CODEMA19-MADFAM-1875679-0
CODEMA19-MADFAM-1875679-0
Resumen | Número 1 de la revista semanal "Madre de familia" |
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Archivo | Hemeroteca Municipal de Madrid |
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Typology | Otros |
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Fecha | s/f (1875?) |
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Lugar | Granada |
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Provincia | Granada |
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País | España |
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MADRE DE FAMILIA
REVISTA SEMANAL
Saldrá los dias 8, 14, 23 y 30.
Su precio, 2 reales al mes en toda
España, franco de porte.
SUMARIO.
La esposa católica, por doña Enriqueta Lozano
de Vilchez. - Jesús dormido, poesía, por idem.
El párroco de la aldea, por idem. - Á una niña,
poesía, por idem. - ¡Solo un Dios y solo un culto!
por idem. - Seccion infantil, por idem. - Varieda-
des, por idem.
LA ESPOSA CATÓLICA.
Hay en el ancho y fecundo valle de la vida
una flor de vistosa y galana apariencia, que
enamora y seduce con sus brillantes y varios
colores; pero cuyo cáliz, exento do dulces per-
fumes, careciendo de productiva y generosa
sávia, ni embalsama el aire en derredor, ni
vierte en el espacio la suave influencia de su
aroma.
Estas flores ocultan á veces en su seno
crueles y punzadoras espinas que desgarran
la mano que se posa en ellas, produciendo he-
ridas incurables que hacen dolorosa la existen-
cia y destruyen el porvenir. Ellas también, go-
zan una efímera ventura, pues solo son flores
de un dia, que el más ligero soplo de viento
deshoja, que el más templado rayo de sol mar-
chita.
AÑO I. - NÚMERO I.
DIRECTORA.
ENRIQUETA LOZANO DE VILCHEZ.
GRANADA.
Acaso no faltará alguno que al fijar su vis-
ta en estas frases, comprenda como nosotros,
que esa flor sin aroma, esa flor de tan frágil
belleza, planta parásita é inútil, es la mujer
cuya alma no guarda como un tesoro el perfu-
me divino de la virtud y de la fe.
¿Qué es la hermosura del rostro sin el atrac-
tivo irresistible de la belleza del alma? una flor
sin esencia; un trasparente copo de blanca es-
puma: agrada á la vista, encanta á los ojos:
pero sin interesar al corazón, se deshace por
sí misma, trocándose en nada al más ligero
contacto.
La mujer, creada por Dios para ser la tierna
y amante compañera del hombre; elevada á la
dignidad de madre, ú ostentando sobre su fren-
te el dulce título de esposa, tiene grandes de-
beres é imprescindibles y sagradas obligacio-
nes que cumplir sobre la tierra.
Deberes que se asemejan á una gran máqui-
na compuesta de cien piezas, regularizada por
cien resortes: romped cualquiera de ellos, qui-
tadle uno solo, y el todo quedará defectuoso é
inútil.
Dad á una mujer algunos atractivos, conce-
dedla dotes, virtudes; pero suponedla frívola,
PUNTOS DE SUSCRICION.
En su redaccion y adminis-
tracion, libreria de la Aurora,
Navas, 24.
calculadora, egoista, y esa mujer, no solo no
podrá hacer la felicidad de su esposo y de sus
hijos, sino que contribuirá á su desgracia.
Acaso se nos tache de demasiado exigentes
ó rígidos en este punto; pero para aquella que
reina en el hogar, que dirige las familias, que
forma el alma de los hijos; las mayores per-
fecciones, las más nobles cualidades son á
nuestro juicio pocas.
Nosotros juzgamos que toda, ó la mayor
parte de la dicha del hombre, está en la mano
de la mujer.
No porque una esposa no manche el nom-
bre de aquel que la ha confiado su honra, se
la debe llamar virtuosa: no porque una mujer
guarde su decoro y su buen nombre en socie-
dad, se la debe apellidar buena.
No se envanezcan, pues, por esto las que
tal hacen; no se crean perfectas por ello, ni
superiores á las demás; no aspiren por eso á
mayor gloria, puesto que los afanes y el re-
mordimiento de que se libran, son suficientes
para recompensarlas de esta virtud.
Para que una esposa llene cumplidamente
su mision, ha de saber plegar sus gustos, su
voluntad y sus deseos, á los deseos, á la vo-
luntad y á los gustos de su esposo: ha de re-
nunciar á las frivolidades del lujo, abismo sin
fondo donde van á parar las fortunas, el por-
venir y acaso la honra de muchas desgracia-
das. Ha de olvidar para siempre las vanas
adulaciones del mundo, las insensatas aspira-
ciones de la vanidad, escollo terrible donde
van á estrellarse la tranquilidad, la paz del co-
razón, y tal vez el alma de esas alucinadas sa-
cerdotisas del oropel y de la farsa.
El matrimonio es una cadena inquebranta-
ble, un sello perpétuo que mano alguna pue-
de levantar; pero es también un lazo de flo-
res, cuando la lealtad, la virtud y la dulzura
son las bases en que se apoya.
¡Ay de aquellas que no guardan en su al-
ma estas perfumadas é inmarchitas flores! ¡Ay
de aquellas que son intolerantes, orgullosas:
que no saben que el más hermoso atributo del
corazon es olvidar las ofensas y conceder el
perdon!
La antorcha de su himeneo se convertirá bien
pronto en la tea de la discordia; el ángel de
la paz abandonará bien pronto el asilo que de-
bia cubrir con sus alas, dejando su lugar á las
lágrimas, al dolor y al tardío é inútil arrepen-
timiento.
El esposo que al buscar al lado de la mu-
jer á quien se unió ante Dios, consuelo pa-
ra sus dolores, indulgencia para sus faltas, es-
peranza para los azares que le ofrece la vida;
halla solo en ella desvio, falsedad é intoleran-
cia, no es extraño á fe que de amigo se con-
vierta en tirano, de compañero en señor abso-
luto, ó que no encontrando bajo su techo el
amor, la bondad y el cariño que demanda, hu-
ya lejos de él, y de buen padre y buen esposo,
se trueque en un ser culpable que olvide los
deberes que contrajo al pié del altar.
Y entonces ¿qué responderá esa mujer cuan-
do Dios la pida extrecha cuenta de aquel co-
razón, de aquel porvenir que confió á su cui-
dado?
Cuando una mujer también se lanza en pos
de las fiestas, de los placeres, de los saraos; é
invierte la suma que podia asegurar la suerte
de sus hijos en un diamante, en una cinta, en
una blonda: cuando confia á las prendas de su
alma en manos extrañas, en vez de poner en
sus labios las primeras plegarias cristianas,
en vez de velar su sueño y de escudar sus
frentes bajo la sombra bendita de la augusta
cruz; si esos hijos pierden la cándida inocen-
cia que ella debía guardar; si en sus almas
siembran la semilla del mal, y esa semilla pro-
duce algun dia envenenados frutos, ¿qué res-
ponderá esa madre cuando el Eterno la pre-
gunte, qué ha hecho de aquellos ángeles que
puso bajo su custodia? ¿Qué importa que haya
cubierto de galas el seno do sus hijos, qué im-
porta que haya ornado de flores sus frentes, si
bajo aquellas galas no late un corazon cristia-
no, si bajo aquellas flores no se agita el pen-
samiento de Dios?
¿Por ventura habrá cumplido con su santa
misión cuando pueda decir, «me admiran en
sociedad; no arrastro por el lodo el nombre de
mi esposo; mis hijos tienen trajes, abrigo, cui-
dados que les compro?
No; ¡mentira! la que tal crea se engaña; no
es esto solo lo que debe, lo que puede hacer
una mujer.
Antes que los deberes do la cabeza, están
los deberes del corazón. Antes que la materia
es el espíritu.
¿Queréis saber cuál es la senda que Dios ha
marcado á la mujer? ¿queréis saber cuál es el
destino que el cielo ha fiado á sus manos, al
ceñir á su frente el velo de esposa, y al rodear
sus sienes con la corona de madre? escuchad:
Debe ser la humilde violeta que enbalsame
con su dulce aroma cuanto tiene en derredor;
pero ocultándose siempre entre el manto de la
modestia. Debe ser el serafin de los consuelos
divinos, que envuelva entre sus alas y enjugue
con su veste las dolientes lágrimas de los se-
res que la rodean. Debo ser el rayo de sol que
ilumine su hogar, la gota de rocío que refres-
que la sien del compañero de su vida: el árbol
frondoso á cuya sombra pueda reposar. Debe
ser el ángel custodio desús hijos, el escudo
que los proteja, la luz que los ilumine, la ma-
no que los guie, el báculo en que se apoyen.
Su lema ha de ser la fe, la religión, la dul-
zura, la sumisión, el olvido de sí misma. En
su corazon ha de anidar la virtud, en su pecho
el amor, en sus labios el perdon, y en su alma
la misericordia y la paz.
Madres, esposas, si queréis llevar dignamen-
te tan elevados títulos, poneos bajo la protec-
cion de la Esposa sagrada del Espíritu Santo,
de la Madre bendita de Dios.
Acudid á la religión, centro perenne de la
completa perfeccion.
La religión es un fanal divino cuya claridad
bendita nos guía por la senda del bien; es la
antorcha sagrada á cuya luz el mundo y la so-
ciedad salvan los escollos, se alejan del cri-
men y llegan á los piés de Dios, después del
breve plazo que nos señalo su mano sobre la
tierra.
La mujer verdaderamente católica, la mu-
jer que cree y espera, ni puede faltar á sus de-
beres, ni apartarse jamás del camino de la
virtud.
Enriqueta Lozano de Vilchez.
JESUS DORMIDO.
En un bosque florido
con prados de esmeralda,
con limpios arroyuelos
de cristal y de nácar,
do murmura la brisa
ligera y perfumada,
y á donde el sol esparce
sus rayos de oro y grana;
la celestial María
se encuentra reclinada,
más bella que la aurora
y más pura que el alba:
en sus divinos brazos
duerme Jesus en calma,
mientras ella afanosa
su dulce sueño guarda,
y con su voz suave
más que el rumor del aura,
entona tiernos cantos
al Hijo de su alma.
«Sentidos ruiseñores
que habitáis la enramada,
arroyos que sembrando
el prado vais de plata;
cesad en vuestros cantos,
detened vuestras aguas,
porque turbais el sueño
del Hijo de mi alma.
Brisa que fresca y leve
de aromas impregnada
el aire purificas
y en torno mio vagas,
no toques de mi Hijo
la frente pura y blanca;
no voces sus cabellos,
sus rizos no deshagas,
ni el blanco sueño turbes
del Hijo de mi alma.»
Abrió el Niño los ojos
y una dulce mirada
radiente de ternura
fijó en su Madre casta;
brilló en sus puros labios
de rosas y de grana,
una sonrisa dulce
más que la vida grata;
y entre aquella sonrisa
murmuró una palabra,
que extremeció de gozo
á la Virgen sagrada,
pues por la vez primera
dijó «Madre del alma.»
Enriqueta Lozano de Vilchez.
EL PÁRROCO DE LA ALDEA.
Divino mensajero del cielo, ángel custodio
del hombre, cuyas acciones vas contando para
presentarlas á Dios; no inclines tu hermosa
frente con desaliento, ni empañes la celeste
pupila con una gota de llanto: no anegues tu
espíritu inmortal en un extenso mar de amar-
gura, al considerar que solo puedes escribir
con lágrimas en tu libro de oro, la increduli-
dad, el egoísmo y las culpas de la humanidad.
Alza la inmaculada sien; levanta la mirada
purísima; bate con nuevo afan tus impalpables
alas, y ve á decir al Dios uno y trino, que aún
la fe ilumina el alma, que aún la esperanza
alienta el corazon, que aún la caridad anida
en el pecho de muchos de sus buenos y privi-
legiados hijos.
¡Oh! sí: aún existe la virtud; aún la sublime
abnegacion inspira hechos nobles y levantados;
aún hay séres que viven, y se consagran,
y se sacrifican por sus hermanos.
Y no os necesario para encontrarlos subir á
las altas esferas del poder, penetrar en los pa-
lacios, ni buscar los poderosos, los magnates,
ni los sabios.
En el camino de la vida, en la sencilla senda
que nos es preciso recorrer antes de llegar
al fin de la existencia, les hallamos cada paso,
va en el torbellino de las grandes ciudades,
ya en el humilde rincon de los pequeños
y apartados pueblos.
¡Peregrinos que en la tierra buscan única-
mente la vía del cielo!
¡Almas consagradas á Dios, que están en
el mundo solo para el amor y el sacrificio, y
que olvidándose de sí propias, lloran las mise-
rias de los hombres, y se dedican á guiarlos y
á consolarlos, como sus ángeles custodios!
Tipo el primero entro todos esos seres esco-
gidos y perfectos, es el modesto, y humilde y
olvidado párroco de la aldea.
Sin ambicion, sin esperanzas, sin recompen-
sa en este mundo, pasa los años consagrado á
una ímproba tarea, difícil, penosa y llena de
azares.
Pastor vigilante de aquel puñado de ovejas
confiadas á su cuidado, está dispuesto siempre
a ilustrar su ignorancia con la luz de su inte-
ligencia; á corregir sus costumbres con su in-
tachable ejemplo; á reprender sus vicios, á sos-
tener sus virtudes, á consagrarles sus horas,
su reposo, sus vigilias; á dar, en fin, la vida por
ellas.
¡La vida por ellas, sí! y no pongáis en duda
mis palabras, porque existen hechos muy re-
cientes que pueden probar la verdad que en-
cierran.
Hace pocos meses, cuando la guerra franco-
prusiana asolaba los campos de la vecina Fran-
cia, uno de sus más bellos y encantadores va-
lles ha sido testigo de uno de esos rasgos para
los cuales no hay en la tierra premio alguno,
porque merecen todo un cielo.
En un pequeño pueblo, cuyas casas blancas
y risueñas se ocultaban entre los árboles co-
mo una paloma en su nido, sonó de improviso
un grito de espanto, y un puñado de soldados
alemanes, un destacamento de la columna que
mandaba el general B., llegó en son de con-
quista á invadir aquel suelo regado con el su-
dor de sus sencillos habitantes.
Estos, sorprendidos en el primer momento,
y más expertos en labrar sus campos que en
el terrible arte de la guerra, no opusieron re-
sistencia alguna, y los atrevidos invasores, no
solamente saquearon sus casas y allanaron sus
moradas, sino que al partir se llevaron consigo
á algunos de aquellos pacificos campesinos.
La desolación fué general inmenso el sen
timiento.
Pero al asombro y al terror primero, sucedió
una violenta reaccion: la amistad, el cariño, la
compasion alzaron un santo eco en aquellos
corazones, y á este eco indefinible y amante
respondió un grito de entusiasmo y de arrojo.
- ¡Rescatemos á nuestros hermanos, excla-
maron cien voces á la par; corramos tras el
enemigo y arranquemos de su poder á nues-
tros infelices compañeros, ó muramos en la de-
manda. ¡A las armas!
Y otros instrumentos que los aperos de la-
branza, otros instrumentos que lo son de muer-
te, brillan en las manos de los honrados labra-
dores, que abandonan la aldea en pos de sus
enemigos.
Conocedores del terreno, marchan por ve-
redas y caminos ignorados, que acortan la mi-
tad de la distancia, pues comprenden que solo
una sorpresa puede darles la victoria y hacer-
les conseguir su intento; y en poco tiempo lo-
gran adelantarse á la pequeña tropa.
Llegan á mía explanada rodeada de árboles
y de maleza, y emboscados en la espesura,
aguardan ocultos, con la mirada fija y las ar-
mas preparadas.
Los alemanes se acercan confiados y sin te-
mor, llevando entre ellos á los infelices prisio-
neros.
Una descarga inesperada resuena en derre-
dor, el negro humo de la pólvora llena de va-
gas nubes el ambiente; algunos lamentos de
dolor se mezclan á las imprecaciones, á las
blasfemias, y al ¡ay! de muerto de un jefe que
cae en tierra, exhalando instantáneamente el
último suspiro.
Los alemanes se alarman creyéndose acome-
tidos por fuerza mayor; hay en las filas un ins-
tante de confusion, y al pensar en defenderse
de un peligro más grande, dejan olvidados á los
prisioneros franceses. Estos aprovechan aquel
instante de turbacion para huir, y sus liberta-
dores, que ven conseguido su objeto, se les reu-
nen rápidamente, volviendo todos llenos de
afan al seno de sus familias.
Mas ¡ay! que repuestos do su sorpresa los
invasores, comprenden la verdad y vuelven á
la pobre aldea para tomar una sangrienta ven-
ganza.
Los indefensos aldeanos van á pagar muy
cara su momentánea victoria y la muerte de
aquel hombre.
La tropa alemana penetra en la plaza del
pueblo, pone en prisión á una veintena de la-
bradores, y entre golpes y amenazas se dispo-
ne á formarles un consejo de guerra.
Por todas partes se escuchan gemidos, en
todos los semblantes se notan la desesperación
y las lágrimas.
Los niños, las mujeres y los ancianos corren
desolados á implorar clemencia, pidiendo con
el grito de sus almas, las vidas de los padres,
de los esposos, de los hijos.
Pero la ordenanza es inflexible, y la ley del
más fuerte pido á lo menos una víctima en ex-
piación de la sangre derramada.
-¡Decidme el nombre del que ha intentado
esta emboscada, y él solo recibirá el castigo;
decídmelo pronto, y si no, los prisioneros to-
dos serán fusilados! grita el jefe lleno de ira,
respondiendo á los que pedian misericordia.
El duelo se aumenta, el terror crece, los
ayes de agonía resuenan por todas partes.
¿Cómo señalar uno solo, si todos estaban
unidos por un pensamiento y por un anhelo?
Las súplicas son vanas, los ruegos desoidos;
una hora de término es lo único que pueden
lograr al retirarse sin esperanzas á sus entris-
tecidos hogares.
¡Cuánto luto, cuánto huérfano, cuánta viu-
da: qué horrible espectáculo, pasados aquellos
sesenta minutos!
¡Cada cual se esconde en su morada, sin
consuelo, sin esperanza, lleno de espanto!
Las calles del pueblo quedan desiertas, la
aldea parece un cementerio!
Pero un hombre solo se adelanta y cruza la
plaza donde va á efectuarse el consejo. Su
frente venerable está coronada de cabellos
blancos; su pecho, donde arde la sagrada lla-
ma de la caridad, está cubierto por su ropa ta-
lar, y escudado por la imagen de Jesus. En sus
miradas hay algo de divino y sobrenatural; en
sus labios algo de santo y de sublime. Es
monsieur de M., cura párroco de la pobre aldea.
- Señor, dice al jefe del destacamento; de-
seais saber el nombre del que ha guiado á es-
tos infelices al combate, y ellos lo callan. Lo
que por respeto y amor no quieren manifestar,
yo vengo á decirlo. Aquí solo hay un culpa-
ble, y ese culpable he sido yo!
- Vos! murmura aquel hombre admirado.
- Yo solo, os lo aseguro.
Ante aquella terminante declaración, nada
quedaba que esperar!
El anciano sacerdote francés fué condenado
á muerte por los invasores alemanes.
Y sin embargo, nadie se apercibió de aquel
terrible suceso.
- Yo soy viejo, se habia dicho el santo pár-
roco, y de nada sirvo en el mundo! Ellos tie-
nen hijos, esposas ó padres por quien velar,
bien haya mi muerte si así les salvo la vida!
Y se dejó aprisionar como un criminal, y se
preparó para marchar al suplicio.
Sin embargo, antes de entregar sus manos
para que fuesen atadas, las extendió un mo-
mento para bendecir á su amada aldea, á sus
queridos feligreses, á su pequeña iglesia, don-
de tantas veces habia elevado á Dios su ora-
cion, y cuyas sonoras campanas iban en breve
á doblar por él.
Una sola gota de llanto rodó por sus mejillas
en esta muda y eterna despedida, en este á
Dios del padre á sus hijos!
Luego... inclinó su encanecida frente y mar-
chó hacia el sacrificio!
Entre tanto, el pueblo estaba trasformado:
á las lágrimas de duelo habia sucedido el llan-
to de placer; á los tristes ayes, las gozosas ex-
clamaciones.
Los prisioneros habian recobrado la libertad,
las familias la alegría; todos se abrazaban ben-
diciendo la mano que les volvia á su hogar.
Aquellos momentos de gozo indescriptible
solo podrá comprenderlos el que, próximo á
perder el bien amado del alma, lo recobra por
completo y en un momento inesperado.
- ¿Quién ha sido nuestro salvador? Grita-
ban por todas partes, ¿quién ha sido?
- ¿A quién debemos la vida? ¿quién se ha
compadecido de nuestro dolor? ¿quién nos ha
vuelto la libertad? seguian diciendo sin cesar.
Y la confusion crecia, y se repetian las pre-
guntas, y nadie sabia contestar al afan de cien
corazones agradecidos.
Pero iay! que a las alegres exclamaciones
se mezcló de pronto un estruendo aterrador.
El ruido de una descarga de fusilería, que re-
pitieron como un lúgubre lamento los ecos de
las vecinas montañas.
Respuesta solemne y elocuente que el vien-
to traia á sus corazones!
Todos lanzaron un grito de horror.
Aquel sonido anunciaba que cuatro balas
enemigas cortaban una vida consagrada al
bien, y que el alma de un justo subia á los
cielos, cuyas puertas le abria con su mano el
ángel de la santa Caridad.
¡Oh! Señor, ¡qué recompensa habrá recibido
aquel anciano, que terminó una vida llena de
virtudes con un tan grande sacrificio! La mente
humana no alcanza á comprenderla, porque la
mente humana es limitada, y tu bondad y tu
justicia no tienen límites,
Pero á más de la gloria que hoy le cerca, di-
latarán su alma las bendiciones y las lágri-
mas y las plegarias de que su tumba está
cercada; alegran su espíritu las oraciones y la
gratitud y el inmenso amor de que cercan su
eterno recuerdo aquellos seres que le deben
tanto.
¡Oh, Señor! ¡Bien haya la Fe, que es tu luz;
la Caridad, que es tu amor; la Esperanza, que
es tu sonrisa! ¡Bien haya la religión cristiana,
que tales hechos sabe inspirar y que tiene re-
compensas para tan sobrehumanas virtudes!
Enriqueta Lozano de Vilchez.
Á UNA NIÑA.
Tú, que aun eres tan pura
como el blanco lucero
que la callada noche
preside desde el cielo;
cuando mires del dia
el grato albor primero,
alza tu voz suave
de virginal acento
y pide por tus padres
al Hacedor Supremo:
ama á la Virgen santa
con candoroso afecto,
y siempre que una pena
sientas, niña, en tu pecho,
invoca de María
el nombre dulce y tierno,
y para tí la calma
descenderá del cielo;
pues á las tiernas niñas
que con cristiano afecto
bendicen á la Madre
sagrada del Cordero.
Dios protege y escuda
desde su trono eterno
y la Virgen las guarda
bajo su manto excelso.
Enriqueta Lozano de Vilchez.
SOLO UN DIOS Y SOLO UN CULTO!
Novela de costumbres.
Son apenas las nueve de la mañana.
Van pasadas algunas horas de dia, puesto
que nos hallamos en uno de los más serenos y
apacibles del mes de Mayo.
La naturaleza parece sonreir, iluminada por
un sol claro y brillante.
Aquel sol, sin embargo, no alumbra solo
alegrías y flores, aunque es la época en que
todo se anima y florece, puesto que uno de
sus rayos dorados y puros, va á resbalar sobre
la frente de una pobre niña, que sentada á la
puerta del magnífico hospital general de la
coronada villa, aguarda, sin duda, la hora de
entrada.
Aquella criatura apenas cuenta diez años, y
es tan hermosa que su cabeza podria servir de
modelo para uno de esos ándeles que los pin-
tores colocan al lado de la Virgen María, acom-
pañándola en su dolor.
Hace muchas horas que aguarda allí, y dos
ó tres veces ha suplicado al inflexible portero
que la permita traspasar aquel umbral, pero
él, cumpliendo su consigna, solo ha respondi-
do siempre:
- Espera, espera; no es la hora de entrada
todavía.
Al sonar en el vecino reloj las campanadas
de las nueve, una expresión de alegría ilumi-
nó los hermosísimos ojos de la pobre niña, y
levantándose con rapidez de su sitio,
- Oh! dijo, ahora sí que ya puedo verla! Y
corrió á la portería para penetrar en aquel
edificio, albergue de tantas desgracias.
- ¿Dónde vas? la preguntó de nuevo el por-
tero; ¿no te he repetido ya cien veces que aún
no se puede subir?
- Me ha dicho Usted que á las diez....
- Eso es; pero acaban de dar las nueve.
- ¡Las nueve!
- Tienes que aguardar una hora.
Aquel pobre ángel desando de nuevo el ca-
mino y volvió á dejarse caer en su puesto mur-
murando con desaliento;
- ¡Una hora todavía! una hora! y ocultó el
semblante entre las manos, llorando largo rato
en silencio.
La triste niña habia pasado la noche senta-
da en el dintel de aquella puerta, y su viejo
vestido de percal se hallaba todavia húmedo
del rocío y del relente de la madrugada; esta-
ba pálida, muy pálida; temblaba de frio, y en
su rostro se pintaban el pesar, el cansancio, el
hambre acaso.
- ¡Una hora! repetía sin cesar, una hora y
hace tres dias que no la he visto, tres dias que
no sé como está, tres días que estoy sola en
nuestra buhardilla que me inspira miedo, y que
no he tenido tampoco pan. ¡Oh! ¿por qué cor-
rerá el tiempo tan despacio?
Nuevas lágrimas brotaron de sus pupilas,
lágrimas que nadie se cuidó de enjugar, y si-
guió sentada allí á la entrada de aquel asilo
que la caridad ofrece al infortunio.
¡Oh! cuántos dolores, cuántas gotas de amar-
go llanto se habrán derramado ocultas ó igno-
radas en aquel triste lugar! Cuánta infeliz ma-
dre habrá lanzado allí su último suspiro con
el corazón desgarrado por no estampar siquie-
ra un beso en la frente de sus hijos antes de
dejar la vida! ¡Cuántos hijos habrán tendido en
torno una mirada, antes que sus ojos se cier-
ren para siempre, buscando el semblante, las
caricias ó la bendición de una madre adorada!
¡Qué triste, qué triste será morir lejos de la
personas que amamos, sin poder despedirnos
para siempre de ellas, sin recibir el consuelo
de sus cuidados y su amor!
¡Qué horrible, qué horrible será el saber que
un ser querido, un ser que es la mitad de nues-
tro corazón, la vida de nuestra vida, espira
allí, á algunos pasos de nosotros, sin que po-
damos verle, contemplarle con delirio, con ese
afan que deja su imágen fotografiada en el al-
ma! ¡Pensar que aún está con vida, que aún
pudiéramos escuchar sus palabras, que aún
pudiéramos besar sus labios, y que tal vez,
sin embargo, no le volveremos á ver nunca,
¡nunca! porque antes de separarnos la mano
de la muerte, nos separa un muro de piedra y
una puerta cerrada á nuestro afan!
Oh! Dios mio, Dios mio, si las lágrimas y el
dolor purifican, muy limpias y puras llegarán
á vuestros piés las almas que suben hasta Vos,
dejando sus restos mortales sobre el pobre le-
cho de un hospital!
El tiempo seguía lentamente su marcha. Los
tres cuartos para las diez habían sonado ya;
cuando un anciano, decentemente vestido, se
detuvo también ante aquella puerta á esperar
sin duda como los demás la hora marcada por
el reglamento para poder visitar á los pobres
enfermos.
El aspecto de aquel hombre era simpático y
bondadoso; pero en su fisonomía se notaban en
aquel instante todas las señales de una profun-
da agitación.
La casualidad le colocó junto á la niña cuya
hermosura le llamó la atención, y compadecido
de la aflicción que demostraba, la miró un
momento, y la dijo con cariñoso acento:
- ¿Qué tienes, hija mia?
- Ay! señor, respondió ella alzando sus
hermosísimos ojos, y fijando en su interlocutor
una triste y doliente mirada; que no me dejan
entrar todavia!
- ¿Tienes algún pariente aquí?
- ¡Tengo á mi madre!
- ¿Y has venido sola?
- ¡Sí, no tengo á nadie en el mundo!
- Pobre criatura!
- Solo tenia á mi madre, y ella está ahí!
- ¿Cómo te llamas, niña? preguntó el ancia-
no compadecido de aquella desgracia.
- Elena! respondió ella con su voz dulce.
Este nombre pareció evocar un recuerdo en
la mente de aquel hombre, pues le repitió con
insistencia dos ó tres veces, y después pre-
guntó con un vivo interés:
- ¿Hace mucho tiempo que está tu madre
enferma?
- Solo tres dias!
- Y.... ¿qué tiene?
- Yo no sé!
- ¿Que no lo sabes? Oh! haz memoria, hija
mía, y dime la verdad.
- Solo recuerdo que aquella mañana se le-
vantó antes que de costumbre, porque habian
llamado á nuestra puerta; yo me quedé acos-
tada, porque era temprano todavía, y mi ma-
dre me encargó que no hablase ni saliese de
la alcoba. Por eso no vi al que habia entrado,
pero oí que era un hombre, aunque hablaba ba-
jo, muy bajo. ¡Debía ser muy malo, porque mi
madre lloraba y él la amenazaba y la afligía!
Al fin salió,... y ella quedó sola, sentada en
una silla y derramando tantas lágrimas, que
yo no sabia consolarla. Pasó mucho rato: mi
madre salió, y cuando volvió á casa estaba
muy descolorida; parecía una muerta!
- Y después, ¿qué le pasó? ¿qué dijo que
sentia? preguntó el anciano con afan.
- Después.... estuvo mucho tiempo escribiendo,
y mientras, me miraba con unos ojos
muy tristes y decía sin cesar: «Pobre Elena,
pobre hija de mi alma....!» De pronto vi que
bajó la cabeza y.... que no la alzaba! la llamé
y.... no me contestó! Di voces, acudieron los
vecinos y la trajeron aquí! Todos los días he
venido á suplicar que me dejaran verla, estar
á su lado, porque en nuestra casa tenia mie-
do; pero siempre ese hombre que está allí me
decía; «Vete, vete, pues hoy no es dia de visita;
hasta el jueves no puedes subir.» ¡Ay! señor,
hasta el jueves, y desde el martes no había
visto á mi madre!
En aquel instante dieron las diez.
La puerta quedó franca: Elena dio un grito
y se precipitó por ella, con otra multitud de
infelices que estaban aguardando también.
El desconocido la siguió con rapidez, y dos
minutos despues recorrian ambos las extensas
salas de aquel vasto edificio.
- ¿Dónde está mi madre? preguntaba la ino-
cente niña á cuantos encontraba á su paso; pe-
ro todos la miraban y pasaban sin responder!
- ¿Dónde está mi madre? seguía diciendo
mientras caminaba á la ventura mirando á to-
das partes con afan.
De pronto se detuvo, exhaló una exclama-
ción de alegría y se lanzó hacia una de las
camas junto á la cual habia una hermana de
la Caridad, sosteniendo con su mano izquierda
el cuerpo do una mujer, mientras que con la
derecha: procuraba acercar un vaso á sus la-
bios.
- Madre! gritó Elena reconociéndola solo
por un instinto del alma, puesto que su cabe-
za, inclinada hacia adelante, no permitía dis-
tinguir sus facciones.
La enferma se extremeció terriblemente co-
mo si hubiera sufrido una violenta descarga
eléctrica: alzó la frente y fijó en su hija una
mirada indescriptible de amor, de desespera-
cion, de pena infinita, y movió los labios con
afan. Pero aquellos labios quedaron mudos, y
aquella frente volvió á caer pesada sobre el
hombro de la santa enfermera.
- ¡Dios del cielo! exclamó el anciano al con-
templar aquel semblante; Dios del cielo, era
verdad!
Nadie, sin embargo, escuchó aquellas pala-
bras ni miró el semblante desencajado del que
acababa de pronunciarlas.
- ¡Madre, ya estoy contigo! repitió Elena,
gritando casi y aterrada ante aquel silencio.
La hermana de la Caridad se extremeció tam-
bién de aquella inmovilidad, y levantó aquella
cabeza que se apoyaba en su seno, dejando
ver un rostro hermosísimo, pero pálido, frio,
inanimado!
- Muerta, murmuró con dolor dejándola
caer sobre la almohada; muerta!
La niña no dio un grito: no pronunció una
palabra; pero sus facciones se descompusieron,
sus ojos se dilataron, faltó la tierra bajo sus
piés, y hubiera caido al suelo si el anciano,
que aun estaba allí petrificado y mudo, no la
hubiera cogido en sus brazos.
La piadosa enfermera enjugó con dolor una
gota de llanto, y cumpliendo hasta el fin su
santa misión, cogió una punta de la sábana
para cubrir aquel rostro en que se habian ext-
endido ya las moradas tintas de la muerte:
pero al hacerlo, notó que una de las manos
del cadáver pendia fuera del lecho y que apre-
taba entre sus crispados dedos un papel. To-
mólo con afan; era una carta cerrada, en cuyo
sobre se leían estas palabras: «Al padre Diego
de Alvarado, mi anciano y santo confesor; ¡á
él solo!»
(Se continuará.)
Enriqueta Lozano de Vilchel.
SECCION INFANTIL.
CORONA DE LA INFANCIA. EL VELO BLANCO.
Hay un dia solemne en nuestra vida, tan
grande, tan celestial y tan bello, que los mis-
mos serafines nos le envidiarían, si la envidia
por un momento tuviera cabida en el cielo.
En él, y por un efecto de la misericordia di-
vina, el alma inocente del niño, más pura aun
porque las santas aguas de la penitencia han
borrado todas sus faltas, se une á su Dios con
más estrecho lazo, y forma un trono de amor
inmaculado, donde se asienta, inmortal, infinito
y eterno, el Hacedor Supremo de mundos y
espacios, de ángeles y hombres.
Una luz más clara alumbra su mente, un
afecto más dulce llena su espíritu, y las ple-
garias, al brotar en su labio, van á espirar en-
tre nubes de incienso ante los piés de la Vir-
gen María, Madre cariñosa de los buenos ni-
ños, la cual, sonriendo, las presenta á su Hijo.
¡Oh! vosotros, hijos míos, hermosos niños,
blancas estrellas del cielo de la vida, sonríen-
tes alboradas de la existencia del hombre; vos-
otros, que veis acercarse ese envidiable dia,
con el candor en la frente y la paz en el cora-
zon, ¿queréis que yo os diga la suprema di-
cha, el bien infinito que en él os aguarda?
¿Quereis que os cuente una por una las gra-
cias que podeis pedir y lograr en ese dia? ¿Qué-
réis que á la par os muestre los altos deberes
que os impone, los pensamientos que ha de
inspiraros, los sentimientos nuevos con que
ha de inundar vuestra alma? ¿Quereis, en fin,
que hable con vosotros algunos instantes al ir
á prepararos para vuestra primera Comunion?
Pues bien, voy á hacerlo, sin ciencia, sin estu-
dios, sin conocimientos casi: ¡pero vosotros no
lo necesitais! Para que me entendais bastará
que me explique en el sencillo lenguaje de mi
alma, porque á los niños no debe hablarse de
otro modo.
Ademas, antes de hacer llegar mi voz á
vuestros oidos, yo me pondré bajo el amparo
de la Reina, augusta de los Angeles, cuyo
nombre brota á cada pasó de mis labios y de
mi pluma, expontáneamente y sin esfuerzo al-
guno, como brota una azucena purísima en un
puñado de mezquina tierra.
Ella, bajo cuyo manto, y al calor del Sagrado
Corazon de su Hijo, he puesto siempre y
pongo con más empeño desde ahora mis escri-
tos, mis pensamientos, mis acciones y mi vida
entera; estoy segura que me ayudará, y que
sonreirá llena de ternura al vernos unidos con
un lazo de fe y de amor, yo hablando con vos-
otros de la excelencia del más alto de los sa-
cramentos, y vosotros escuchándome con ino-
cente corazón.
Ven acá, Luisita, amor mio; tú que tienes
el rostro tan bello como el corazon: yo te pre-
guntaré, tu me responderás, y los demás apren-
derán escuchándonos - ¿Ves este velo blanco,
tan transparente como tu alma, tan delicado
como la flor do tu pureza? Es para tí; para cu-
brir tu frente de nieve tan pudorosa y tan cas-
ta. ¿Ves esta corona de azahar? Con ella vas á
ceñir tus cabellos. ¡Qué hermosa estarás, hija
mia, qué hermosa estarás así de rodillas al pié
del altar y cercada de nubes de incienso!
Pero déjale aún; no le toques todavía, y di-
me primero ¿Sabes, Luisa mia, que antes de
embellecer tu cuerpo con osas galas, antes de
adornarte con ellas, es preciso que engalanes
tu espíritu con otros atavíos más duraderos y
mejores? ¿Sabes que es preciso que las rosas
del pudor y la humildad brillen en tu frente,
que la llama del amor divino luzca en tu pe-
culio, que la fe arda en tu corazon, que la espe-
ranza se refleje en tus ojos y la verdad en tus
labios? Sí, tú sabes sin duda todo esto; sabes
tambien que un Dios grande sobre todas las
grandezas, poderoso, inmenso, va á descender
desde el cielo á tus labios, desde el altar á tu
pecho; pero dime ahora: ¿qué harás para reci-
birle? ¿qué harás para poder ser digna de tan
divino favor?
(Se continuará.)
Enriqueta Lozano de Vilchez.
VARIEDADES.
EL TRÉBOL DE PALESTINA.
Brisas ligeras, saturadas con los perfumes de los
elevados cedros del Líbano, y con los suaves aromas
de las eternas violetas del valle de Zabulon: auras
que meceis con vuestras alas, ya las doradas espigas
del Egipto, ya las misteriosas y escogidas rosas de
Jericó: vosotras, que tibias y murmuradoras os agi-
tais y cruzáis volando, desde las matizadas faldas del
Carmelo basta las frescas y encantadas riberas del
Jordan; vosotras, que rozais con vuestras alas los olo-
rosos arbustos y levantais á vuestro paso olas invi-
sibles de encantadoras ambrosias; ¿por qué pasais
desdeñosas, sin tocar el cáliz de esa modesta flor que
apenas levanta su corola del suelo? ¿Es porque igno-
rada y humilde no tiene entre sus blancas hojas ni be-
lleza ni galas? ¿Es porque inodora y pequeña no pue-
de ofreceros un grato perfume?
¡Oh! no, no cruceis á su lado sin concederla un beso
ó un suspiro. Si ayer era la menos bella y menos codi-
ciada de las praderas de Jerusalen, el Dios que descen-
dió de los cielos para humillar á los soberbios y elevar
á los humildes, ha fijado en ella su mirada, y la ha
concedido un don que la dá mayor precio que el de
todas sus hermanas, las otras flores.
Ella Vivía olvidada y sola en la falda oriental del
monte de las Olivas, y en el más ignorado rincón del
celebrado Getsemaní.
El sol de Tudea la iluminaba con sus rayos, la luna
de Palestina derramaba en ella su luz de plata, sin
dejar entre sus pétalos un destello de hermosura.
Pero una noche sin luz, opaca y triste como los su-
cesos que debía envolver en sus sombras, el Hijo de
Dios, el Hijo de María, llegó sombrio y angustiado
hasta el oculto asilo donde se alzaba la pobre flor;
allí cayó de rodillas y oró largo rato con la frente en
el polvo y el desaliento en el corazon.
Los dolores del porvenir oprimieron el alma de Je-
sus; el horror de la muerte aterró por un momento
su espiritu. y por un momento también las terribles
amarguras de su alma se reflejaron en su hermoso
rostro. ¡Una sola lágrima empañó su divina pupila, y
algunas manchas de sangre tiñeron el sudor que bro-
taba de su soberana frente! ¡Nadie, sino Dios, como
Dios, pudo comprender aquel momento de angustia y
debilidad que le acongojaba como Hombre! ¡Nadie en
el mundo pudo ver ni adivinar aquel dolor. Solo la hu-
milde flor le presenciaba, y extremecida ante aquel
inmenso sufrimiento, dobló su nevado cáliz y derramó
una gota de llanto! Liquida perla que el fresco rocío
habia derramado en su seno!
Jesus la vió caer, sintió con ella confortado su pe-
cho, porque encerraba las primicias de la caridad y
del amor, y queriendo premiar el sentimiento de aque-
lla purísima compasión, dejó caer sobre las blancas
hojas de la flor tres gotas de su preciosa sangre, dán-
dole á la par belleza con ellas, y perfume con un sus-
piro de su bendito y sacrosanto labio!
Desde entonces las flores más preciadas tienen en-
vidia del Trébol de Palestina; los campos de Alejan-
dría se enorgullecen con su aroma; las virgenes de
Judá adornan con él sus rubios cabellos, y los ánge-
les le añaden á las que forman su corona.
¡Brisas que desplegáis las leves alas bajo el risue-
ño y poético cielo de Galilea, no, no paseis junto á
la humilde flor sin concederla vuestras caricias y
vuestros besos, porque el Divino Hacedor, en cambio
de una gota de llanto, la embelleció con su sangre y
con su aliento le dió perfume!
Enriqueta Lozano de Vilchez.
ADVERTENCIA.
Suplicamos á nuestros suscritores que ha-
gan circular entre sus amigos el presente pe-
riódico.
Asimismo rogamos á los señores que lo re-
ciban, y deseen suscribirse den aviso á esta
Administracion, pues no se seguirán enviando
los números siguientes sin este requisito. [margen inferior: GRANADA. – Imprenta y librería de F. Reyes y Hermano.]
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