CODEMA19-LACAR-186162-6

CODEMA19-LACAR-186162-6

ResumenNúmero 13 de "La Caridad. Semanario de ciencias, literatura, teatros, costumbres y modas"
ArchivoHemeroteca Municipal de Madrid
TypologyOtros
Fecha30/03/1862
LugarMálaga
ProvinciaMálaga
PaísEspaña

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[margen superior: NUMERO 13. DOMINGO 30 DE MARZO. - 1862. AÑO II.] LA CARIDAD. SEMANARIO DE CIENCIAS, LITERATURA, TEATROS, COSTUMBRES Y MODAS. Los productos líquidos de este Semanario se entregarán al Excelentísimo é Ilustrísimo Señor Obispo de la Diócesis para su distribucion entre los Establecimientos de Beneficencia de esta capital. SUMARIO. Ideas generales sobre los Montes de Piedad, por Don Juan Nepomuceno Blasco. La mensagera, por Don Juan A. de Viedma. El Abad de Saint-Gall, cuento popular por J. C. B. Dolora, por M. R. B. La mano de nieve, novela, con- tinuacion. Soneto, por T. Curaciones singulares. Solucion á la charada inserta en el número anterior. - Solucion al Geroglífico. Charada. II. IDEAS GENERALES SOBRE LOS MONTES DE PIEDAD. A socorrer oportunamente, con prudencia y con reserva las necesidades graves y perentorias, com- batiendo al mismo tiempo ese tráfico usurario, que, aunque tolerado por nuestra actual legislacion, pug- na de lleno con la ley de la naturaleza y con las disposiciones canónicas, deben dirigirse los Mon- tes de Piedad. El religioso Bernabé Iteramense creó y difundió por toda Italia estos benéficos establecimientos, con los cuales puso un freno poderoso á la faméli- ca avaricia de los judios, quienes á fuerza de escandalosos mútuos reducian á la miseria á mul- titud de familias que en necesidades extremas se vieran forzadas á implorar el interesado auxilio de aquellos traficantes despiadados. Generalizáronse desde luego por todo el mundo cristiano con tan próspera fortuna que el sacrosanto Concilio de Trento los colocó en el número de las obras pias, viéndose patrocinados por personas de la mayor influencia y de muy distinguida religiosidad. No obstante, la Iglesia Católica, zelosa defensora de la integridad y pureza del dogma, cuyo espí- ritu en punto á caridad se halla consignado en aquellas hermosas palabras dad prestado sin esperar nada, fijándose en el corto sacrificio que ecsigen á los infelices socorridos, y principalmente en los abusos, á que, como obra de los hombres y mane- jada por estos, se encuentran espuestos, combatió los Montes de Piedad, haciendo uso contra ellos de sus armas espirituales algunos Sumos Pontífices, con especialidad Benedicto XIII en su constitucion Jam dudum año de 1729. Andando el tiempo han sufrido tambien recia y porfiada oposicion, no ya solo bajo el aspecto teológico, sino aun bajo el de sus tendencias so- ciales, alzando el grito en su contra hasta filósofos de buena ley. En una noticia del Monte de Piedad de Paris, que hemos tenido á la vista, se dice res- pecto de aquel establecimiento. «¡Monte de Piedad! Llamémosle, si se quiere ser exactos, monte ajeno de toda piedad y compasion: la frase correspon- derá al objeto á que es relativa.» Ignoramos los estatutos y reglamentos de aquella grandiosa casa, cuya entrada y salida de fondos ascendió en solo el término de los quince años transcurridos desde 1815 á 1830, á la enorme suma de 1.885,000,000 de francos; pero es indudable que el duro apóstro- fe de Míster J. Anthody solo podia ser aplicable á su mala organizacion, á abusos en su práctica, ó á otros vicios inherentes á cualquiera obra de los hombres, sobre todo cuando posteriormente hemos visto en aquella Nacion gobiernos de índole dife- rente estableciendo reglas para el buen órden de su conservacion en beneficio de los pobres. En nuestros dias, bien puede asegurarse, no ha- brá persona alguna, aun entre las mas meticulo- sas, que no reconozca la utilidad de semejantes establecimientos ecsistentes en nuestro propio pais con gran ventaja de las respectivas localidades: un sábio y virtuoso prelado español los ha llamado «piedra filosofal de la caridad.» Ellos no conspiran de modo alguno á la abolicion de la limosna, ni ata- can en lo mas mínimo á la moral cristiana, la cual no necesita por su parte despojar á las obras de los hombres del verdadero mérito que puedan tener, para lucir como la mas pura, la mas completa y la mas interesante del universo en todos conceptos. ¡Harto vasto es el campo del infortunio para que sobre él pueda el fervor religioso derrarmar á ma- nos llenas el torrente de su inagotable compasion! Nunca, por muchos y muy acertados que sean los recursos que invente la prudencia humana para socorrer las necesidades públicas, han de faltar al- mas benéficas y modestas, que, apoyadas en el principio eterno de la caridad, quieran reservarse para solas la eleccion y la recompensa de sus beneficios, proporcionándoles el mayor placer la idea de que todos ignoran el bien que hacen y que ni aun llega á alcanzarles la gratitud. Además, la opinion de los modernos economistas sobre la bue- na distribucion, recto uso y ventajas de la limos- na no está en contradiccion con el concepto que de ella han formado en todos tiempos lo mismo los filósofos ilustrados que los caritativos fervorosos. - neca que celebró á los atenientes por que daban trabajo á los pobres, el juicioso y austero valenciano J. L. Vives, el festivo Quevedo, el sábio Pluche... ..... todos, aunque viviendo en siglos y épocas tan diferentes, están de acuerdo en este particular: la limosna gratis data, suministrada sin discernimien- to y por mera costumbre, si bien alivia necesida- des del momento y ampara á verdaderos necesita- dos, suele ser un medio, no de extinguir, sino de aumentar la mendiguez. Peor, mil veces peor es que perezca de miseria y de hambre el verdadero pobre, que el que á su sombra se alimenten los vi- ciosos y y mal entretenidos; pero la esperiencia, maes- tra de desengaños y juez del acierto, enseña que las limosnas imprudentes son con frecuencia un es- tímulo á la holgazaneria, y que cuando se contri- buye á ellas, se comete un verdadero delito, pues siendo una propiedad del que absolutamente care- ce de todo y que no tiene aptitud para trabajar, deben considerarse como un robo, una usurpacion. Nuestros principios religiosos nos conducen por el camino que señala nuestro corazon, y pocas almas se resisten á las miserias y llantos del que pide por el amor de Dios; pero estos mismos generosos impulsos nos revelan la impotencia del medio, nos demuestran que una limosna acalla el hambre del dia, pero que allí terminó su influencia. De intento hemos dejado correr la pluma, á ries- go de aparecer incongruentes; mas forzoso es con- signemos nuestra franca opinion en una materia que las admite algo dudosas, siquiera sea para fun- damentar lo que en otro lugar tendremos que de- cir: vengamos ahora á nuestro mas directo é in- mediato propósito. Toda la teoría de los Montes de Piedad consiste en hacer préstamos á módico interés, bajo la ga- rantía de prendas, que quedan empeñadas, y que se venden en pública almoneda, caso de no satisfa- cerse por sus dueños al plazo determinado la can- tidad recibida. El mérito de estos establecimientos, y la piedra de toque para justificar su utilidad, consiste, pre- supuesto el buen órden de su administracion, en que hagan los préstamos al menor interés posible, con facilidad y sencillez y á tiempo oportuno. So- lo así podrán competir ventajosamente con esas mal llamadas agencias, que diseminadas por todas par- tes, á manera de atalayas, acechan sin cesar la oca- sion de sorprender á sus víctimas, provocándolas al sacrificio en el momento crítico de su desespe- racion. Los Montes deben conciliar las seguridades, que tienen un derecho á exigir para justificar la legítima procedencia de las prendas que han de ga- rantizar el pago de sus erogaciones, con la facili- dad y sencillez de los medios que adopten al in- tento, no sea que el cúmulo de embarazosas y pro- lijas diligencias, lastimando la delicadeza de unos y gastando la paciencia de otros, retraiga á los mas atendibles de impetrar un auxilio, en cuyas ventajas deben entrar por mucho el sigilo y la oportuni- dad. No en todos los Montes de Piedad se han exi- gido premios ó réditos para los mútuos: en Nápoles existia antes de la última revolucion uno cimentado bajo tales bases. No podemos olvidar la pintura li- sonjera que para los corazones sensibles hace el conde de Maule en sus viages de España, Francia é Inglaterra, tomo 5.º, página 104, de aquel genero- so establecimiento. «Sus rentas, dice, son copiosas y se invierten en objetos de misericordia. En él se comprendió, añade, la virtud de la Caridad en su sentido purísimo y evangélico. Las limosnas ó prés- tamos que se exigian por los pobres, y que no po- dian tener un destino mercantil por su pequeñéz, se daban sin premio, sobre prendas, por el plazo de dos años, fijándose el máximum en dos escudos.» Una institucion de semejante clase, donde, aun- que bajo fianza, se dispensase gratuitamente á cuantos indigentes se acercáran un auxilio ade- cuado á sus necesidades del momento, seria el be- llo ideal de nuestras mas gratas ilusiones. ¿Pero como crearla y sostenerla entre nosotros? ¿Podria ella hacer frente al inmenso aluvion de las cala- midades públicas? La exigua ventaja de descontar- se de sus operaciones el importe de un reducido interés ¿mejoraria tanto la condicion de los nece- sitados vergonzantes, á los cuales principalmente se consagra, y á quienes siempre hay que suponer poseedores de algo para que emprendan aquellas? Precisamente en Nápoles, en esa gran capital con su Monte-pio modelo y con mas de sesenta magní- ficos asilos de caridad y beneficencia espléndida- mente dotados, abundan los pobres hasta ser su multitud en proverbio. Y he aquí un ejemplo, que robustecido con otros muchos y principalmente con el que nos ofrece Lóndres, emporio del mun- do filantrópico, donde hasta existe una asociacion para redimir á los presos por deudas cortas, pue- de producir un argumento sólido acerca la conve- niencia social de los Montes-pios fundidos en el crisol del mas absoluto aunque noble desinterés. Porque es indudable que tales establecimientos, aparte de otros muchos inconvenientes, traerian precisamente consigo la limitacion de sus actos de generosidad, no bastando apenas para atender á una mínima parte de los que se presentasen como acree- dores á impetrarlos; á menos que no se diga que el tesoro público, ó lo que es lo mismo la comu- nidad de los contribuyentes, está obligado á resta- blecer el equilibrio social, jus aequatorium, conside- rando á la indigencia como un verdadero y forzoso impuesto sobre la riqueza, lo cual equivaldria á introducir en nuestro pais la poor-rate de Ingla- terra con todas sus calamidades y abusos, sancio- nando disimuladamente, y en su parte mas funes- ta, las fantásticas máximas de los anabatistas, de los hermanos Moravos de América, de la colonia alemana Harmony.... en una palabra, el socia- lismo puro y neto con cuantos desastres le fueran consiguientes. Consignados tenemos nuestros principios, que son los que han de prevalecer en el mundo positivo, y consecuentes á ellos, reconociendo y proclaman- do como justo, santo, inmejorable el deber moral de asistir las necesidades de la indigencia, no po- demos prescindir de manifestar que ese deber mo- ral, para convertirse en político y administrativo, no puede ni debe tener el mismo fundamento re- ligioso; porque la única arma de la religion es es- piritual, porque sus premios y castigos atañen al alma antes que el cuerpo y tienen por horizonte la eternidad. La beneficencia atrae hacia Dios por medio del sentimiento, como la religion inspira socorrer á los hombres por obligacion. «El desinte- rés absoluto (son palabras del Señor Conde de Laborde) puede llamarse una perfeccion de la beneficencia, como el gusto lo es del talento; pero del mismo modo que este, las virtudes necesitan ejercitarse para llegar á tal grado de elevacion y pureza; es preciso generalizarlas, antes de establecer clasifi- caciones entre ellas: no hemos llegado todavia á esas dichosas sutilezas, y la beneficencia reclama aun estímulos para difundirse.» Presentes estas consideraciones, admitimos en su esencia los Montes de Piedad tal como se hallan generalmente establecidos y los apoyaremos con to- da la vehemencia de nuestra sólida conviccion, adoptando una frase que ha hecho célebre un poe- ta: conciliemos el interés público con el privado, y de una institucion que pudo ser la obra de los án- geles, hagamos una obra de los hombres. Es decir, que emprendamos lo que es facilmente posible. En nuestro siguiente artículo nos ocuparemos de la organizacion de las Cajas de Ahorros, para hacerlo despues de la de los Montes de Piedad. Juan Nepomuceno Blasco. LA MENSAGERA. - «Golondrina, ¿por qué en mi ventana tu nido has colgado?. Sin cesar una y otra mañana mi sueño has robado, ¿qué quieres de ?». Y responde la alegre viagera: - «Yo canto las flores. Yo de amantes feliz mensagera, secretos de amores te vengo á decir. Cuando tiendo á España mi vuelo, radiante el sol brilla; se tapiza de flores el suelo; se alegra la villa; se enluta Alcalá: Por que acaba el galan estudiante sus dias de enojos, y á la reja en que aguarda su amante, ventura en sus ojos acude á estudiar. Mensage es por eso mi canto de hermosas veladas, y él enjuga en las niñas el llanto si esperan cuitadas que torne el doncel. Yo al turbarlas el cándido sueño con dulce cadencia, les anuncio que vuelve su dueño, que acaba la ausencia, que empieza el placer.» Presurosa la niña sus rejas abrió á la cantora, y la dijo olvidando sus quejas: - «¡Ay! ven cada aurora mi sueño á turbar.» Y de entónces al partir la africana, le encarga su nido; y al retorno la en su ventana su canto querido soñando escuchar. Juan A. de Viedma. Madrid. EL ABATE DE SAINT-GALL. CUENTO POPULAR. I. Los problemas del Emperador. Empiezo por decir que la idea de este cuento no me pertenece puesto que pertenece á todos. La Ilus- tración francesa aunque en diferente forma lo dio á luz hace mucho tiempo y solo he procurado alar- garlo é introducir en él algunos diálogos. Dicho es- to vaya el cuento. Había en otro tiempo un Emperador y un Abate. El Emperador cansado de pelear en defensa de su pátria, volvia victorioso á ocupar el trono y á restablecer la paz en su imperio, cuando pasó por delante del monasterio donde habitaba el Abate de Saint-Gall. Mucho habia oido ponderar el saber de este an- ciano y quiso detenerse un rato en su morada, para agusar su ingenio. - Dios sea con vos - esclamó el Emperador. - Él os guarde - respondió modestamente el in- terpelado. - Habeis de saber, buen Abate - continuó que he oido alabar en demasía vuestro saber y deseo que me deis una prueba de él. Ademas, vos go- zais de una vida demasiado pacífica y eso no os conviene. Atended á lo que voy á proponeros: 1.º Que me digais cuanto puedo yo valer, sen- tado en el trono, con el manto real, la corona puesta, y todo el rango que me pertenece. 2.º Acertarme en cuanto tiempo puedo dar la vuelta al mundo, sin equivocaros un segundo. 3.º Adivinarme lo que esté pensando, y que lo que esté pensando sea un error. Tres meses os doy para resolver estos problemas. Hoy es el dia 12 de Diciembre, si el 12 de Marzo no habéis ido á mi palacio con la solución de los tres enigmas propuestos, os destituyó, os degrado y os ha- go pasear por las calles de la poblacion montado en un burro, de espaldas para su cabeza y de con- siguiente de frente para su rabo. Esto diciendo, marchóse el Emperador, y dejó á nuestro Abate sumido en una especie de estupor, del que vino á sacarlo Pedro, su cabrero. Este era un poco mas anciano que el Abate, pero tan parecido á él, que á no haberles repa- rado la cabeza hubiera sido imposible distin- guirlos. Y digo la cabeza, porque el Abate no conser- vaba ya sus cabellos, mientras que el cabrero los tenia en abundancia. Otra cosa tambien los distinguia en aquel mo- mento. Era el ropaje. - ¿Necesitais algo? -preguntó el recien llegado. - Nada, hijo - retírate. El cabrero hizo una cortesía lo mejor que pu- do y se retiró tan contento como hacia una ho- ra estaba el Abate. - ¡Tres preguntas! - esclamó este viéndose solo - ¡pero que tres preguntas!!. Pensando esto se dirigió á su escritorio, tomó la pluma y escribió á todas las personas mas no- tables del mundo, diciendo lo que le pasaba y á ver si alguno podia resolver los enigmáticos-pro- blemas del Emperador. Pero una por una fué recibiendo las contesta- ciones á sus cartas y todos le respondian que era imposible. Dos meses, poco mas, habian transcurrido y ya entonces nuestro Abate ni comia, ni cenaba ni dormia. Esto llamó la atencion de la comunidad, por- que si hemos de hablar con franqueza, al tal se- ñor no le disgustaba comer bien. Un compañero le preguntó si podria saber lo que tanto le apenaba. Comunicóle este el secreto, y el compañe- ro tuvo que agachar la cabeza y responder que era imposible contestar las preguntas del Empe- rador. Cada vez que el Abate oia la palabra imposible se le helaba la sangre en el cuerpo. Ya se veia destituido del puesto que con tanto placer ocupaba; ya se veia pasear sobre un burro por las calles de la ciudad siendo la risa de todos. El Emperador era bueno pero rijido; esto le ha- cia ver mas claramente que no tenia escapatoria. Paseábase un dia, cuando solo le faltaban tres para presentarse en palacio y sin saber como, ó mejor dicho, maquinalmente se entró por la puer- ta del jardin y empezó á andar por sus calles tris- te y malo al mismo tiempo. Ya no le quedaba recurso alguno. Habia ojeado todos los libros que tenia, pero en valde. ¡Pobre Abate! Le parecia que la atmósfera era un peso enor- me que le oprimia la cabeza, que el canto de los ruiseñores era monótono y frio; que la naturaleza estaba muerta. Andando y embebido en estas meditaciones se salió al campo. El cabrero que no lo perdia de vista, le siguió. El Abate trepó por una montaña. El cabrero trepó en pos de él como lo hubiera hecho una de sus ovejas. Así que aquel hubo llegado á la cima, dejó caer la cabeza sobre el pecho y quedó inmóvil. El pastor se acercó á él y le tocó en el hombro. Un estremecimiento eléctrico sintió el anciano por todo su cuerpo y volvió la cabeza. - ¿Eres ? - dijo - ¿qué quieres? - Desearia, señor Abate, me dijéseis el pesar que os entristece. -Y para qué quieres saberlo si no lo puedes remediar? - Es que quizas.... - ¿Qué quieres decir? - Que donde menos se piensa salta una liebre, lo por esperiencia, señor Abate. - ¿Y crees ?... - Que la liebre saltaria en cuanto indicaseis la madriguera, señor Abate. - Basta de bromas. - Jamás las he usado, señor Abale. - En ese caso deja el señor Abate y háblame co- mo á un igual tuyo. ¿Sabes lo que tengo? - Lo . - ¿Y cómo? - Nunca habia visto á un Emperador, y quise verlo; para esto procuré averiguar el dia en que debia pasar por aquí; le esperé, y le . Despues me oculté en un rincon del monasterio y cuando él os dijo... lo que os dijo, yo me enteré. - ¿Y eres capaz de contestar á las tres pre- guntas? - A las tres. Dadme vuestro ropaje y yo res- ponderé. - Pero... Bien sabeis que tengo la fortuna de ser vuestro retrato; no me conocerá; solamente os ha visto una vez. - La voz...? - En tres meses no se acuerda de vuestra voz; además yo procuraré imitarla. - Yo no tengo cabellos. Ocultaré los mios. eres el ángel de mi guarda, Pedro, si me salvas te ofrezco... - No ofrecedme nada. - ; una cosa que no puedes rechazar, mi amis- tad y mi proteccion. - Gracias, señor Abate, las acepto desde luego... Pero cambiemos de ropa. El anciano saltaba de gozo; ya le parecia el aire eminentementc respirable; el canto de los rui- señores alegre y amoroso; la naturaleza viva y sonriente. Ambos cambiaron sus ropas, y para abreviar, el Abate de Saint-Gall quedó guardando cabras y Pe- dro tomando el carruaje de su dueño, partió aque- lla misma noche para la capital. II. Lo que hizo Pedro. Era el 12 de Marzo. El Emperador sentado en el trono, con el manto puesto sobre los hombros, la corona en la cabeza y el cetro en la mano espera al Abate de Saint- Gall. Un paje anunció la llegada de este, y entre to- dos los caballeros de la córte se oyó un murmullo que queria decir. «Ya está ahí, veamos. Llegó este y presentóse al Emperador. - Dispensadme - dijo - si quedo con la cabeza cu- bierta, pero es necesario que así lo haga para la re- solucion de uno de vuestros problemas, ó la solu- ción de uno de vuestros enigmas. - Bueno - añadió el soberano-contestadme á la primera pregunta. ¿«Cuánto podré valer yo tal co- mo estoy»? - Señor,- respondió el finjido Abate - á Jesucris- to se le vendió en treinta dineros; por mucho que valgais habeis de valer menos que el hijo de Dios; os graduo en veinte y nueve dineros y creo que vuestro orgullo quedará saciado. El Emperador se ruborizó al verse humillado y respondió: - No creí que con tanta facilidad me contes- tariais á la primera pregunta: veamos si os es tan fácil la segunda. ¿En cuánto tiempo puedo dar la vuelta al rededor del mundo? Me habeis de responder sin equivo- caros en un minuto. - Montándoos en el sol, puedo aseguraros que dareis la vuelta al mundo en doce horas. Una mirada de inteligencia y un rumor sordo circuló por todo el auditorio. El Emperador prosiguió: Pasemos á la tercera que es la mas difícil: si no me contestais á ella cumpliré lo que os ofre- en el monasterio. - La última es la mas fácil - respondió sonrién- dose el finjido Abate.. Veamos - continuó algo incómodo el soberano. ¿En qué estoy pensando? Seguramente pensais hablar con el Abate de Saint-Gall. - ¿Y bien? ... eso pienso; pero os dije en vues- tra morada que mi pensamiento habia de ser falso, que yo habia de estar en un error. - Y bien.... en un error estais; yo no soy el Abate de Saint-Gall. - ¿Cómo?! -esclamó el Emperador - y todos los ojos de los oyentes se fijaron en Pedro; el cual descubriéndose dejó caer multitud de cabellos blancos sobre su morena frente como una lluvia de nieve cae sobre el tosco peñon ennegrecido por el continuo embate de los elementos. Aquella cabeza blanca y aquella morena frente eran suficientes pruebas para conocer que el que acababa de hablar no era el Abate. Pedro esplicó quien era y todos alabaron la su- tileza del pastor. El mismo soberano esclamó: - Desde hoy esa ropa te pertenece, lo mismo que á tu señor la de cabrero. En cuanto á él, no habiendo cumplido con lo que le mandé le ha- remos venir y pasear por todas las calles montado en el asno. - Señor - dijo el pastor - ya es viejo Pedro para aprender á leer y saber las cosas de la Iglesia: quede siendo cabrero para lo cual jamás envejece. ¿De qué me serviria saber resolver enigmas si no sabria vivir entre la comunidad? - Veo lo que me dices y desisto tocante á tu nombramiento, pero el Abate de Saint-Gall ha de sufrir su castigo. En cuanto á ya que no quieres el cargo que te propongo pide lo que mejor te pa- rezca. - Voy á tomarme esa libertad, señor Emperador, si vos me ofreceis cumplir lo que os pida. - Te doy palabra de cumplir lo que quieras si está en mi mano. - En vuestras manos está. Habla. - Dejad á mi amo siendo lo que era, talmente como si él y no hubiese sido el que respondió á las preguntas porque yo he sido mandado por él para ejecutar lo que él habia resuelto. - Sea - dijo el Emperador viéndose preso en sus mismas redes. Gracias - contestó el pastor y despidióse. Un profundo silencio reinó en la sala del trono. Nuestro pastor salió de aquel aposento y cuando se vió en la calle, montó en el carruage de su amo y carruage y cabrero tomaron el camino del mo- nasterio. III. Conclusion. En el camino que conducia al monasterio, espe- raba el Abate de Saint-Gall á nuestro pastor y ape- nas vió llegar el coche, le mandó parar, y sacan- do de él á Pedro le condujo sin decirle una palabra á su escritorio donde despues de cerrar la puerta dijo: - Y bien, amigo mio, ¿cómo habéis salido de vuestra empresa? - Os he salvado, señor - y en pocas palabras re- firió á su señor todo lo ocurrido. Este no pudo menos que lanzarse en los brazos del pastor. Desde entónces fueron inseparables. Poco tiempo despues de lo que acabamos de re- ferir, recibió Pedro una carta del Emperador en la que se le asignaba una pension vitalicia, lo su- ficiente para dejar su rebaño. Pedro la aceptó, pero jamás abandonó sus cabras. En cuanto al anciano Abate, se sabe que pronto volvió á recuperar su salud y su buen ape- tito. Todo el monasterio alabó el saber del Abate. Ignoraban que Pedro era el verdadero descifrador. Pero Pedro tenia el consuelo de haber hecho un bien, y el orgullo de ser protegido por el Em- perador. J. C. B. Málaga 1862. DOLORA. A FEDERICO ROBERT. I. - ¿Me ves llorando? ¿Me ves con cuanta amargura lloro? Es que te adoro, te adoro y sufro en silencio, Inés - - ¿Y si me olvidas despues? - No temas, no, que recobre dudas mi amor, ni zozobre la dicha que tanto ansío.... ¡una esperanza, bien mio! (¡Pero Señor, si es tan pobre!) II. - Mis bienes son en verdad de todos envidia, espanto, tanto tengo, tanto, tanto....... que es una barbaridad. Si quiere usted ser mitad de suma tal como indico, no busque usted otro chico con mas talegas que yo: respóndame usted ó . - (¡Pero Señor, si es tan rico!) III. Este el cementerio es, aquí concluye la duda, aquí la verdad desnuda reposa bajo un ciprés. ¿Ves esa tumba? ¿la vés de ese pavimento sobre recuerdos de plata y cobre? pues no dudes Federico que ahí los huesos del rico se juntan con los del pobre. M. B. B. Málaga, 1862. LA MANO DE NIEVE, POR VICTOR BERSEZIO. (CONTINUACION.) Todos los autores adocenados lo adulan y él distribuye entre ellos, segun le parece, los bue- nos y los malos sucesos, la oscuridad y la fama Mira allí aquel caballero con quien el eminente crítico se ha puesto á hablar. Es el primer abo- gado de nuestro foro, el abogado Sinistri; una celebridad curial. Hace la corte á la señora An- toniela y me temo que sea para casarse con ella en las barbas de sus rivales. Instantáneamente el odio mas acendrado contra el jurisconsulto vino á apoderarse de mi co- razon. - De procurador á abogado; - dije yo; - po- bre muger! Segun esto, ella está condenada á no salir jamás de entre el polvo de los legajos de autos. - Mi querido amigo - repuso Ambrosio ese polvo esta mezclado la mayor parte de las ve- ces con polvo de oro. El abogado Sinistri gana mas de veinte mil francos al año. Entonces sin saber porque, miré al abogado con no poca antipatia. Me pareció ver en él la fi- gura prosáica de un ugier: tenia la nariz larga arqueada un poco hacia abajo y llevaba un par de lentes con arco de oro. Descendíanle hacia las mejillas escasos cabe- llos rubios, vagaba siempre por su boca una sonrisa que á mi me parecia de burla abitual y á cada momento se inclinaba en señal de apro- bacion. Ambrosio me dijo acercando su boca á mi oi- do y apretándome el brazo con inquietud: - He ahí al señor Sennuccio que se acerca á nosotros con el poeta Alducci. Apuesto á que viene á reanudar la conversación. Yo te dejo. Y lo hizo tal como lo acababa de decir. EI viejo vino en efecto á hablarme. Señor Dalbene me dijo el recien llegado con sus maneras tan ingénuas como irónicas vues- tro amigo Ambrosio os habrá dicho muchas buenas cosas de , no es cierto? Si. no. - dije yo no sabiendo lo que hacer: quiero decir que hemos hablado de otro particular. Bueno, bueno. Ambrosio es una cabeza va- cia que jamás llegará á ser nada, sabe Vsted nada; ni aun siquiera murmurador. Por lo demás es un buen jóven que cuando tiene el cuello, la ca- beza y el vestido segun la moda se lo ordena, es el mas dichoso, el mas feliz de todos los hombres; que los hierros del peluquero le sean propicios! Ese obtendrá ciertamente el reino de los cielos..... Quiere Vsted que le presente al ilus- tre poeta Alducci, señor Guido. La agradable sensacion que estas palabras me produjeron, me hizo sudar. - Yo! - balbuceé poniéndome colorado como una remolacha - jamás hubiera osado .... seria para mi la mayor fortuna que.... Entónces dejaos llevar. Y, asiéndome de la mano, me condujo al si- tio donde se hallaba el poeta, que era no muy léjos de nosotros y bajo la influencia de los bri- llantes ojos de varias señoras ante las cuales estaba fijo como si la inspiracion estuviese re- voleteando en torno á su cándida frente. Alducci - dijo el viejo - os presento á un es- celente jóven, del que soy sumamente amigo, el señor Guido Dalbene. Esta presentación hizo salir de su estásis al célebre poeta «come persona che per forza é desta» y se volvió instantáneamente. Se fijó sobre casi con aire de fastidiado é inclinó la cabeza con lentitud. Yo lo saludé en la misma forma que lo habia hecho aníe la beldad de la señora viuda. (Continuará.) SONETO. - Tan pálido te encuentro y demacrado Cual si salieras de la negra fosa. - no sabes la plaga que me acosa. - O no tienes un cuarto ó te has casado; Si acreedores y suegra te han cercado, Y es tu cara mitad fea ó celosa. De irascible carácter, ó nerviosa, Habrás á Job mil veces invocado. - ¡Ay no es eso! - Tal vez de una coqueta Te enamoraste al cabo? - ¡Qué! tampoco. - Pues entónces, amigo, qué te inquieta? lo estás, y me quieres volver loco. Mas... ya caigo ¿te dió por ser poeta? - Y escribo en albums ¿te parece poco? T. Málaga. CURACIONES SINGULARES. Plutarco, en un tratado que escribió de «como sacarán los hombres provecho de sus enemigos» cuenta de un hombre que tenia por grande ene- migo suyo á otro llamado Prometeo, al cual an- daba buscando para matarle: ofreciósele la oca- sion de hacerlo, y habiéndole dado diferentes estocadas, una de ellas fué en un lobanillo que Prometeo tenia y que estaba declarado incura- ble: mas habiéndose vaciado de resultas de la herida, quedó enteramente bueno; cosa que no habia podido lograr en muchos años á pesar de todos los remedios y operaciones de la medicina. Plinio escribe de otro llamado Falerio que padecia de un flujo de sangre por la boca con- tinuo é incurable, de resultas de una vena rota: desesperado de no hallar recurso en la medicina y deseando terminar su miserable vida, se en- tró desarmado en una batalla, donde recibió una herida en el pecho, de la cual arrojó mu- cha sangre, cesando en el momento de echarla por la boca: y curándole despues los médicos de la herida quedó enteramente bueno. De Quinto Flavio Máximo escriben que ha- biendo tenido por espacio de muchos años una cuartana pertinaz, entró un dia en batalla con dicha enfermedad, y con la alteracion de la pe- lea, quedó enteramente sano de ella. Pero Mejia dice haber conocido á un hombre notablemente cojo de una herida que habia re- cibido en un muslo, en cuyo estado vivió mu- chos años sin esperar remedio: y que habiendo despues tenido una pendencia, le hicieron otra herida en el mismo sitio de la primera, y que curado que fué, los nervios que se hallaban en- congidos se volvieron á alargar y restaurar de modo que quedó tan sano y perfecto como antes de sufrir ambas estocadas. Solucion á la charada del número anterior. Calavera es el todo de tu charada; por cierto que se encuentra bajo la cara. Mas ten en cuenta que muchos por los hechos son calaveras. N. M. Málaga. Solucion al geroglífico. Entre la muger y el hombre hay una gran diferencia. CHARADA. Una planta conocida vengo á ser, ni mas, ni menos; pero si me haceis pedazos hallareis varios objetos; pues mi primera y segunda dan cosa de fuego y hueso: mi primera y mi tercera andan entre juego y fuego: mi tercera y mi primera es defensa del guerrero: usan segunda y tercera señoras y caballeros: segunda y tercera dan un mitológico engendro; y tercia y segunda es nombre de unos diez y nueve pueblos. Editor responsable, Don Rafael Martos. MÁLAGA. - Imprenta de Don Francisco Gil de Montes, Calle de Cintería, número 3.

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