazaret; Señor, hé
aquí á tu esclava! cúmplase en mí tu divina pa-
labra!
(Continuará.)
Enriqueta Lozano de Vilchez.
INSPIRACION.
¿Qué siniestro rumor desconocido
de los hijos del Cid y Recaredo,
llega á espirar de España en el oido,
y hace temblar en sus heladas tumbas
al potente y Católico Fernando,
que al árabe feroz impuso miedo,
y á la grande Isabel, noble matrona,
gloria y orgullo del cristiano bando?
¿qué huracan destructor furioso agita
con imputa y espanto
el estandarte de la cruz bendita,
brillante enseña que se alzó gloriosa
ya sobre el ancho golfo de Lepanto
ya en las sangrientas Navas de Tolosa.
¿Quién los cimientos de la fé sagrada,
donde el pueblo español funda su gloria,
pretende estremecer con mano osada,
é intenta en su locura
sumergirla en el caos
de la duda el horror y la amargura?
Oh! ya lo sé, ponzoña destructora
que en el hermoso suelo de mi patria
vierte funesto su veneno ahora;
que el mal doquier derrama,
por que el infierno la abortó en su ira;
que proteje la impúdica mentira
y que ateismo é impiedad se llama.
Mas no! la luz de la verdad divina
muestra su lumbre en el azul del cielo;
el confin español pura ilumina,
y de sus nobles hijos
enciende mas el religioso celo.
Vedlo, sí, de sus ínclitos varones
en las manos, glorioso el estandarte
de la verdad ondea;
doquier levantan su robusto acento,
que en esta lucha infausta,
se combate la idea con la idea;
no es el arma la espada,
este, si, el generoso pensamiento
defendiendo animoso
su creencia purísima y sagrada.
Esto, sí, el corazon, que la existencia,
doquiera mira, de su Dios comprende;
comprende su infinita omnipotencia
y su santa clemencia
que al bien del hombre sin cesar atiende.
Eslo, sí, el corazon, que en cada gota
del agua que murmura,
en cada dulce y solitaria nota
que entona el ruiseñor en la espesura,
en cada grano de menuda arena,
en cada flor preciosa
de brillante frezcura
y de matices y de perfumes llena;
en cada estrella que su luz ostenta
pura en el infinito,
en cuanto el mundo cuenta
y á su anhelante vista se presenta
el nombre de su Dios contempla escrito.
El nombre de su Dios...! Venid, ateos,
y arrancad ese signo soberano
escrito con la sangro de sus padres
en el alma ferviente del cristiano.
Venid, venid, los que de Dios dudais,
y si por un instante
legarnos nuestras dudas anhelais,
formad á nuestra vista
con el solo poder de vuestro acento
el mas pequeño objeto que mirais,
y entre desden é indeferencia tanta,
va hollando con desprecio vuestra planta,
mientras al Dios que le formó insultais.
Dad á esas aves que los aires hienden
la dulce voz con que el espacio llenan;
dadles las firmes y lijeras alas
que las sostiene en la extension vacía;
dadle su luz al dia,
dadle, dadle á los campos fruto y galas;
sujetad un momento
con vuestra torpe mano,
cuando os azota el rostro con su empuje
al huracan violento:
detened esa lluvia destrenzada
que el prado fertiliza,
o dejad, cuando cruza el ancho espacio,
el rayo abrasador hecho ceniza.
Venid, venid ateos,
y si es tal vuestro inmenso poderío
que hasta los mas sagrado os atreveis,
yo os probaré lo poco que valeis
cuando con una flor, con un insecto
á imitar á mi Dios os desafio.
A imitar á mi Dios! oh! de rodillas,
necios reptiles que insultais su nombre,
y del error funesto las semillas
sembrar quisisteis en lo mas sagrado
del corazon del hombre.
De rodillas, impios; y si acaso
de la España Católica por mengua
sonase vuestra voz en sus dominios,
empezad lo primero
purificando vuestra torpe lengua.
Venid, y si aun dudais, si por acaso
vuestra terrible ceguedad es tanta
que mi débil acento despreciais,
yo verteré mi llanto por vosotros
ante las aras de la Virgen Santa;
y ella en la noche oscura
de vuestro error funesto,
derramará benigna,
mares de luz con su mirada pura,
Yo nada soy, lo sé; mas no me aterra
el contemplarme un átomo perdido
en la faz de la tierra
que por órden de Dios habita el hombre;
y siguiendo el impulso que me inspira,
en alabanza de su santo nombre,
hoy le ofrece mi alma
los pobres ecos de mi pobre lira.
Enriqueta Lozano de Vilchez.
SECCION DOCTRINAL.
LA PUREZA.
- La pureza, hijos mios, es un destello de la mirada
de la santa Virgen María; es un suspiro de su hermoso
lábio, es un latido do su castisimo corazon. Yo quiero
hablaros de ella, yo quiero contaros sus excelencias,
para inclinaros á que la ameis siempre, y adorneis con
sus flores inmaculadas vuestras frentes y vuestras al-
mas.
Así decia la Marquesa de la Fé, sentada en un anti-
guo sillon, como ana reina en su trono y rodeada de una
córte, no de palaciegos aduladores, si no de aquella que
debe cercar siempre á la mujer, mirandola como sobe-
rana y reinando en las voluntades y en los corazones
de sus hijos, de su familia, de sus servidores.
Sus nietos la escuchaban con atento cariño, y sus
criados y sus colonos, atraidos por la dulzura de su palabra
y por su inalterable bondad, tambien estaban
á su lado, acudiendo presurosos aquella tarde como to-
das, para escuchar los sencillos y cristianos consejos
de la noble y virtuosa anciana.
- ¿Con que vas á hablarnos de la pureza, abuelita?
preguntó Julieta, que con la inocencia de sus diez años
la viveza de su genio y su rostro de ángel, estaba au-
torizada para interrumpir á la Marquesa mas que nin-
guno de los que allí escuchaban, ¿con que vas á hablar-
nos de la pureza? yo crei....
- Qué? dijo la anciana viendo su indecision.
- Mira, mi buena mamá, yo se muy bien todos los man-
damientos y toda la doctrina y en ninguno he leido, ni
se que diga ≪serás puro≫ por eso, como tu nos has ofre-
cido explicarnos el catecismo, pensé que te habias ol-
vidado de tu promesa, y que....
- No, hija mia; pero hay un pecado, cuyo nombre
solo mancha los labios que lo pronuncian y el oido que
lo escucha; pecado que repugna hasta á el mismo Luz-
bel, que puede vanagloriarse de no haberle cometido,
a pesar de que no hay culpa que no tenga su origen
en él.
- Como! ¿qué dices, abuela? preguntó Adolfo, que co-
mo era mayor que su hermana Julieta, podia apreciar
mejor las palabras de la anciana. ¿Qué dices? que Luzbel
puede vanagloriarse de no estar manchado con esa
clase de culpa.
- Si, eso he dicho, y eso es lo cierto.
- Esplícamelo, porque á la verdad no comprendo co-
mo pueda ser, ni de que culpa estará exento aquel
que las reune en si todas.
- El ángel rebelde, hijo mio, el que fué arrojado del
cielo por su soberbia, y que es desde entonces enemigo
de Dios, era un espíritu, puro en un principio, caido
despues, pero espíritu solo siempre; y como el pecado
de la impureza asienta su trono en nuestra materia, de
aqui resulta Adolfo mio, que el hombre es mas misera-
ble y mas corrompido y mas abyecto que el mismo Luz-
bel cuando quebranta el sexto do los mandamientos de
la ley suprema de Dios. Ya ves, hijo mio, que tengo
razon.
- Oh! tu siempre la tienes, abuelita, pero continua
hablando, ya que te has propuesto enseñarnos.
- Es tan espinoso el asunto de que hoy se trata! es
tan delicada y tan fragil la flor de la pureza que brilla
en el alma de un niño, que temo ajarla yo misma, o
robarle su perfumo si la toco por un momento.
- Entonces, murmuró Julieta un tanto impaciente,
entonces dinos otra cosa cualquiera.
- Es que no puedo tampoco dejar de explicaros sus
excelencias. En fin para salir del apuro voy á contaros
la historia de dos flores, que tambien las flores tienen
historia, y tambien en ella se puede aprender.
- Ay! que bien! habla, habla que ya te escuchamos,
dijeron los niños con afan.
- Oid, pues, y poned atencion á lo que os digo. Vi-
vian en un hermoso valle dos flores hermanos, osten-
tando cada una perfumes y colores á cual mas bellos.
Las dos bañaban su planta en el mismo arroyo, toma-
ban vida del mismo sol, y recibian los besos de las mis-
mas auras.
Dios, que ama las flores, y que las halla hermosas,
quiso ceñir con ellas la frente de las Virgenes, y ador-
nar las palmas de los Mártires, y mandó á algunos de
sus ángeles para que recorriesen el valle y trasporta-
sen al cielo las que hallasen mejores y mas dignas de
aquel favor.
- Sigue, abuelita, sigue, que quiero saber lo que hi-
cieron los celestiales enviados.
- Los ángeles recorrieron el valle y detuvieron su
vuelo ante las dos flores hermanas.
- Llevemos estas, murmuró uno de ellos, disponiendo-
se á tocarlas con su divina mano.
- Esperemos, dijo el otro, que Dios bendiga nuestra
eleccion. Y ajitando las blancas alas, volvieron al cielo
para llevar noticias de su mensaje.
Las flores temblaban de alegria y esperaban la vuel-
ta de los espíritus eternales. Mas ay! que una de ellas,
movida por un sentimiento de orgullo, al verse objeto
de tal favor, se creyó mas galana y mas preciada que
sus hermanas y estendió su verde ramaje y se inclinó
para contemplar su hermosura, reflejada por las aguas
que corrian á su pié. Y tan embebecida estaba en la
contemplacion de sus encantos, y tanto se engrió con
ellos, que no advirtió que el arroyo se habia tornado
turbio y cenagoso, engrosando su curso entre los ma-
nantiales de la vida. Y la bella flor quiso verse de mas
cerca aun, y abatió mas sus ramas, y se inclinó tanto,
que el agua enlodada salpicó sus blancas hojas, dejando
una mancha en ellas.
- Ah! es de veras? y que hizo entonces?
- Intentó en su afan quitar aquella gota de negro
cieno, y volver á su caliz lo inmaculada de su color;
pero ay! que cuantos mas esfuerzos hacia, mas se des-
lustraban sus blancos pétalos, y mas se estendia la os-
cura sombra que los manchaba. Y al fin... al fin como
una flor es tan frágil y delicada, sus hojas cayeron una
á una en aquella lucha incesante; quedando tan solo
el tronco y las ramas.
Cuando los ángeles bajaron de nuevo por aquellas,
dos flores hermanas, encontraron tan solo á la una,
pues el orgullo y la vanidad y el amor propio habian
sido causado que la otra manchase la pureza de sus
galas, y ya no podia entrar en el cielo.
- Qué lástima! pero su compañera....?
- Su compañera era una hermosísima azucena que
modesta y sencilla plegaba pudorosamente su cáliz pa-
ra conservar siempre su casta blancura, y por eso Dios
la hizo emblema de la pureza y la inocencia y la ofre-
ció á la Virgen sagrada llamándola con amor imagen
suya. Los ángeles la llevaron al cielo y allí crece y
florece allí, sirviendo constantemente para formar las
coronas que el Señor ciñe á las sienes de las vírgenes
que se desposan en la tierra con Él. Por eso, hijos mios,
las azucenas lebantan rectamente su tronco de la tier-
ra, y miran siempre al cielo, porque de alli reciben su
esencia.
- Oh! desde hoy, preferiré entre todas las flores á la
azucena, y llevaré muchas á los altares de la Virgen,
puesto que deben agradarla mas, dijo Julieta; pero no
nos has dicho el nombro de la otra, ay! ni que fué de
ella, abuelita.
- La otra, hija mia, no volvió nunca á florecer, por
que Dios no quiere que haya flores manchadas; pero
sus ramas se inclinan siempre á la tierra, porque aver-
gonzadas, no se atreven á mirar al cielo: sus hojas cal-
das, son lágrimas con que llora su perdida pureza; se
llama el sáuce, y crece siempre junto á los sepulcros,
y es doquiera el emblema de la muerte, porque muer-
te del alma, es la perdida de la inocencia.
- Oh! ahora que recuerdo, he visto á la puerta del
los cementerios unos árboles grandes, á quien las gen-
tes llamaban llorones, ¿son esos los sáuces, abuelita?
- Si, hija mia: ahora no tienen nunca flores, por la
causa que te he dicho: pero antes producian unas muy
hermosas y blancas y perfumadas.
- Y las perdió para siempre?
- Si, para siempre, la pureza una vez perdida jamás
se vuelve á recobrar, y es tanto lo que Dios la estima
que en el cielo solo entra el espíritu, el alma libre de la
materia, porque no puede llegar hasta allí nada que ha
estado espuesto á mancharse con la impureza. Ella va-
le mas que todos los tesoros, que todas las hermosuras,
y es la mejor corona que Dios puso sobre la frente de
su madre.
Maria, la gloria de los santos, la Emperatriz de los
serafines, hubiera podido ser pura aun sin ser madre de
Dios, ni reina del cielo, pero no hubiera podido ser
reina del cielo ni madre de Dios, si no hubiera sido pu-
ra y limpia y sin mancha. Aprended á imitarla, hijos
mios, teniendo presente que con una mirada con una
palabra, con un pensamiento, se aja y se deshace para
siempre esa azucena inmaculada que la mano de los
ángeles sembró en el cielo y colocó al nacer en el alma
del hombre.
(Continuará.)
Enriqueta Lozano de Vilchez.
EL AMOR DE UNA MADRE.
Cuando con odio profundo
el hombre á Jesús mataba,
aún, Satanás, aun dudaba
si se salvaría el mundo.
Mas cuando lleno de amor,
nos dió por Madre á María,
toda su esperanza huia,
y en un rapto de dolor
Dijo, al infierno al volver
lleno de envidia y pesar:
que hijo se ha de condenar
con Madre de tal poder!
T. Rodriguez de la Torre. [margen inferior: Granada: - Imprenta de La Madre de Familia.]
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