CODEMA19-MADFAM-1875679-2
CODEMA19-MADFAM-1875679-2
Resumen | Número 1 (año 3) de la revista semanal "Madre de familia" |
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Archivo | Hemeroteca Municipal de Madrid |
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Typology | Otros |
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Fecha | 08/01/1877 |
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Lugar | Granada |
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Provincia | Granada |
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País | España |
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MADRE DE FAMILIA
REVISTA SEMANAL
De esta revista se publican 48 números
actuales.
Su precio, 2 reales al mes en toda
España, franco de porte.
SUMARIO
El deber de la mujer, por Doña Enriqueta Lozano de
Vilchez. – El talisman de una niña, novela, por
idem. – Imitacion de Bagner, poesía, por idem. – Cal-
vario y redencion, cartas de dos hermanos, por
idem. – Variedades: El árbol milagroso, por idem.
EL DEBER DE UNA MUJER.
Mientras algunas plumas harto bien cor-
tadas; mientras que alguna voz demasiado
autorizada quizá, se ocupan hoy en discutir
si es mayor ó menor la inteligencia de la
mujer; si su instrucción debe reducirse ó
ensanchar sus límites; si ha nacido para
ser esclava; si Dios la formó para ser seño-
ra; si su influencia produce el bien; si su
ascendiente ocasiona el mal, nosotros, sin
perder el tiempo en vanas polémicas ni en
inútiles digresiones, nos limitaremos solo á
recordarla su mision, á demostrarla su deber,
á señalarla el sitio que el cielo le ha marca-
do al colocarla como madre y como esposa
a lado del hombre que, deprímala ó no, le
debe la vida, le debe las horas de dicha
AÑO 3.º - NÚMERO 1.º
DIRECTORA,
ENRIQUETA LOZANO DE VILCHEZ.
8 de Enero de 1877.
más puras, le debe, en fin, el estímulo para
todas sus más grandes empresas, y la ins-
piración para las más bellas de sus obras.
Inútil y necio seria negar que una mujer
frívola, egoísta, orgullosa y estúpida, pue-
de causar la desgracia y la ruina del hogar
que debía embellecer, y que como esas flores
de vistosa hermosura, pero de nociva in-
fluencia, envenenan y matan las almas que,
atraidas por su apariencia, aspiran un día
su emponzoñado aroma.
Pero esas flores son por fortuna muy ra-
ras, y se marchitan en un dia, como son
raros los seres que se les asemejan, y que tam-
bien pierden su prestigio en un breve espa-
cio de tiempo.
Yo no creo, yo no quiero creer que exis-
ta esa clase de mujeres; yo no las concibo
sin llevar en el alma un mundo de amor,
de dulzura, de caridad y de indulgencia,
como no concibo el dia sin sol, el altar sin
flores, la primavera sin perfumes.
Por eso no hablo con ellas, y me dirijo
solo á las buenas esposas, á las buenas hi-
jas y á las buenas madres sobre todo.
PUNTOS DE SUSCRICION.
En su redaccion y adminis-
tracion, calle del Darro del
Campillo, número 15.
Y no penseis que al señalarles el camino
del deber, voy á mostrárselo sembrado de
flores, cubierto de luz; no: la vida es un
camino penoso en que abundan más las es-
pinas que las rosas, y las dichas y las espe-
ranzas que encierra son imperfectas, son
perecederas, están casi siempre mezcladas
con llanto.
Por eso no son de este mundo las re-
compensas y los premios que debe esperar
la que abraza confiada su cruz y marcha
rectamente por la senda del deber. Si esos
premios, si esas recompensas las aguardara
aquí en la tierra, bien pronto desmayaría
su valor y decaeria su espíritu, porque muy
á menudo quedan ignorados y desconocidos
los sacrificios y las virtudes de la mujer que
vive retirada en el fondo de su hogar, re-
cibiendo mil veces una decepcion amarga
en pago de su abnegacion.
Por eso las aspiraciones de su alma de-
ben ser más altas, más elevadas; deben al-
zarse hasta Dios, luz que no se estingue,
palma que no se abate, nítida blancura que
jamás se mancha.
Por eso las coronas que ambicione deben
estar formadas con otras flores más inma-
culadas, más inmarchitas; con las flores del
cielo, que nunca pierden su fragancia; del
cielo, que es la patria de las almas solo, y
la mujer, toda corazón, toda espíritu, debe
esperar su ventura en él.
¿Quereis saber el camino que conduce
allí? Yo os lo voy á decir.
Es una senda muy estrecha, muy recta,
muy invariable; esa senda se llama la del
deber. Toda mujer puede seguirla sin vaci-
lar, llevando su vista fija en la altura y sin
retroceder un punto, aunque sienta heri-
dos sus pies por los abrojos y las zarzas.
Toda mujer puede marchar por ella alum-
brada por la luz de la fe, inspirada por la
llama de la caridad, sostenida por el áncora
de la santa esperanza. Toda mujer puede
cruzarla ya vea escrita á su entrada la pa-
labra de hija, ya la de esposa, ya la de
madre. En todas hay virtudes que practi-
car, consuelos que derramar, obligaciones
que cumplir! obligaciones distintas, pero
imprescindibles y sagradas siempre.
Las de la hija, en armonía con la niñez
y la juventud, son sencillas y fáciles; se
reducen á mirar en sus padres la imágen
de Dios, y como á Dios obedecerlos y hon-
rarlos, escuchando sus preceptos y deján-
dose guiar por su experiencia y por su
amor. Su vida se asemeja al arroyo claro y
trasparente que corre tranquilo por un va-
lle cercado de flores, besando humilde la
mano que le encauza.
Una buena hija es la corona que el cielo
coloca sobre los blancos cabellos de la an-
cianidad; es el rayo de sol que alumbra los
días postreros de una existencia que se apa-
ga; es la tímida violeta que crece al borde
de una tumba, perfumándola con su aro-
ma; es la pura y trasparente gota do rocío
que tiembla sobre la hoja de la rama seca,
prestándola la última frescura y la postrera
belleza; oh! nada hay que pueda comparar-
se á ella, como ninguna ternura excede á
la suya.
Dios mismo ha enaltecido el cariño y la
virtud filial, ofreciéndoles premio en este
mundo y en el otro.
Con la pureza y el amor y el respeto, se
puede formar una hija modelo, porque nada
más necesita para serlo.
Los deberes de la esposa y de la madre
son más árduos y más penosos.
Para cumplirlos es preciso más perseve-
rancia y más esfuerzo, porque no se redu-
cen, como algunas suponen, á guardar fiel-
mente la honra del marido y á no manchar
el nombre que les diera. No; la que quiere
llenarlos cumplidamente, ha de unir la pru-
dencia á la dulzura, la sumision á la bon-
dad; ha de aprender á olvidar mucho y á
perdonar mucho tambien! ha de estudiar
los gustos y las inclinaciones del compañe-
ro de su vida, animándole en el bien y se-
parándole suavemente del mal, para no ha-
cerse solidaria de él.
Ha de aconsejarle siempre, pero despo-
jando el consejo de toda apariencia de autori-
dad.
El hombre, orgulloso por naturaleza,
celoso de su imperio y de su fuerza, recha-
za con arrogancia la mirada ó la palabra
que cree encaminada á dominarle, pero ce-
de á veces á la súplica ó la advertencia he-
cha de un modo sencillo, humilde, someti-
do siempre á su voluntad.
La amarga reconvencion, el agrio repro-
che jamás han de asomar á los lábios de la
mujer, porque rara vez el hombre los escu-
chará con calma, ni corregirá los defectos
arrojados á su rostro de un modo severo ó
violento.
La laboriosidad, el órden, la economía,
deben ser los compañeros eternos de la bue-
na esposa, y no ha de arrojar nunca al
viento de la vanidad ni de la locura huma-
na el producto del asiduo trabajo y el sudor
de la frente de su esposo; debe ser la lám-
para que alumbre el santuario del hogar; la
inmoble roca á cuyo pié se estrellan las lu-
chas y las pasiones de la vida, el iris her-
moso que brille sobre la nube en medio de
la tormenta.
La cadena que sujeta á la mujer al yugo
del matrimonio es pesada, es inquebranta-
ble, su deber consiste, pues, en hacerla
más ligera y suave, en tornarla en lazo de
galanas flores que sujete, pero que no tor-
ture su alma.
Yo, cuyo afan en este momento no es
halagar á la mujer, sino mostrarla la ver-
dad desnuda, la diré, por último, que su
lema ha de ser siempre la virtud y el amor
y la prudencia y la resignacion, en todos
los momentos, en todas las horas, en todas
las circunstancias de la vida. Ay de aque-
lla que quiera contrastar la fuerza con la
fuerza, la violencia con la violencia! ¡Ay
de aquella, sobre todo, que aparte un mo-
mento su planta de la senda de su deber! Su
hogar se tornará en valle desierto, sin luz,
sin sol, sin alegría; la antorcha del hime-
neo se trocará en tea de discordia, el esposo
en tirano, el cariño en odio, y las sonrisas
y las alegrías, en duelo eterno y en eternas
lágrimas!
Feliz en cambio, feliz la que cumple su san-
ta y bendita mision, que si no halagan su
corazon las vanas dichas de la tierra, en
cambio llenarán su alma las venturas ine-
fables del cielo.
Y ¿qué mayor felicidad que la que pro-
duce la paz de una conciencia tranquila?
Qué mayor bien que el de aquella que
alzando sus ojos á la altura, y sintiendo caer
sobre su frente la suprema mirada de Dios,
puede decir entre su ferviente plegaria:
Señor, mi alma no se ha manchado con
el impuro lodo del mundo, mi conciencia
tranquila es como un libro abierto en el
que todos pueden leer, sin tener que bor-
rar una sola página. He cumplido fielmen-
te la misión que os dignásteis confiarme, y
mi espíritu sereno, vuelve á vos, que sois
el centro y la aspiracion perpétua del alma,
á buscar el premio y las delicias sin fin,
que ofrecéis á los que cumplen vuestros
preceptos, y á los que siguen vuestros pasos
por el calvario de la vida!»
Enriqueta Lozano de Vilchez.
EL TALISMAN DE UNA NIÑA.
I.
Muchas veces, en el trascurso do nuestra vi-
da, vemos que las causas más pequeñas produ-
cen grandes efectos ó sucesos que ni por un
momento hubiéramos podido imaginar.
Dios se vale tambien do medios incomprensi-
bles para premiarnos la buena accion que prac-
ticamos en su Nombre ó el dolor primero que
consolamos por amor suyo, y la trasparente lá-
grima que enjugamos hoy, puede convertirse
mañana en clara gota de rocío que vivifique
nuestra alma como vivificaria el blanco cáliz
de una pobre flor.
Una prueba de esta verdad es la sencilla nar-
racion que voy á trascribir, conmovida aún por
los recuerdos que despierta en mi memoria.
No hace muchos meses, y en una mañana
crudísima de invierno, dos mujeres vestidas de
negro enteramente, atravesaban uno de los
barrios más retirados de Madrid y se detenian
ante una casa de pobre apariencia.
Aquellas dos mujeres, jóven y bellísima la
una, anciana y enferma la otra, tenian un aire
de distincion y elegancia tales, que no basta-
ban á ocultarlo la casi pobreza de sus trajes y
la expresion tímida y encogida de sus ade-
manes.
Como hemos dicho ya, se habian parado y
miraban con afan la casa designada con el nú-
mero 3.
Al fin cesaron en su exámen, y atravesaron
el dintel de la puerta, dirigiéndose á una mu-
jer que las salió al encuentro desde el fondo del portal.
- Creo que es aquí donde se alquila una
buhardilla, murmuró la jóven con una voz tan
dulce y tan triste, que hizo que la portera se
detuviera un instante antes de contestar.
- Sí, efectivamente; el número 2.
- Podria Vsted permitirnos verla?
- Á Vstedes? preguntó con asombro aquella
mujer, es tan pequeña!
- No importa, respondió la jóven tratando
de contener una lágrima que temblaba en sus
pestañas.
- No importa, repitió la anciana con un
acento que el frio hacia trémulo.
La portera descolgó una llave de la pared, y
la entregó á las dos desconocidas, que se diri-
gieron á la escalera, mientras ella decia al
verlas subir:
- Qué lástima que tengan que mudarse aquí
estas señoras!
Y efectivamente, no se engañaba al califi-
carlas así, porque aquellas dos mujeres, tan
desgraciadas al parecer, eran la hija y la es-
posa del brigadier M..... á quien los vaivenes
políticos, tan frecuentes en nuestros dias, aca-
baban de arrebatar, no solo la vida y la fortu-
na, sino tambien la honra, pues habia muerto
fusilado por traidor á su bandera.
La viuda y la huérfana habian caido, pues,
desde la cumbre de la fortuna al abismo de la
miseria, y desamparadas, solas, transidas de
dolor, llegaban á aquella pobre casa, buscan-
do un asilo más pobre aún, donde llorar al me-
nos ó morir en paz.
La habitacion era mezquina, ruinosa, mala,
pero costaba muy poco y fué aceptada sin va-
cilar.
Aquella misma tarde, madre é hija se insta-
laron en ella, llevando consigo su escaso mo-
biliario, pues todo cuanto poseian de valor ha-
bia sido vendido ya.
Ana, hija única, criada con excesivo mimo,
habia recibido una educacion brillante..... la
educacion que se da á una señorita destinada
á lucir en sociedad, y nada más.
Las rudas faenas domésticas eran entera-
mente desconocidas para ella, y sin embargo,
como su madre estaba enferma, como no tenian
recursos, como estaban solas, tuvo que dedi-
carse á ellas, y aquellas manos blancas y tras-
parentes como el nácar, se amorataron y se
destrozaron mil veces á fuerza de trabajo.
En el oscuro corredor en que estaba situada
su buhardilla, existian otras dos más: el nú-
mero 1 y el número 3.
La primera no tenia inquilino: la segunda
estaba ocupada por un matrimonio muy pobre
con una niña de seis años.
Nada más puro ni más angelicalmente bello
que el semblante de aquella criatura; nada
más inteligente ni más hermoso que los mag-
níficos ojos que inundaban de luz su pequeño
rostro; nada más suave que su voz; nada más
dulce que su tierna sonrisa.
Y sin embargo, aquella niña, dotada por
Dios de tanta belleza, estaba siempre sucia y
casi desnuda, sus padres la golpeaban y la
trataban con desden, porque sus padres eran
dos miserables, y la pobre Victoria era una
azucena criada entre abrojos, era una perla
arrojada entre el cieno.
Su padre pasaba las noches en la taberna,
y volvia muy tarde beodo, ó no volvia.
Su madre...... ¿qué podríamos decir de una
madre que no amaba á su hija, que la dejaba
abandonada, que no tenia para ella calor en
su hogar, abrigo en su regazo?
Victoria, pues, pasaba sus dias en medio de
la calle, y muchas de sus noches sentada á la
puerta de su morada, aguardando, dormida,
el regreso de sus padres.
Cuando Ana vino á habitar la buhardilla
contigua á la de estos, fijó sus ojos en la niña,
á quien vió en el corredor, y no pudo menos
de admirarse de tanta belleza; pero su alma
estaba abrumada de pesar, y no la dirigió si-
quiera una frase.
Dos noches despues y muy tarde ya, la se-
ñora de Mendoza y su hija oyeron unos sollo-
zos angustiados en la entrada de su habita-
cion.
- ¿Has oido, Ana? preguntó la enferma so-
bresaltada.
- Sí, madre mia, respondió la jóven, pare-
cen los gemidos de un niño que llora.
Pasaron dos ó tres segundos y algunos so-
llozos más desgarradores se escucharon entre
el silencio de la noche.
La jóven se levantó y corrió á la puerta,
abriéndola con rapidez.
Victoria, acurrucada en un rincon, lloraba
con desconsuelo sin igual, pero de un modo
apagado.
Ana se acercó á ella, paso la mano en sus
blondos rizos y le preguntó con dulce voz:
- ¿Qué tienes, niña?
La infeliz no podia contestar.
Su frente de ángel estaba yerta: sus piés
descalzos y húmedos frios como el mármol;
sus manecitas cruzadas sobre el seno, hincha-
das, torpes y temblorosas.
- ¿Qué tienes? la volvió Ana á preguntar.
- Frio! dijo la niña con débil acento; mucho
frio!
En efecto, el aire que silbaba en aquel es-
trecho corredor, helaba los huesos, y la nieve
que descendia con abundancia de los cielos,
penetraba alguna vez por las abiertas venta-
nas, y venia, impulsada por el viento, á caer
silenciosa á los piés de Victoria.
Ana se extremeció de pesar; sintió que sus
ojos se llenaban de lágrimas, y temiendo que
aquella niña amaneciese muerta si la dejaba
allí, la tomó en sus brazos y entró con ella en
su habitacion.
- ¿Qué es eso, hija mia? murmuró la señora
de Mendoza viéndola aparecer.
- Una pobre criatura medio helada, á quien
voy á calentar y á prestar abrigo, respondió
Ana cerrando la puerta y colocando á Victoria
en el lecho de la enferma.
La niña no lloraba, miraba á su protectora
con sus grandes y hermosísimos ojos negros,
y en su mirada se leia la inmensa gratitud de
su inocente alma.
Ana la dió á beber algunas gotas de vino,
se quitó su propio pañuelo y la envolvió en él,
y estrechándola contra su seno la decia mil
veces con acento de compasion y cariño:
- Estás así mejor, hija mia? no tienes frio ya?
Poco á poco el calor fue tornando á animar
el rostro de Victoria; sus labios, que se aseme-
jaban á las hojas de una violeta, tomaron las
suaves tintas de la rosa; sus manos dejaron de
temblar, sus dedos adquirieron movimiento, y
la palabra brotó en su boca suave y tranquila
como su cándido pensamiento.
- Estás ya mejor? la volvió Ana á pregun-
tar.
- Oh! si! respondió la niña; si, y yo no qui-
siera que esta noche se acabara nunca!
- Por qué?
- Porque no quisiera separarme de tí, de tí.
que me tienes en tus brazos, que me besas y
me llamas hija mia!
Ana la acarició de nuevo, la cubrió más y
más con su cuerpo, y la dió más calor con su
aliento.
Ana era un ángel: habia sufrido mucho y se
compadecia de los dolores ajenos, porque la
santa llama de la caridad ardia en su noble
corazon.
Victoria, al suave calor de sus caricias se
quedó dormida en sus brazos.
La jóven, algunos instantes despues, la co-
locó en su propia cama y se acostó tambien á
su lado.
Cuando la primera luz del dia penetraba por
las mal unidas tablas de las ventanas dormían
las dos aún.
Solo la anciana habia pasado la noche en un
angustioso insomnio, el dolor y la enfermedad
no le permitian reposar!
II.
Pasaron algunos dias.
Victoria, que llegaba todas las mañanas á
saludar á sus bienhechoras, dejo de venir un
dia, y Ana vió que la buhardilla en que vivia
la niña permanecia cerrada.
La jóven no sabia por qué, ni tuvo á quién
preguntar.
La señora de Mendoza se agravó terrible-
mente. La pobreza y la escasez eran cada vez
mayores en aquella triste casa, y la enferme-
dad y la miseria consumian con igual rapidez
aquella desdichada existencia.
El modesto traje de la anciana, la humilde
cama de la jóven, todo, todo habia desapare-
cido ya!
Y nadie las tendia una mano, nadie las
prestaba ayuda! ni aun vecinos tenian siquiera
que acudiesen en su socorro!
El médico se habia despedido y que podia
mandar allí, donde no habia recursos siquiera
para comprar pan!
Hay miserias muy dificiles de socorrer; hay
infortunios imposibles de remediar!
El de aquellas infelices era uno de ellos.
Al mendigo que pide limosna de puerta en
puerta se le alarga una moneda ó se le dan las
sobras de nuestra mesa y queda remediado.
Pero al que no pide; al que se muere de ham-
bre en el rincon de su frio hogar; al que no
alza su acento para implorar la caridad, por-
que la vergüenza anuda la voz en su gargan-
ta; al que no tiende su mano, porque su ma-
no se retrae, atada por un sentimiento de
vergüenza tambien. Oh! ese, ese perecerá en si-
lencio sin que nadie se arriesgue á levantar
una punta del velo que cubre su miseria por
no ofenderla, por no abochornarle, por no he-
rir su dignidad.
Los ricos, sus iguales ayer, se apartan de su
lado por descaro; los pobres, sus iguales hoy,
se apartan tambien por respeto: todos le dejan
pasar cargado con el terrible peso de su cruz,
sin que haya un Simon Cirineo que se atreva
á ofrecerle su ayuda!
La señora de Mendoza se moria, y ni ella ni
su hija pedian ni recibian la taza de caldo ó la
moneda que tan necesaria les era.
Un dia la enferma se quedó sin voz y sin
vista; hacia doce horas que no habia tomado
alimento alguno.
Creyó que su existencia se extinguia, y su-
plicó á su hija que trajera un sacerdote.
Habia vivido como mártir y queria morir
como cristiana.
La jóven, medio loca de dolor, salió á la ca-
lle y penetró en la iglesia más cercana.
La casa de Dios siempre está abierta para
los desgraciados, y sus ministros prontos á
acudir al llamamiento del dolor.
Un anciano sacerdote se ofreció á complacer
á la jóven, y esta salió de allí, despues de
indicarle las señas de su morada.
Rápida como el pensamiento volvia junto á
su pobre madre, cuando un hombre la cerró el
paso, llamándola por su nombre.
La jóven se detuvo y le miró con extravío,
sin conocerle en un principio: Despues... des-
pues recordó su nombre: era un antiguo cono-
cido de su familia, cuya conducta, un tanto
equívoca, le habia cerrado las puertas de mu-
chas casas honradas.
Preguntó á la jóven por su madre, se infor-
mó de su situacion... casi oyó de los labios de
Ana que perecia de miseria... Entonces acercó
su boca al oido de aquella hija desolada, y
murmuró algunas palabras que apenas ella
pudo entender.
Muy infames debian de ser, pues la jóven
sintió que la indignacion encendia su rostro, y
echó á correr deshecha en lágrimas hácia su
casa.
Casi al par que ella llegó el ministro del Se-
ñor, para escuchar la confesion postrera de la
pobre enferma, que tambien solicitó recibir en
su seno al Dios iufinito de la misericordia y
del amor.
Aquella mujer llamaba en aquel momento
á la puerta de la muerte, y su postrer deseo
debia cumplirse.
Dios, en forma de Hostia consagrada, no
podia negar su presencia á aquella alma que
habia rescatado con su sangre, y que anhelaba
llegar á Él.
Pobremente, sin más pompa que el llanto,
sin más galas que el amor, sin más acompa-
ñamiento que el infortunio, sin más altar pre-
parado que aquel corazon, lleno de fe, llegó el
Supremo Dios á la humilde buhardilla.
Ana, anonadada por la desgracia, transida por
el dolor, muerta de pena, en fin, se hallaba de
rodillas, sola y desamparada al pié del lecho de
su madre.
Y tan absorta estaba en su duelo, tan abis-
mada se hallaba en su amarga aflixion, que
no vió la triste ceremonia, ni supo cuando el
sacerdote se marchó, despues de terminada
esta, ni notó que todos salieron y que nadie
quedó ya en la habitacion con ella y su madre.
Mil y mil ideas rodaban por su pálida frente;
mil y mil ideas que solo Dios y su ángel cus-
todio podian penetrar; pero entre las cuales
bullia á veces un pensamiento temible, por-
que el ángel la miraba con pena, y temblaba
por su inocencia.
De pronto la puerta entornada se abrió sua-
vemente, y unos pasos ligeros se oyeron en la
habitacion; un rayo de sol que penetraba por
la alta ventana iluminó un rostro de serafin, y
resbaló sobre los dorados, rizos de una cabeza
infantil.
Una niña, asustada por el silencio que reina-
ba en torno, entró de puntillas en la habita-
cion.
Aquella niña era Victoria.
Su inteligente mirada abarcó en un según-
do toda la estancia, y viendo á Ana arrodilla-
da y llorando, se acercó á ella, y poniéndola
una de sus manecitas sobre el hombro,
- Por qué lloras? la dijo con queda y suave
voz.
Ana alzó sus ojos, los fijó en la niña con ex-
presion trastornada y sombría, y nada la con-
testó!
- Por qué lloras? volvió á decir Victoria, sin-
tiendo sus ojos anegados en llanto tambien.
La inocente niña no comprendia la desgracia
que amagaba á la joven; pero su hermoso co-
razon tomaba parte en sus penas sin darse
cuenta de ello en su inocencia.
-Escucha, dijo al fin; vengo á traerte un
regalo, vengo á hacerte feliz
- Feliz! murmuró Ana repitiendo esta pala-
bra como un eco.
- Oh! sí, escucha, yo no estoy con mis pa-
dres; á ellos se los llevaron unos hombres una
noche, no sé dónde!
Al decir estas palabras, la voz de la niña era
triste y doliente como una queja.
- A mí, continuó, á mí me condujeron tam-
bien á una casa muy grande, donde hay mu-
chas niñas. Dicen que aquella casa es el hos-
picio, y que allí recojen á los pobres desampara-
dos.
Ana, á su pesar, prestó atencion á las pala-
bras de la pobre criatura, y se interesó en su
relato.
- Y entonces, ¿cómo estás aquí, cómo has
venido?
- Porque ayer, una señora muy buena que
se llama la hermana María, me llevó á una sa-
la grande donde habia muchas niñas más, y
me dió un talisman que yo he venido á traerte.
- Qué quieres decir? qué significa esa pala-
bra?
- La hermana María la pronunció, y yo la
aprendí de memoria. ≪Toma, hija mia, me dijo,
con esto la mujer puede ser feliz y librarse de
caer en el abismo. Este es un talisman que
conjura la miseria y combate el vicio, atrayen-
do el bienestar y sosteniendo la honradez.≫ Yo
la escuchaba con afan y pensaba en tí, en tí á
quien amo tanto desde la noche en que me abri-
gaste y me diste calor con tus besos! y hoy
me he escapado y venido á traerte mi talisman
para que no llores ni seas desgraciada. Toma!
Y al decir esto, Victoria sacó de su pecho un
objeto muy pequenño y lo presentó dulcemente
á Ana.
Aquel objeto era una aguja!
La tierna niña, con su inocente regalo, la
recordaba que el trabajo era el áncora de sal-
vacion de los séres sin fortuna, y que una mu-
jer laboriosa, aunque sea pobre, puede vivir y
ser honrada. Aquella niña con su pequeña da-
diva abria sus ojos á la luz de la verdad, y le
mostraba el camino que debia seguir.
- Oh! exclamó tomando la aguja de las ma-
nos de Victoria. Sí, tienes razon, tienes razon;
yo trabajaré y salvaré á mi madre sin admitir
los socorros de un miserable. ¿Por qué no ha-
bré pensado antes en ello, y mi suerte no seria
tan cruel. Dios mio, Dios mio! completad la
obra, y ya que me habeis señalado el camino
de la salvacion, ayudadme, ayudadme para
poder emprenderlo! Pídeselo tú tambien, hija
mia. pídeselo tú, que acaso me has salva-
do de caer en un abismo.
La niña instintivamente cayó de rodillas y
mezcló su inocente ruego al ruego angustioso
de Ana.
Dios las escuchó sin duda!
En aquel instante el sacerdote que habia es-
cuchado la confesion de la moribunda, apare-
ció de nuevo en la habitacion. Antes habia
traido el consuelo para el alma, ahora traia el
remedio para aquella miseria.
Entregó á Ana algunas monedas de oro y la
ofreció no abandonarla hasta que le hubiese
proporcionado algunos medios de subsistir;
aquello no era una limosna; aquello era un
socorro ofrecido en nombre de Dios.
La jóven pensó solo en su madre, y acudió
á ella primeramente
La enfermedad principal de la señora de
Mendoza era el hambre, la falta de alimento.
Aquel dia se reanimó algun tanto, y al si-
guiente se mejoró mucho más aún.
Las súplicas de su hija, y la eficacia de un
buen cuido, apartaron bien pronto de su frente
la mano do la muerte que la señalaba, ya con
su dedo!
La esperanza tambien empezó á sonreirla,
porque el sacerdote cumplió su palabra, y no
cesó en sus dones hasta que Ana halló traba-
jo suficiente para atender á sus necesidades.
La jóven no quiso separarse de Victoria.
Aquella niña habia sido su ángel custodio,
y estaba sola en el mundo, porque sus padres
iban á pagar en una prision de muchos años
un crimen vergonzoso.
Oh! Dios premió aquella buena obra de Ana,
devolviendo enteramente la salud á su madre,
y proporcionando á la jóven un tranquilo bien-
estar.
Cuando al cabo de algunos meses, la pobre
buhardilla de Ana se trasformó, merced á su
trabajo, en una linda habitacion sencillamente
amueblada, pero alegre y cómoda y risueña;
cuando la señora de Mendoza triste, pero re-
signada, tuvo un modesto bienestar, debido á
los desveles de su hija; cuando esta, sentada
todas las noches en su caliente y perfumado
hogar con Victoria al lado, se entregaba algu-
nas horas al descanso, bendiciendo á Dios que
no la habia abandonado; mostraba á la niña su
pequeña aguja, y la decia besando su purísima
frente:
- Este ha sido el talisman que ha cam-
biado mi suerte. Tu inocente regalo ha sido mi
áncora de salvacion. Oh! yo te la devolveré
un dia, cuando ya seas mujer, y será en tus
manos la prueba de que el trabajo y la labo-
riosidad son la santa corona de la mujer hon-
rada, y de que esta no podrá envilecerse ni ca-
recer de lo necesario, sabiendo manejar en sus
dedos una humilde aguja.
Enriqueta Lozano de Vilchez.
IMITACION DE BECQUER.
Volverá la purísima azucena
su nevado capullo á desplegar,
y de nuevo las áuras, en su cáliz,
perfumes beberán.
Volverán del rosal las secas ramas
sávia y botones y hojas á ostentar:
y otra vez en sus tallos tembladores
las rosas se abrirán.
Volverán del arroyo trasparente
á romperse los lazos de cristal,
y entre azules violetas, murmurando
de nuevo cerrará.
Volverá la risueña primavera
luz y aromas y encanto á derramar;
mas, ay! la primavera de mi alma,
esa no volverá!
Enriqueta Lozano de Vilchez.
CALVARIO Y REDENCION.
CARTA DE DOS HERMANOS.
María de Osorio á su hermano Fabian.
Ayer llegué á Madrid, dulce hermano mio,
y hoy tomo la pluma para comunicarte todas
las impresiones de mi corazon.
Durante las horas de mi viaje, la imágen de
nuestra doliente madre y la de la pobre Elia no
se han separado de mi memoria: tambien he
pensado mucho en tí, Fabian mio; en tí, que,
hijo primogénito de un título ayer, vas hoy á
ocupar el puesto humilde de secretario de un
rico banquero, para no ver morir de hambre á
la triste marquesa de Alba Luz y su hija me-
nor, nuestra bella Elia.
Oh, hermano mio, cuántas penas te esperan
quizá en esa nueva vida que hoy empiezas!
vida de trabajo y de sacrificio, en la cual qui-
siera ayudarte con mis consejos y mi amor.
Pero ya que no estoy á tu lado, te escribiré todos
los dias y te daré valor, hablándote de
contínuo de nuestra madre, tan amorosa, tan
santa y tan desgraciada, y te recordaré la me-
moria de nuestro padre, que te mira sin duda
y que te bendice desde el cielo. ¿Mas á que te
digo esto si sé que tú no los olvidas? ¿A qué
busco en mi alma frases para sostener tu fe, si
la fe tuya excede á la mia, y si encontrarás
fuerza en tu alma con la sola idea del cumpli-
miento de tu deber?
No, no te repetiré cuanto de grande y noble
ha habido en tu resolucion; te recordaré solo
las dulces recompensas que encontrarás por
ella!
Por de pronto, la situacion de nuestra madre
mejorará notablemente; no carecerá de medi-
cinas, ni de abrigo, ni de alimento: tus qui-
nientos reales de sueldo, unidos á los dos-
cientos que gano yo, formarán una suma men-
sual de setecientos, con los cuales esa noble
anciana y esa tierna niña podrán vivir, si no
de un modo conforme á su clase, á lo menos
sin miseria y sin faltas.
Oh! qué felices serán ellas en nuestra linda
casita de recreo, único albergue que hoy nos
resta! en aquel pequeño espacio cercado de
flores, último nido de nuestra felicidad pa-
sada.
Me parece estarlas viendo á las dos, la una
apoyada en el brazo de la otra, seguidas de
nuestro fiel Tom, que correrá buscándote por
el camino, ir á esperar al cartero que les lleva
noticias de sus dos hijos más queridos; y lue-
go... leer llorando nuestras cartas y mandar-
nos sus bendiciones entre los pliegues de las
auras!
Pero mi carta se hace larga, y aún no te he
dicho nada de mí, ni de la familia á cuyo seno
he venido á comer el pan de la servidumbre.
Perdóname esta palabra: es demasiado cruel,
pero ya no quiero borrarla.
Yo creo, sin embargo, que este pan no será
muy amargo para mí.
La condesa del Rosal, á cuya casa he llega-
do, es una señora anciana, muy anciana, á
quien debo acompañar diariamente, y á quien
debo prestar mis servicios, ya leyendo á su la-
do, ya ayudándola á vestir y á dar algunos
paseos por su gabinete ó por el jardin, ya ju-
gando una partida de ecarté, pero sin separar-
me nunca de su lado!
La primera vez que me ha visto, me ha he-
cho algunas preguntas relativas á mi instruc-
cion y á las obligaciones que tengo en su ca-
sa, con un tono un poco duro y aun aire algo
altanero. A pesar de esto, yo la disculpo. Aca-
so la contraría recibir de una extraña estos
cuidados, teniendo una hija que pudiera pres-
társelos, y esta será quizá la causa de su ca-
rácter acre y violento.
En efecto, tiene una hija, una hija muy her-
mosa, tan hermosa, que no he visto nada que
se la asemeje. La condesa Amelia, que así se
la llama, vive con su madre á pesar de estar
casada y tener una hija, niña casi, y tan en-
cantadora como ella.
Pero como Dios no nos ha traido á este mun-
do para gozar solo; como en los caminos más
sembrados de rosas hay tambien crueles espi-
nas, la condesa Amelia, rica, jóven, halagada
de todos y dotada de un ingenio y de una be-
lleza tan admirable, tiene la inmensa desgra-
cia de ver á su esposo ciego.
Ay! Fabian, cuánto daria porque conocieses
á este hombre!
Dios, al privarle del don más hermoso que
concede á sus criaturas, del don de la vista,
ha iluminado su alma con la brillante luz del
génio, y le ha dotado de las más altas cualida-
des que elevan y subliman al espíritu hu-
mano.
Nada más noble, más digno ni más superior
que el conde Horacio, que hace dos años vi-
ve envuelto en las tinieblas, y cuya sola pre-
sencia inspira respeto, simpatía y veneracion.
Y sin embargo... ¿Lo creerás? su desgracia,
lejos de haber aumentado el amor de su espo-
sa, parece que le ha enfriado, ó robado casi su
espansion. Parece que la ha separado algun
tanto de él, y que estos dos corazones han sen-
tido aflojarse el lazo que los ligaba, como si
el alma pudiera comunicarse solo con el alma
por medio de la luz de una mirada!
Oh! yo adivino más tinieblas en el corazon
del conde que en la noche que cubre sus ojos;
yo veo más sombras en su espíritu que en la
oscuridad que le rodea, y esto me hace sentir
por él un afecto muy parecido al que me inspi-
ras tú, y algo semejante al que experimentaba
por nuestro padre.
Anoche le ví por primera vez, y al contem-
plar aquel rostro pálido y severo, sentí un frio
extraño en el corazon.
Toda la familia estaba reunida en el gabine-
te de la anciana, con quien sus hijos vienen á
pasar algnnas veladas. Yo me hallaba allí tam-
bien, sentada detrás de ella, para ejecutar sus
mandatos; para amortiguar la luz de su lám-
para si la claridad ofende sus ojos; para alar-
garle el pañuelo que necesita, la copa de agua
que quiere acercar á sus labios... para servirla
en lo que me ordene: ocupando, en fin mi lu-
gar! Cuando entró la condesa Amelia, me le-
vanté y permanecí de pié, sin que se dignará
mirarme siquiera; detrás de ella venia Elvira,
su hija, dando la mano al conde Horacio. Al
ver aquella niña con sus blondos rizos, su sem-
blante hechicero y su blanco trago, guiando á
su padre ciego, sentí una especie de alucina-
cion, y por un impulso del alma, hubiera cai-
do de rodillas creyendo ver á un ángel custo-
dio guiando los pasos de un triste mortal.
La niña, con el aturdimiento de su edad,
tropezó con uno de los sillones, y estuvo á
punto de caer, arrastrando á su padre. Yo dí
un grito involuntario, y corrí á sostenerla:
aquel grito llamó la atencion del conde, que
preguntó quién estaba allí. Turbada y confu-
sa no sabia qué responder, y balbuceé algunas
palabras vagas y casi sin sentido, que el conde
escuchaba con grande atencion. Los ciegos
tienen que juzgar á las personas por el sonido
de la voz, y mi voz pareció impresionarle viva-
mente, lo que aumentaba más lo violento de
mi situacion. Por fortuna, la anciana vino en
mi ayuda, explicando mi presencia en aquel
sitio. Él entonces se volvió hácia mí y me sa-
ludó de un modo frio: sin duda la idea de que
yo era una persona asalariada, apagó la im-
presion favorable que le habia causado mi
acento.
En toda la noche volví á desplegar mis la-
bios, hasta que todos se retiraron y yo quedé
sola con la anciana.
La ayudé á recogerse, y despues la pregun-
té por su libro de oraciones para leerle las de
la noche.
- No tengo ninguno! me contestó con tono
breve.
- ¿Quiere Vsted, pues, que traiga el mio? la
dije tímidamente.
- No es menester; para qué? me respondió.
Usted estará cansada; vaya Vsted á acostarse y
hasta mañana.
Obedecí con pesar. Una anciana que no reza
es un ocaso sin claridad; un otoño sin frutas;
una rama seca sin hoja alguna.
Me retiré á mi pequeña estancia, que es un
cuartito alegre y modestamente amueblado,
cerca del dormitorio de la condesa.
Allí, sola ya y libre por algunas horas, de-
diqué mis pensamientos á tí y á nuestra ma-
dre, y pedí á Dios valor para el hermano, feli-
cidad para la pobre enferma, y resignación
para mí, triste desterrada del hogar, que su-
frirá mucho lejos de vosotros!
Oh! pero soy muy culpable en hablarte así,
entristeciéndote sin duda; perdóname, Fabian
mio. Yo te juro que me enmendaré. Yo te juro
que tendré valor, y que cuando estas ideas
acudan á mi mente, me refugiaré en el re-
cuerdo de que mi sacrificio es útil á nuestra
madre, y seré dichosa, muy dichosa con su
bien. Adios, mi dulce hermana; adios, y no
olvides darle pronto noticias tuyas á tu amo-
rosa hermana. - María.
Enriqueta Lozano de Vilchez.
VARIEDADES.
EL ÁRBOL MILAGROSO.
El ardiente sol del desierto derrama sus rayos de
fuego sobre la pálida y purísima fuente de una mujer,
gentil y hermosa como las palmaras de Idumea, y de
mirada casta y suave como el aroma de las violetas
que crecen en las anchas faldas del Carmelo, ó en las
floridas márgenes del Jordan.
En sus brazos se reclina un niño, más bello que la
primera sonrisa del día, y á su lado camina un an-
ciano venerable y lleno de majestad como los ergidos
y altos cedros del Libano.
Aquella mujer es María, que con su hijo, el Divino
Jesus, y con su santo esposo José, huye de Jerusalen
á Egipto, buscando en tierra extranjera el asilo y la
seguridad que en su patria no encuentra.
María camina fatigada.
Sus labios, rojos como la flor del granado, se entre-
abren para dar paso á su virginal aliento.
Pero sus labios están secos y su aliento entrecor-
tado.
La Virgen de Nazaret tiene sed, y en toda la exten-
sion que abarcan sus ojos, no distingue ni sombra
amiga ni cristalino manantial.
El niño se agita un momento y llora entre sus bra-
zos: acaso tambien le angustia el calor, acaso tam-
bien le aqueja la sed.
María dirige su mirada en torno, y solo contempla
inmensos mares de menuda arena, que agitados
por los vientos del Desierto, azotan su rostro y abra-
zan sus pies.
Su espíritu se apura, su corazon se extremece, pe-
ro en su alma no se extingue la sagrada fe.
Deposita á Jesus un instante en la tierra, formándole
almohada con su blanco velo, y cayendo de rodi-
llas, eleva hasta el cielo su casta oracion.
El niño sonrie en su lecho de arena.
Á la plegaria de su amante madre responde un la-
tido de su corazon.
Sus diminutas manos se agitan en el aire como dos
jazmines en sus flexibles ramas; sus desnudos piés,
lindos y pequeños como dos hojas de raso, se incli-
nan tambien y tocan el suelo.
Se concluirá.
Enriqueta Lozano de Vilchez. [margen inferior: GRANADA
Imprenta y Librería de F. Reyes y Hermano
Alta del Campillo, 24 y 25]
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