CODEMA19-MADFAM-1875679-1
CODEMA19-MADFAM-1875679-1
Resumen | Número 6 (año 2) de la revista semanal "Madre de familia" |
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Archivo | Hemeroteca Municipal de Madrid |
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Typology | Otros |
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Fecha | 1876 |
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Lugar | Granada |
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Provincia | Granada |
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País | España |
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MADRE DE FAMILIA
REVISTA SEMANAL
Se publican cuatro números
mensuales.
Su precio, 2 reales al mes en toda
España, franco de porte.
SUMARIO
Lágrimas de un ángel, por Doña María Galan y Godoy,
Una herencia de llanto, por Enriqueta Lozano
de Vichez. – La Mariposa, poesía, por Don Francisco
Jimenez Campaña. – Seccion para los niños: El res-
cate de un cautivo, por Doña Enriqueta Lozano de
Vilchez. – Variedades: Nuestra Señora de Guadalupe,
por Doña Angela Grassi.
LÁGRIMAS DE UN ÁNGEL.
El invierno habla espirado. Las altas cumbres
de las montañas empezaban a despojarse de sus
blancas vestiduras; las corrientes, libres de los
grillos con que el duro hielo las aprisionara, se
deslizaban fugaces y murmuradoras: los desnu-
dos campos tomaban á cubrirse con su verde al-
fombra; el ruiseñor daba al viento las notas de
su primer canto; las flores entreabrian sus aro-
mados pétalos al suave soplo de las auras, y la
naturaleza toda sonreia al contemplarse engala-
nada con sus mas ricos y fecundos dones. La pri-
mavera, mostrandose en todo el explendor de su
magnificencia, convidaba á la juventud con la
alegría, el ócio y los amores. Un corazon que se
aduerme tranquilo en brazos de la felicidad, ig-
nora que existen seres, a quienes tanta belleza
AÑO 2.º - NÚMERO 6.º
DIRECTORA,
ENRIQUETA LOZANO DE VILCHEZ.
Granada – 1876.
y armonia sirve solamente para hacer mas atroz
el martirio de la esclavitud con que el destino
los oprime.
Gabriel era uno de estos seres desheredados de
la fortuna. Hijo de un abogado de esclarecido ta-
lento, pero cuya temprana muerte habia desva-
necido sus esperanzas, y dejado á su familia ca-
si en la pobreza, se vió precisado, apenas se lo
permitió su tierna edad, a ganar su sustento y
el de su virtuosa madre, para lo cual desempe-
ñaba el modesto empleo de escribiente. Las pri-
vaciones y los desengaños que siempre suceden
á un descenso de la fortuna, hacian una fuerte
impresion en el alma del pobre jóven. Benigno el
cielo, da treguas a los sufrimientos de algunos
desgraciados; pero !ay! que a otros les hace apu-
rar la amarga copa del dolor hasta su última
gota.
Gabriel, a los veinte y tres años de edad,
cuando todo es grato y seductor, cuando todo se
muestra embellecido por la esperanza, no solo se
veia rodeado de trabajos, angustias y pesares,
sino que tambien era presa de una horrible do-
lencia, que iba talando rápidamente el árbol mar-
chito de su triste juventud: se hallaba en el úl-
timo grado de tisis.
PUNTOS DE SUSCRICION.
En su redaccion y adminis-
tracion, calle del Darro del
Campillo, número 45.
Hacia un mes que la gravedad de su mal no le
habia permitido continuar en su trabajo, y por
consiguiente, sus escasos recursos se iban ago-
tando, hasta el extremo de carecer a veces del
alimento necesario.
Su desgraciada madre le miraba perecer con
el alma desgarrada, pero nada podia hacer para
salvarle; ningun medio encontraba para arran-
car de las garras de la miseria y de la muerte á
aquel hijo, único objeto de su amor, único apo-
yo de su desfallecida existencia. Ningun auxilio
esperaba tampoco de nadie. Sumidos en un total
abandono, relegados al mas profundo olvido, no
solo no habia quien los socorriera, sino que ni
una palabra de consuelo les era concedida.
La sociedad, engreida con el falso oropel de
los honores; deslumbrada con el mentido brillo
del lujo y la riqueza: harta con la abundancia de
los festines; ensordecida con el rumor confuso
de la orgia y de la adulacion, corre desenfrena-
da en alas de sus pasiones, y ni un solo pensa-
miento dedica al desgraciado. No repara que el
hambre le hace inclinarse falto de vigor: no mi-
ra que una lágrima surca abrasadora por sus pá-
lidas mejillas: no advierte que su frente se mues-
tra oscurecida por una densa sombra de tris-
teza: no escucha que un hondo suspiro se escapa
de su pecho. !Ah! pero en medio de tanto aban-
dono, de tanto desamparo, aun le resta un con-
suelo al que padece: la religion. Á ella acogida
Doña Clara, era menos infeliz.
Una mañana muy temprano, mientras su hijo
reposaba, salió a una iglesia cercana, a la cual
solia ir cuando no la era necesario estar en su
asistencia. La iglesia estaba sola enteramente;
Doña Clara se arrodillo ante una hermosa imagen
de la Virgen de las Angustias.
La calma solemne de aquel lugar sagrado: la
soledad y el silencio profundo que en el reina-
zan y la tristeza de aquella figura que represen-
taba toda la intensidad del dolor de una madre,
se avenian con la soledad, el silencio y la triste-
za de su corazon. Luchando con mil encontrados
pensamientos, sentía a la par amargura y con-
suelo, desaliento y esperanza, despecho y resig-
nacion.
De repente, y tras una mirada llena de dolo-
osa expresion, lanzó un gemido que pareció lle-
varse tras sí el alma; dió suelta al comprimido
llanto y acaso iba á pronunciar alguna palabra,
pero un desmayo producido por el exceso del do-
lor, la ahog en sus labios y la hizo caer en tier-
ra sin sentido. Sola, desmayada, y sin haber na-
die que pudiese socorrerla, Doña Clara quizá no
habria vuelto á la vida si la Providencia, que ve-
la por nosotros, no hubiera corrido en su auxilio.
Una jóven hermosa como el sueño de la ino-
cencia, envuelta en un espeso velo, paso el atrio
del templo, y con ella una mujer al parecer su
aya. Ambas se dirigieron tambien hácia el altar
de la Virgen de las Angustias. La jóven fué la
primera en reparar en la anciana y la primera en
aproximarse á ella.
– Dios mio, esta mujer está muerta! Murmu-
ró; tiene las manos heladas y no se la siente
respirar. Pero tal vez no, añadió con viveza, tal
vez no sea mas que un trastorno: y al mismo
tiempo llevo su blanca mano al descarnado pe-
cho de la madre de Gabriel.
El semblante de la desconocida cambió de ex-
presion al percibir los latidos de aquel corazon
que ella creia inerte, y ayudada de su aya la co-
locó en otra postura, y la hizo aspirar un fras-
quillo de esencia que llevaba consigo. Trascur-
rieron algunos segundos, y al cabo, Doña Clara
respiró aunque con fatiga, abrio los ojos y al
verse reclinada en el seno de aquella hermosa
criatura, exclamo con acento debil y pausado,
pero nacido del alma:
- Madre mia de las Angustias! bendita seas
tú que en medio de mi desamparo has venido en
mi socorro, enviándome un ángel que salvando
mi vida, harto pesada ya á mis escasas fuerzas,
ha librado á mi hijo de una nueva amargura que
sin duda hubiera anticipado su cercana muerte.
Y dirigiendose a la joven que la contemplaba
con cariñoso respeto,
- Bendita sea Vsted tambien, que se ha compa-
decido de mi; digame Vsted su nombre para que mi
hijo lo bendiga.
- Eugenia, respondió la niña con voz dulce, y
despues continuó: Ahora digame Vsted su caso pa-
ra acompañarla a ella.
- !Oh! ¿va Vsted á venir conmigo? ¿va Vsted á venir
á la casa de una miserable mendiga? Vsted ignora,
hermosa, niña, que alli todo es llanto, pobreza y
abandono, y que si sus padres lo saben acaso la
riñan, pues tal es el desprocio que generalmente
inspira la miseria.
- Mis padres no pueden reñirme, contestó Eu-
genia tristemente, soy huerfana y por lo demás
¿qué importa? yo amo á los pobres, y el llanto
no me es extraño: vamos, pues. Y diciendo esto
se dispuso á levantar a la anciana, que en medio
de ella y de su aya salió del solitario templo, lle-
gando poco despues á la estrecha estancia don-
de Gabriel, medio incorporado en su leche, su-
fria con la resignacion de un martir la fatiga de
la traidora enfermedad que lo devoraba, produ-
cida por una causa mas triste y desgarradora
aun: por el hambre.
El sensible corazon de Eugenia se oprimió á la
vista de tanta desventura, y despues de haber-
les prestados sus consuelos, que era lo único que
podia hacer, se retiró pensativa de aquella pobre
morada, donde la muerte, batiendo sus negras
alas, iba á triunfar del infortunio.
Eugenia era sobrina de un rico propietario, ya
viejo y solteron, a cuyo lado vivia desde la edad
de ocho años, que quedó sin padres. Contaba á
la sazon diez y seis, y era tan hermosa y tan
buena como desgraciada. Su tio, el Señor de Moli-
na, no la miraba con todo el cariño de que era
digna. Preocupado solamente con los negocios,
que le prometian aumentar sus tesoros, jamás
pensó en adivinar un solo pensamiento de su so-
brina, y adusto y silencioso, si bien no la reñia
tampoco la prodigaba una caricia. Ella, sin em-
bargo, lo respetaba y hasta lo amaba, pues com-
prendia en primer lugar que era anciano, y la an-
cianidad es siempre respetable, y en segundo
que era su protector y le debía gratitud.
Acostumbrada á sufrir, tenia un alma tan
compasiva para la desgracia, que no olvidó un
momento durante el dia la que habia presencia-
do casa del pobre Gabriel. Mil planes, mil pen-
samientos que su caridad le dictaba, se agrupa-
ban a su mente, estrellándose despues en la im-
posibilidad en que se hallaba de realizarles.
- Oh! si yo pudiera, murmuraba, si yo pudiera
disponer, al menos de mis trajes, de mis adornos!
Al dia siguiente, despues de la misa que oia
por sus padres, volvió á su visita; el mismo cua-
dro aparecio ante sus ojos, y la misma emocion
experimentó al retirarse.
Por la tarde, cuando el sol hundió su último ra-
yo en Occidente, Eugenia bajo al jardin con su
libro de oraciones en la mano; y perdiendo-
se por entre una embovedada calle de naran-
jos, llegó á sentarse á la orilla de un pequeño
estanque. La tarde era deliciosa, el cielo son-
reia y el jardin se mostraba mas florido que nun-
ca; pero Eugenia estaba triste: su aire distraido
y la contraccion de su semblante lo revelaban.
Necesitaba descargar un peso que le abrumaba,
y como no tenia madre que la comprendiera bu-
scó la soledad. Queria satisfacer un vehemente
deseo de su corazon, y como no tenia padre que
pudiera complacerla apeló al llanto, único des-
ahogo, único consuelo en nuestro sexo.
- Nada puedo hacer, Dios mio. exclamó sus-
pirando, nada puedo hacer por ellos!
Eugenia inclinó la cabeza sobre el pecho, ago-
biada por el pesar que la dominaba, como la
blanca rosa inclina su perfumada corola, tem-
blando bajo el peso de las brillantes gotas de ro-
do que depositó en su seno la aurora.
Tambien la caridad hacia brotar del alma de
la jóven el rocio bendito de su purísimo llanto.
Llanto de compasion, lagrimas hermosas que un
sentimiento mas hermoso aun hacia correr de
sus ojos de cielo.
Eugenia lloraba el infortunio ageno; sentía
desgarrado su corazon por los dolores de aque-
llos seres desgraciados, á quien la compasion la
ligaba; sufria con aquella madre impotente ante
el mal de aquel hijo: sufria con aquel hijo que no
podia calmar los pesares de aquella madre.
Nada tan grande, tan puro, tan sobrehumano
como el tormento que oprime el alma por las des-
gracias que sufren otros. En él hay algo de di-
vino, pues alejándose del egoismo de la tierra,
sobreponiendose al mezquino yo que por desgra-
cia rige doquier las acciones del hombre, nos
acerca al cielo, nos acerca sin duda á Aquel que
por un sentimiento de caridad sublime y de su-
blime amor, dió como hombre su vida en una
Cruz, por redimir una ofensa que Él mismo ha-
bia recibido como Dios.
Por eso el llanto de compasion de aquella niña;
por eso las lágrimas de piedad de aquel ángel,
debian conseguir mucho de la clemencia divina.
La campana de la vecina iglesia sonó lenta y
pausadamente, dando el toque solemne de la
Oracion.
El ángel que espera de rodillas las plegarias
del hombre para llevarlas ante el trono de luz de
la Virgen Maria, se detuvo un momento, fijando
su brillante mirada en la afligida jóven, y des-
pues enjugó su lloro con las ligeras alas de los
céfiros de la tarde, alzándose en los espacios pa-
ra presentarlo, como un tesoro de precio infini-
to, en el tribunal supremo de Dios: y Dios bendi-
jo aquellas lágrimas, concediendo por ellas la
existencia de un hombre y la redencion de un
alma tambien!
En aquel instante el Señor de Molina, cansado de
los largos trabajos que le habian retenido todo
el dia en su despacho, sintió que su frente ardia,
y bajó al jardin á respirar un momento el aire
fresco de 1a tarde.
Su sitio de costumbre era un asiento que ha-
bia en uno de los extremos, y al cual se llegaba
por el mismo camino que habia seguido Eugenia.
El anciano adelantó por él, hallándose á poco
cerca del estanque, junto al cual su sobrina se
encontraba sentada.
La jóven al verle quiso alejarse, pero él la de-
tuvo al ver que lloraba, recogiendo al par el li-
bro de oraciones, que Eugenia al levantarse ha-
bia dejado caer.
- ¿Qué tienes? la preguntó el Señor de Molina,
con mas dulzura que de costumbre, al ver su
semblante entristecido.
- Nada; contestó con timidez la niña.
- Y entonces ¿por qué lloras? insistió él con
mayor empeño aun.
Eugenia guardó silencio.
El anciano miró fijamente á su sobrina y la
encontró mas bella en su dolor, que la habia vi-
sto siempre con su inocente alegría.
A pesar de su aparente dureza, aquel hombre
queria á la jóven con todo su corazon.
No tenia en la tierra mas amor, mas compaña,
mas consuelo que aquella niña, que le recordaba
de continuo á una hermana adorada, á una fa-
milia ya perdida.
Hasta aquel momento se habia contentado con
proporcionarle comodidades, bienestar material,
pero sin manifestarle, ni aun pararse á medir él
mismo, el grado de ternura que hácia ella encer-
raba en su corazon.
Pero al verla llorosa, al contemplarla afligida,
al pensar que podia ser desgraciada, se extreme-
cio profundamente, y sintió en su alma algo que
no podia definir.
¿Era el cariño que hacia oir su voz mas pode-
rosa en aquel instante? ¿era ese afan que se des-
pierta en el corazon al ver sufrir á la persona á
quien amamos? ¿era que el ángel de su guarda
reflejaba en su pecho un destello de la caridad
divina, que ardia en el pecho de la niña? ¿Era
que Dios, cediendo á los ruegos de Eugenia,
queria regenerar el corazon del anciano, hacien-
do que brotase en él en ancho raudal, la piedad,
la compasion, la generosidad y la abnegacion?
Oh, quién sabe! pero guiado por un impulso nue-
vo se acercó á ella, tomó su mano, y estrechán-
dola entre las suyas,
- Dime qué tienes, hija mia, la dijo; yo no
quiero verte sufrir.
- Oh!... yo no sé... contestó Eugenia turba-
da: pensaba en mis padres, pensaba que si vi-
vieran yo les haria una súplica y sin duda acce-
derian á ella.
- Y ¿por qué no me dices lo que deseas? ¿te ha-
ce falta algo? ¿echas de menos alguna cosa?
- ¿Yo? ay! no, nada; pero... ¿qué importa que
yo goce de lo superfluo, si hay otros seres que
se mueren por falta de lo necesario?
- ¿Y eso te aflige?
- Oh, si, si! pues que ¿no son los desgracia-
dos nuestros hermanos? ¿no tenemos un deber
impuesto por la caridad de socorrer al necesita-
do? ¿no provienen nuestros bienes de Dios, padre
igualmente de mendigos y ricos? ¿no ha dicho
Él en su divina ley, el que dá á los pobres á mi
me da, y no tendrá parte en mi reino el que no
fuere misericordioso?
Aquel lenguaje tan sencillo pero tan elocuen-
te en los labios virginales de una inocente niña,
hizo enmudecer al Señor de Molina, que se sintió
dominado de una emocion inexplicable por la
primera vez en su vida.
Distraido y sin pensar en lo que hacia, da-
ba vueltas en su mano al libro de oraciones que
habia dejado caer Eugenia, y al abrirle casual-
mente sus ojos se fijaron en una de sus páginas,
cuyas primeras palabras le extremecieron á su
pesar.
Era la parábola del rico avariento!
El anciano vió en todo aquello algo mas que
una casualidad, vió la mano de la Providencia,
y vencida su antigua avaricia, desecha la dure-
za de su corazon, exclamó en afan dirigiéndose
á su sobrina.
- Y bien ¿qué es lo que quieres? ¿á quién de-
seas socorrer? ¿es acaso una desgracia que ya no
tiene remedio?
- Oh! sí, lo tiene, y muy fácil; solo con un
pequeño sacrificio puede salvarse á dos perso-
nas que van á morir de hambre.
- ¿Y quiénes son?
- Yo las conozco, una señora anciana y un jó-
ven hijo suyo que está enfermo.
- Pues bien, no llores, esta misma noche ire-
mos á verlos.
Al escuchar Eugenia tan inesperadas palabras
no supo darse cuenta de aquel cambio tan repen-
tino, y alzando al cielo sus hermosos ojos, nue-
vamente humedecidos, no ya por las lágrimas
del pesar, sino por las lágrimas de la alegría y
de la esperanza, murmuró una plegaria en señal
de reconocimiento.
Aquella misma noche, como lo habia dicho el
Señor de Molina, fueron casa de Doña Clara, y madre
é hijo no carecieron de nada en adelante.
Gabriel era jóven y su principal enfermedad
consistia en la falta de cuido y medicamentos:
consistia en la falta de recursos. Además, Dios
no cede á medias á los ruegos de un ángel, y Eu-
genia le habia rogado que salvase á su nuevo
amigo.
El joven recobró la salud lentamente bajo el
suave influjo del bienestar, y protegido por los
dos mas dulces sentimientos que anidan en el
corazon de la mujer: el amor materno y el pri-
mer virginal amor.
El Señor de Molina, tratando frecuentemente á su
protegido, halló en él tanta inteligencia, tanta
honradez, tanta nobleza y tal deseo de servirle,
que no tuvo inconveniente en darle ocupacion
en su despacho y parte en sus negocios. Ga-
briel, á fuerza de actividad, á fuerza de traba-
jo, ganó la confianza del anciano y ganó tam-
bien su cariño, viviendo en breve madre é hi-
jo bajo su amparo y bajo su techo.
¿Qué mas podremos decir?
El amor y la gratitud unieron aquellos cora-
zones, que en breve formaron una sola familia y
la felicidad moró en aquella casa antes tan soli-
taria y tan sombría.
Eugenia era el rayo de luz que embellecia
aquella morada; era el serafin custodio de Ga-
briel, de su esposo, que cifraba en ella su ventu-
ra; era el hermoso sol que daba calor y alegría
a la existencia de Doña Clara, que la adoraba co-
mo á una santa.
En cuanto al Señor de Molina, desde el dia que
sn corazon se habia abierto al amor y á la
piedad por la influencia do aquella niña, veia
colmada su felicidad practicando la caridad y
viendo dichosa á su querida Eugenia.
Las lágrimas de aquella angelical criatura ha-
bian vivificado su corazon, seco antes por el so-
plo del egoismo, como el rocio de la aurora vi-
vifica el cáliz de las flores secas, marchitas por
el abrasador simoun del desierto.
Maria Galan y Godoy.
UNA HERENCIA DE LLANTO.
NOVELA ORIGINAL.
(Continuacion.)
Armando se alejó de aquel sitio con paso rá-
pido, y como el que huye de un inminente pe-
ligro.
La jóven se quedó inmóvil y muda mirándole
partir, y cuando ya le perdió de vista se dejó
caer en el banco exclamando entre amargos so-
llozos:
- Dios mio. Dios mio, cuán desgraciada soy!
Andrea, que la miraba con pena sin atreverse
á dirigirla una palabra, se acercó lentamente á
ella, se sentó á su lado, y no encontrando medio
de consolarla, lloró con ella á su vez.
La jóven agradeció aquella muda prueba de
afecto, y fijando los ojos en aquella niña tan leal
y tan sincera, la dijo entre sus lagrimas:
- Oh! Andrea, tú no puedes saber lo que su-
fro en este momento.
- ¿Y no habra ningun remedio? preguntó esta
con afan.
- Yo no lo sé! ya has oido que sus palabras
son oscuras como ese porvenir de que habla.
- Pero....
- ¿Quién puede penetrar esos secretos que él
oculta? esos secretos que daria la mitad de mi
vida por llegar á penetrar.
Andrea se quedó algunos instantes pensativa:
en su mente se agitaba una idea que no quiso
comunicar á su señora, pero que la preocupaba
en demasía.
Adriana, en medio de su afliccion y sin mas
confidente que aquella pobre criatura, murmuró
de nuevo;
- Solo Dios, solo Dios puede descifrar este
misterio.
- Pues bien, respondió Andrea, recurramos á
el, señorita; recurramos á él.
- Tienes razon! exclamó Adriana; en mi tur-
bacion me habia olvidado de que tengo una ma-
dre en el cielo, que no ha dejado nunca de velar
por mí.
Y sin detenerse un instante penetró en la ca-
pilla, y clavando sus ojos en la bella imágen de
la Virgen María,
- Madre mia, amparad este amor, el primero
que ha venido á llenar mi corazon, y que yo he
puesto á vuestro amparo!
En tanto que la jóven pedia al cielo por él, Ar-
mando habia caminado á la ventura por espacio
de una hora, siguiendo despues un largo sen-
dero flanqueado por añosos árboles, y que conducia
en un rápido declive al fondo de un valle inculto
y rodeado de jarales.
En la agitacion de su espíritu, aquel hombre
marchaba con un paso tan acelerado como su
pensamiento, y mas bien por un instinto, por
una costumbre acaso, se habia dirigido á aquel
lugar.
Á pesar de que en la noche anterior habia ase-
gurado a Don Diego que llegaba entonces á las
montañas de Aragon, aquel sendero solitario,
aquel valle triste y silencioso, debian serle har-
to conocidos, pues como hemos dicho, marchaba
distraido, con la cabeza caida sobre el pecho y
sin prestar atencion á cuanto le rodeaba.
Cuando llegó al centro del valle se dirigió á
una blanca cruz de piedra, que medio perdida
entre los matorrales, se alzaba sobre tres gra-
das de mármol blanco tambien, y á cuyo pié,
oculta por las espadañas y los tomillos, habia
una inscripcion, un nombre y una fecha.
Armando se descubrió respetuosamente, á pe-
sar de que el viento helado azotaba su frente, y
llegando junto á la cruz beso la última de sus
gradas y murmuró con apagada voz:
- Oh padre mio, padre mio!
Una plegaria acaso brotó de su alma, pues sus
labios se movieron imperceptiblemente por al-
gunos segundos.
Largo tiempo permaneció Armando en dolo-
rosa meditacion, ante aquel signo de redencion,
que bajo sus brazos extendidos cobijaba una se-
pultura.
- Oh! exclamó al cabo saliendo de su angus-
tiosa preocupacion; yo no pensaba visitarte hoy,
padre mio: caminaba á la ventura por calmar
con el cansancio del cuerpo la agitacion del es-
piritu: caminaba á la ventura y al fin he venido
aquí. No: esto no es un efecto de la casualidad:
la Providencia es la que me ha traido á este si-
tio, para que no olvide que duermes bajo esa lo-
sa, borrado de la lista de los vivos por la mano
de un asesino. De un asesino que goza de todas
las dulzuras de la felicidad y del hogar; que obtiene
las consideraciones del mundo, mientras
mi pobre madre murió de dolor, y yo vivo huér-
fano y sin familia! Esto clama venganza: yo he
jurado exterminar al autor de tantas desgracias;
yo he recibido, al volver á mi hogar despues de
doce años do ausencia, un legado de sangre, una
herencia de llanto, y cumplire mi deber casti-
gando al miserable que asi destruyó tu ventura
y la ventura y la paz de mi triste madre. Pobre
madre mia! tú, sin duda, me acusas de cobarde
y debil al ver que temo, que vacilo! pero tú no
sabias que entre el culpable y yo se habia de
colocar un ángel, y que tiemblo herir al crimi-
nal pues para haceido tengo que herir al par al
inocente; tengo que dejar sumida en el dolor y la
horfandad á una niña cándida y buena, á quien
la fatalidad me ha hecho conocer sin saber quién
era. y á quien amo ay de mi! á quien amo con
locura!
El jóven se detuvo: las palabras que acababa
de proferir le habian causado una emocion har-
to profunda.
Oh! aquel pobre corazon, desgarrado por el
infortunio, combatido por los tristes recuerdos de
su infancia, por su soledad, por su aislamiento,
habia dado cabida á un sueño de amor casto y
purísimo, y al despertar de aquel hermoso sueño
se habia hallado con la realidad, con un imposi-
ble con un abismo, pues entre él y la mujer que
amaba mediaba la sangre de su padre, asesina-
do por el padre de Adriana.
Armando; huerfano á la edad de doce años,
habia vivido lejos de su patria, lejos de su hog-
ar por mucho tiempo, y habia vuelto solo para
recibir el último suspiro de su madre, y escu-
char de sus labios la triste historia del pasado.
Desde entonces el jóven solo habia tenido un
deseo, un anhelo: la venganza; y por una fata-
lidad inconcebible, entre él y esa venganza se
halda interpuesto el sentimiento de su primer
amor.
La lucha no podia ser mas dolorosa, no podia
ser mas terrible.
Con el objeto de verter sangre por sangre, ha-
bia permanecido solo y con un nombre supuesto
en aquel suelo, donde se habia mecido su cuna,
y en el cual nadie le conocia ya; habia pregun-
tado por el Señor de Avendaño, habia expiado sus
pasos, le habia visto una o dos veces para no
equivocarle con ningun otro: habia vagado en
torno de su morada expiando la ocasion de llevar
á cabo su intento, pero al ir á consumar aquel
obra de exterminio en la noche precedente, su
mano habia vacilado extremecida por la voz de
Adriana, que cual la voz del ángel de su guarda
habia sonado eu su corazon, haciéndole retroce-
der en el camino del crimen.
(Continuará).
Enriqueta Lozano de Vilchez.
LA MARIPOSA.
Á MARÍA.
- Insecto de gasas leves,
Aturdida mariposa,
¿Como de esa blanca rosa
La esencia á libar te atreves?
¿No sabes, por dicha mia,
Que yo en cuidarla me afano,
Para llevarla en mi mano
Á las aras de María?
Sin duda mi acento oyó
Embargado de suspiros,
Pues dando veloces giros
La mariposa voló.
Yo corrí como con alas
Al rosal por mi cuidado,
Y en la flor habia dejado
El pobre insecto sus galas.
Por oso. Madre de amores,
Te traigo la blanca rosa,
Que adorno la mariposa
Con gasas de mil colores.
Francisco Jimenez Campaña.
SECCION PARA LOS NIÑOS.
FLORES DEL CIELO.
EL RESCATE DE UN CAUTIVO.
Corria el año 921.
Las huestes agarenas, no solo reinaban en
nuestra hermosa Andalucia, sino que sedientas
de botin y de sangre, asolaban de continuo la
tierras de los cristianos, llevando victoriosa don-
de quiera la enseña destructora de la media luna.
Abderraman III reinaba en la pintoresca y ri-
sueña Córdoba.
En Córdoba, la ciudad árabe entonces, que
encerraba en su seno lo mas escogido y galiar-
do y valiente de la raza mora.
Era un dia hermoso y despejado: un dia
esos que solo se ven bajo el apacible y traspa-
rente cielo de España. Un dia en que el ambiente
estaba embalsamado, en que las aves trina-
ban, en que las flores se entreabrian, y el espa-
cio se presentaba á la vista lleno de luz, de per-
fumes, de armonia.
Los ajimeces de la ciudad estaban adornados
de vistosas colgaduras de mil colores, y cien
mujeres, envueltas en sus blancos velos, asoma-
ban timidamente la cabeza mirando á la calle
como en un dia de torneo.
Multitud de moros con sus pintorescos trajes
de fiesta, se agolpaban á las puertas de la ciu-
dad, y fijaban sus ansiosas miradas en la ancha
vega, con expresion alegre y altanera pero im-
paciente y ansiosa al par.
Era que la célebre batalla de Junquera, tan
fatal para los cristianos, habia dada un triunfo
mas á las armas agarenas, y el rey Abderraman,
con su vencedor ejército, debia llegar de un ins-
tante á otro á la ciudad, seguido de los cauti-
vos hechos en tan sangrienta como memorable
jornada.
Mucho tiempo llevaban ya de esperar. Cuando
los sonidos de las músicas moriscas se dejaron
escuchar en el espacio, y cien voces aclamaron
al par á los escuadrones árabes y al rey victo-
rioso do Córdoba.
Una brillante comitiva penetraba por las puer-
tas de la ciudad, y se adelantaba por las princi-
pales calles, tan unida y brillante, que se ase-
mejaba á una cinta de mil colores extendida de
un extremo á otro de la ciudad.
El clamoreo del pueblo, los gritos de los ven-
cedores, el relinchar de los caballos y el acom-
pasado sonido de las musulmanas armas, forma-
ban un conjunto que en vano la pluma trataría
de describir.
El rey avanzaba á la cabeza de su ejercito,
ébrio de alegria, contrastando su aire altivo, so-
berbio y cruel, con el aspecto humilde aunque
majestuoso, triste aunque sereno, de un ancia-
no que caminaba á pie, fatigado y oprimido, jun-
to al caballo de Abderraman.
Aquel anciano era Ermosigio, el venerable
obispo de Táy, a quien el rey moro habia hecho
cautivo entre el horror de la batalla.
Innumerables cristianos prisioneros le se-
guian, sintiendo mas que el suyo propio el cau-
tiverio de aquel ministro del Señor, tan virtuo-
so, tan esforzado y tan anciano.
Y así, escarnecidos por la multitud, atropella-
dos por el populacho, y arrastrados entre los ca-
ballos, llegaron á las puertas del alcazar moro,
donde le esperaban aun mas tormentos y mayo-
res humillaciones.
Aquel ministro del Señor, aquel santo sacer-
dote, aquel pastor amante cuyas ovejas, agrupa-
das á su alrededor, no podian mitigar el rigor de
su suerte, fue arrojado á un sombrío calabozo,
cuyas puertas se cerraron, separandole del aire
y de la luz que sus opresores le negaban.
El santo anciano, rendido de fatiga, exhausto
de fuerzas, con sed, con hambre acaso, pasó to-
da la noche tendido sobre un puñado de paja,
pero resignado y tranquilo, en un rincon de su
horrorosa prision.
Como su alma era inocente y pura como la de
un niño, como su conciencia estaba serena cual
las trasparentes aguas de un lago, Ermosigio
durmió algunas horas, hallando en el sueño el
olvido de sus dolores.
La trémula luz del alba ilumino con su rayo
primero la sombría prision del anciano, y resba-
lo sobre sus cabellos de plata despertándole de
su sueño.
Entonces dirigió una mirada en derredor, re-
cordó su situacion, y si el dolor oprimió su es-
piritu, la fe vino en su ayuda y confortó su alma
con una ferviente oracion.
Al elevar á Dios sus plegarias, pidió por su
grey abandonada, por los que el dia anterior ha-
bian sucumbido en el horror de la batalla, y por
los que viviendo aun, gemian como él en un ter-
rible cautiverio, sin mas porvenir ni mas espe-
ranza que una cruel esclavitud.
Los ojos del sacerdote se llenaron de lágrimas
al recordar la desgracia de sus compañeros, y
olvidándose de sí propio, pidió al Señor que les
concediese la libertad, que les concediese el res-
cate; que mandara un ángel en auxilio de aque-
llos lujos que Dios habia puesto bajo su amparo.
Cuando estaba mas abismado en su oracion,
llegó á su oido una voz dulcísima, que daba pri-
sa á los carceleros para que abrieran su prision.
El eco de aquella vez hizo extremecer á Er-
mosigio, que se levantó del suelo y se dirigió
presuroso á la puerta del calabozo.
Dios, sin duda, habia escuchado su plegaria,
pues al abrirse aquella puerta, un niño de diez
años, hermoso como un serafin, y cándido como
el capullo de la azucena, se arrojó en sus brazos
lleno de jubilo.
- Pelayo! exclamo el anciano en medio de su
asombro, cubriendo de besos la blanca frente del
niño; Pelayo, ¿tú aquí?
(Continuará).
Enriqueta Lozano de Vilchez.
VARIEDADES.
NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE.
(CONCLUSION).
Las sombras bajaban rápidamente de los mon-
tes á los valles, y se iban condensando; el cier-
zo seguía mugiendo y agitando las campanas
del monasterio, que desqiedian ecos cada vez
mas lúgubres. ¡Era una noche terrible!
Las tinieblas invadian todos los ángulos de la
pobre choza, no bastando á disiparlas el pálido
fulgor que la lámpara derramaba en torno suyo.
Llamaron á la puerta. Debía ser una mano dé-
bil la que llamaba, porque solo produjo un lige-
ro ruido.
Águeda corrió á abrir, pero no era su marido.
Eran tres niños que venian cogidos de la mano.
Los pobrecillos estaban cubiertos de nieve y ti-
ritaban de frio.
- ¿Quiénes sois? qué queréis? exlamó Águeda
asombrada. Los niños se miraron y prorrumpie-
ron en sollozos.
- ¿Quiénes sois? ¿qué quereis? repitió la ancia-
na. Responde tú, añadió dirigiéndose al mayor
de los tres, que era niño y parecia tener cinco
años.
Este sacudió su rubia cabellera, y dijo con voz
entrecortada:
- Se han llevado á nuestra madre, la han cu-
bierto de tierra!... Dicen que se ha muerto!... y
se han llevado cuanto teníamos, y ni siquiera
han dejado la paja que nos servia de lecho!... Yo
he cogido de la mano á mis dos hermanitos, y
les he dicho que iríamos a buscar á nuestra ma-
dre!... Hemos salido del lugar sin que nadie nos
viera, y hemos subido, y hemos bajado, y hemos
vuelto á subir y hemos vuelto á bajar; pero no
hemos encontrado á nuestra madre.
- ¿Y de qué pueblo sois? preguntó Águeda.
- Del pueblo! dijo el niño encogiéndose de
hombros.
¿Y hácia dónde está?
- No lo sé!
- ¿Cómo se llama vuestra madre?
- Madre!
- ¿Y qué mas?
- Nada mas!
No tenéis ni padre, ni parientes, ni nadie
que mire por vosotros?
- No! no! dijo el niño prorumpiendo en so-
llozos.
- Oh bendita Virgen, exclamó Águeda jun-
tando las manos sobre el pecho, os he pedido un
milagro para aliviar mi pobreza y me enviais á
estos niños! Bendito sea vuestro nombre; yo
acepto vuestro regalo!
- Entrad, hijitos, entrad quedo, porque ahí
duermen mis nietecillos, y podrian despertarse.
Los tres niños entraron en silencio, so agaza-
paron tambien junto al hogar, comieron un pe-
dazo de pan que les dió la anciana, y como esta-
ban rendidos de fatiga, se durmieron.
Poco despues llegó el marido de Águeda, tam-
baleándose debajo de un enorme haz de leña.
Ella le ayudó á descargarla, y cogiéndolo de
la mano le condujo donde estaban los niños.
- Mira, le dijo, en vez de dos tenemos cinco
hijos! Son tres huérfanos que me ha enviado la
bendita Virgen.
- ¿Estás en tí? exclamó el anciano con acento
doloroso, ¿y cómo los mantendremos?
Dios es Dios! exclamó Águeda con profun-
da conviccion.
El anciano guardó silencio durante algunos
instantes, y luego suspiró en voz baja.
-Hágase la voluntad de Dios; hágase tu vo-
luntad, mujer!
Pasó el invierno, llegó la hermosa primave-
ra, y nadie se habia presentado á reclamar á los
pobres huérfanos.
Un dia Agueda los despertó al rayar el dia.
- Id con mis nietos al monte, les dijo, y coged
tomillo, romero, sálvia y sobre todo retama.
Mañana, un virrey de Egipto, anciano, triste y
enfermo, costea una funcion á la Virgen, é ire-
mos á vender las yerbas olorosas á la puerta de
la iglesia.
Los niños se marcharon y no volvieron hasta
el mediodia; pero mientras los nietos de Águeda
traian las yerbas que su abuela les habia encar-
gado, los huérfanos mostraban orgullosamente,
el uno una flor de incomparable hermosura, el
otro un pájaro de expléndido plumaje, y el últi-
mo una mariposa de vistosísimos colores.
- ¿Qué traeis aquí? exclamó el anciano con
visible enojo. ¿No veis que nuestros dos niños
vienen cargados de retama? ¿qué quereis que
hagamos con eso?
- ¿Quién sabe? exclamó Águeda con su ilimi-
tada fe, ¿quién sabe?
– Al dia siguiente se fué á sentar junto á la
puerta de la iglesia; pero mientras sus nietos ex-
tendian ufanos delante de sí la olorosa retama y
el tomillo, los tres huérfanos, ruborosos, medio
escondian el pájaro, la flor y la mariposa.
Muchas gentes venian de los pueblos inmedia-
tos para asistir á la funcion, pero pasaban por
delante de Águeda sin comprarle nada.
Por fin llegó el virrey. Traíanle en una litera
dorada, y rodeábanle muchos servidores.
Descendió de la litera en la puerta de la igle-
sia, y sin duda por inspiracion divina, fijó sus
ojos en los huérfanos.
– Jesús! dijo, ese pájaro es de América, ame-
ricana en esa flor, y solo en América se encuen-
tran mariposas de tan bellos matices!
– Señor, dijo Águeda levantándose, las tres
cosas las han hallado entre las fragosidades de
estas sierras.
– Jesús! Jesús! volvió á repetr el virrey, ¿có-
mo han podido hallarse en estos montes cubier-
tos de nieves? Parece un milagro del cielo!
– Quizás, señor, repuso vivamente Águeda, y
le contó la historia de los huérfanos.
El anciano perdió el color al oirla, luego se
avalanzó hácia los niños, y buscó sobre sus pe-
chos una señal conocida.
Bendita Virgen de Guadalupe! exclamó en-
tre lágrimas y sollozos, no en vano habia im-
plorado tu socorro! Si no he llegado á tiempo
para reparar mi injusticia hácia la madre, vuel-
vo á encontrar al menos á mis hijos!
Al oir estas palabras, al ver el enternecimien-
to con que el anciano virey estrechaba sobre su
corazon á los niños, cubriéndolos de las lágrimas y
besos, todos los circunstantes se arrodillaron y
entonaron una letania, mientras las campanas
del santuario, repicando á fiesta, publicaban por
montes y por valles el nuevo milagro de la Vir-
gen bienhechora.
El virey regaló á la bendita imagen un pája-
ro, una flor y una mariposa de oro, adornados de
piedras preciosas, además de otras muchas do-
naciones que hizo al monasterio.
Todavia se enseñan hoy al viajero entre las
joyas que enriquecen el camarin de la Vírgen, y
los habitantes de Guadalupe tambien le enseñan
una pintoresca casa de labranza, rodeaba de
huertas, molinos y olivares.
En aquella casa, construida á expensas del vi-
rey, habitan los descendientes de Águeda.
Sobre su puerta hay una inscripcion latina,
que traducida al castellano dice de este modo:
El dia da lo supérfluo es un hombre bueno; el
que da lo necesario es un ángel que atrae las ben-
diciones de Dios sobre toda su familia.
Ángela Grassi. [margen inferior: Granada: Imprenta de Don Francisco Reyes]
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