CODEMA19-LACAR-186162-6
CODEMA19-LACAR-186162-6
Resumen | Número 13 de "La Caridad. Semanario de ciencias, literatura, teatros, costumbres y modas" |
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Archivo | Hemeroteca Municipal de Madrid |
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Typology | Otros |
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Fecha | 30/03/1862 |
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Lugar | Málaga |
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Provincia | Málaga |
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País | España |
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[margen superior: NUMERO 13. DOMINGO 30 DE MARZO. - 1862. AÑO II.] LA CARIDAD.
SEMANARIO DE CIENCIAS, LITERATURA, TEATROS, COSTUMBRES Y MODAS.
Los productos líquidos de este Semanario se entregarán al Excelentísimo é Ilustrísimo Señor Obispo de la Diócesis
para su distribucion entre los Establecimientos de Beneficencia de esta capital.
SUMARIO.
Ideas generales sobre los Montes de Piedad, por Don Juan Nepomuceno Blasco. – La mensagera, por Don Juan A.
de Viedma. – El Abad de Saint-Gall, cuento popular por J. C. B. – Dolora, por M. R. B. – La mano de nieve, novela, con-
tinuacion. – Soneto, por T. – Curaciones singulares. – Solucion á la charada inserta en el número anterior. -
Solucion al Geroglífico. – Charada.
II.
IDEAS GENERALES
SOBRE LOS MONTES DE PIEDAD.
A socorrer oportunamente, con prudencia y con
reserva las necesidades graves y perentorias, com-
batiendo al mismo tiempo ese tráfico usurario, que,
aunque tolerado por nuestra actual legislacion, pug-
na de lleno con la ley de la naturaleza y con las
disposiciones canónicas, deben dirigirse los Mon-
tes de Piedad.
El religioso Bernabé Iteramense creó y difundió
por toda Italia estos benéficos establecimientos,
con los cuales puso un freno poderoso á la faméli-
ca avaricia de los judios, quienes á fuerza de
escandalosos mútuos reducian á la miseria á mul-
titud de familias que en necesidades extremas se
vieran forzadas á implorar el interesado auxilio de
aquellos traficantes despiadados. Generalizáronse
desde luego por todo el mundo cristiano con tan
próspera fortuna que el sacrosanto Concilio de
Trento los colocó en el número de las obras pias,
viéndose patrocinados por personas de la mayor
influencia y de muy distinguida religiosidad.
No obstante, la Iglesia Católica, zelosa defensora
de la integridad y pureza del dogma, cuyo espí-
ritu en punto á caridad se halla consignado en
aquellas hermosas palabras dad prestado sin esperar
nada, fijándose en el corto sacrificio que ecsigen
á los infelices socorridos, y principalmente en los
abusos, á que, como obra de los hombres y mane-
jada por estos, se encuentran espuestos, combatió
los Montes de Piedad, haciendo uso contra ellos de
sus armas espirituales algunos Sumos Pontífices,
con especialidad Benedicto XIII en su constitucion
Jam dudum año de 1729.
Andando el tiempo han sufrido tambien recia
y porfiada oposicion, no ya solo bajo el aspecto
teológico, sino aun bajo el de sus tendencias so-
ciales, alzando el grito en su contra hasta filósofos
de buena ley. En una noticia del Monte de Piedad
de Paris, que hemos tenido á la vista, se dice res-
pecto de aquel establecimiento. «¡Monte de Piedad!
Llamémosle, si se quiere ser exactos, monte ajeno
de toda piedad y compasion: la frase correspon-
derá al objeto á que es relativa.» Ignoramos los
estatutos y reglamentos de aquella grandiosa casa,
cuya entrada y salida de fondos ascendió en solo el
término de los quince años transcurridos desde
1815 á 1830, á la enorme suma de 1.885,000,000
de francos; pero es indudable que el duro apóstro-
fe de Míster J. Anthody solo podia ser aplicable á su
mala organizacion, á abusos en su práctica, ó á
otros vicios inherentes á cualquiera obra de los
hombres, sobre todo cuando posteriormente hemos
visto en aquella Nacion gobiernos de índole dife-
rente estableciendo reglas para el buen órden de su
conservacion en beneficio de los pobres.
En nuestros dias, bien puede asegurarse, no ha-
brá persona alguna, aun entre las mas meticulo-
sas, que no reconozca la utilidad de semejantes
establecimientos ecsistentes en nuestro propio pais
con gran ventaja de las respectivas localidades:
un sábio y virtuoso prelado español los ha llamado
«piedra filosofal de la caridad.» Ellos no conspiran
de modo alguno á la abolicion de la limosna, ni ata-
can en lo mas mínimo á la moral cristiana, la cual
no necesita por su parte despojar á las obras de los
hombres del verdadero mérito que puedan tener,
para lucir como la mas pura, la mas completa y la
mas interesante del universo en todos conceptos.
¡Harto vasto es el campo del infortunio para que
sobre él pueda el fervor religioso derrarmar á ma-
nos llenas el torrente de su inagotable compasion!
Nunca, por muchos y muy acertados que sean los
recursos que invente la prudencia humana para
socorrer las necesidades públicas, han de faltar al-
mas benéficas y modestas, que, apoyadas en el
principio eterno de la caridad, quieran reservarse
para sí solas la eleccion y la recompensa de sus
beneficios, proporcionándoles el mayor placer la idea
de que todos ignoran el bien que hacen y que ni
aun llega á alcanzarles la gratitud. Además, la
opinion de los modernos economistas sobre la bue-
na distribucion, recto uso y ventajas de la limos-
na no está en contradiccion con el concepto que de
ella han formado en todos tiempos lo mismo los
filósofos ilustrados que los caritativos fervorosos. Sé-
neca que celebró á los atenientes por que daban
trabajo á los pobres, el juicioso y austero valenciano
J. L. Vives, el festivo Quevedo, el sábio Pluche...
..... todos, aunque viviendo en siglos y épocas tan
diferentes, están de acuerdo en este particular: la
limosna gratis data, suministrada sin discernimien-
to y por mera costumbre, si bien alivia necesida-
des del momento y ampara á verdaderos necesita-
dos, suele ser un medio, no de extinguir, sino de
aumentar la mendiguez. Peor, mil veces peor es
que perezca de miseria y de hambre el verdadero
pobre, que el que á su sombra se alimenten los vi-
ciosos y y mal entretenidos; pero la esperiencia, maes-
tra de desengaños y juez del acierto, enseña que
las limosnas imprudentes son con frecuencia un es-
tímulo á la holgazaneria, y que cuando se contri-
buye á ellas, se comete un verdadero delito, pues
siendo una propiedad del que absolutamente care-
ce de todo y que no tiene aptitud para trabajar,
deben considerarse como un robo, una usurpacion.
Nuestros principios religiosos nos conducen por el
camino que señala nuestro corazon, y pocas almas
se resisten á las miserias y llantos del que pide
por el amor de Dios; pero estos mismos generosos
impulsos nos revelan la impotencia del medio, nos
demuestran que una limosna acalla el hambre del
dia, pero que allí terminó su influencia.
De intento hemos dejado correr la pluma, á ries-
go de aparecer incongruentes; mas forzoso es con-
signemos nuestra franca opinion en una materia
que las admite algo dudosas, siquiera sea para fun-
damentar lo que en otro lugar tendremos que de-
cir: vengamos ahora á nuestro mas directo é in-
mediato propósito.
Toda la teoría de los Montes de Piedad consiste
en hacer préstamos á módico interés, bajo la ga-
rantía de prendas, que quedan empeñadas, y que
se venden en pública almoneda, caso de no satisfa-
cerse por sus dueños al plazo determinado la can-
tidad recibida.
El mérito de estos establecimientos, y la piedra
de toque para justificar su utilidad, consiste, pre-
supuesto el buen órden de su administracion, en
que hagan los préstamos al menor interés posible,
con facilidad y sencillez y á tiempo oportuno. So-
lo así podrán competir ventajosamente con esas mal
llamadas agencias, que diseminadas por todas par-
tes, á manera de atalayas, acechan sin cesar la oca-
sion de sorprender á sus víctimas, provocándolas
al sacrificio en el momento crítico de su desespe-
racion. Los Montes deben conciliar las seguridades,
que tienen un derecho á exigir para justificar la
legítima procedencia de las prendas que han de ga-
rantizar el pago de sus erogaciones, con la facili-
dad y sencillez de los medios que adopten al in-
tento, no sea que el cúmulo de embarazosas y pro-
lijas diligencias, lastimando la delicadeza de unos
y gastando la paciencia de otros, retraiga á los mas
atendibles de impetrar un auxilio, en cuyas ventajas
deben entrar por mucho el sigilo y la oportuni-
dad.
No en todos los Montes de Piedad se han exi-
gido premios ó réditos para los mútuos: en Nápoles
existia antes de la última revolucion uno cimentado
bajo tales bases. No podemos olvidar la pintura li-
sonjera que para los corazones sensibles hace el
conde de Maule en sus viages de España, Francia
é Inglaterra, tomo 5.º, página 104, de aquel genero-
so establecimiento. «Sus rentas, dice, son copiosas
y se invierten en objetos de misericordia. En él se
comprendió, añade, la virtud de la Caridad en su
sentido purísimo y evangélico. Las limosnas ó prés-
tamos que se exigian por los pobres, y que no po-
dian tener un destino mercantil por su pequeñéz,
se daban sin premio, sobre prendas, por el plazo
de dos años, fijándose el máximum en dos escudos.»
Una institucion de semejante clase, donde, aun-
que bajo fianza, se dispensase gratuitamente á
cuantos indigentes se acercáran un auxilio ade-
cuado á sus necesidades del momento, seria el be-
llo ideal de nuestras mas gratas ilusiones. ¿Pero
como crearla y sostenerla entre nosotros? ¿Podria
ella hacer frente al inmenso aluvion de las cala-
midades públicas? La exigua ventaja de descontar-
se de sus operaciones el importe de un reducido
interés ¿mejoraria tanto la condicion de los nece-
sitados vergonzantes, á los cuales principalmente
se consagra, y á quienes siempre hay que suponer
poseedores de algo para que emprendan aquellas?
Precisamente en Nápoles, en esa gran capital con
su Monte-pio modelo y con mas de sesenta magní-
ficos asilos de caridad y beneficencia espléndida-
mente dotados, abundan los pobres hasta ser su
multitud en proverbio. Y he aquí un ejemplo, que
robustecido con otros muchos y principalmente
con el que nos ofrece Lóndres, emporio del mun-
do filantrópico, donde hasta existe una asociacion
para redimir á los presos por deudas cortas, pue-
de producir un argumento sólido acerca la conve-
niencia social de los Montes-pios fundidos en el
crisol del mas absoluto aunque noble desinterés.
Porque es indudable que tales establecimientos,
aparte de otros muchos inconvenientes, traerian
precisamente consigo la limitacion de sus actos de
generosidad, no bastando apenas para atender á una
mínima parte de los que se presentasen como acree-
dores á impetrarlos; á menos que no se diga que
el tesoro público, ó lo que es lo mismo la comu-
nidad de los contribuyentes, está obligado á resta-
blecer el equilibrio social, jus aequatorium, conside-
rando á la indigencia como un verdadero y forzoso
impuesto sobre la riqueza, lo cual equivaldria á
introducir en nuestro pais la poor-rate de Ingla-
terra con todas sus calamidades y abusos, sancio-
nando disimuladamente, y en su parte mas funes-
ta, las fantásticas máximas de los anabatistas, de
los hermanos Moravos de América, de la colonia
alemana Harmony.... en una palabra, el socia-
lismo puro y neto con cuantos desastres le fueran
consiguientes.
Consignados tenemos nuestros principios, que son
los que han de prevalecer en el mundo positivo,
y consecuentes á ellos, reconociendo y proclaman-
do como justo, santo, inmejorable el deber moral
de asistir las necesidades de la indigencia, no po-
demos prescindir de manifestar que ese deber mo-
ral, para convertirse en político y administrativo,
no puede ni debe tener el mismo fundamento re-
ligioso; porque la única arma de la religion es es-
piritual, porque sus premios y castigos atañen al
alma antes que el cuerpo y tienen por horizonte
la eternidad. La beneficencia atrae hacia Dios por
medio del sentimiento, como la religion inspira
socorrer á los hombres por obligacion. «El desinte-
rés absoluto (son palabras del Señor Conde de Laborde)
puede llamarse una perfeccion de la beneficencia,
como el gusto lo es del talento; pero del mismo
modo que este, las virtudes necesitan ejercitarse
para llegar á tal grado de elevacion y pureza; es
preciso generalizarlas, antes de establecer clasifi-
caciones entre ellas: no hemos llegado todavia á
esas dichosas sutilezas, y la beneficencia reclama
aun estímulos para difundirse.»
Presentes estas consideraciones, admitimos en su
esencia los Montes de Piedad tal como se hallan
generalmente establecidos y los apoyaremos con to-
da la vehemencia de nuestra sólida conviccion,
adoptando una frase que ha hecho célebre un poe-
ta: conciliemos el interés público con el privado, y
de una institucion que pudo ser la obra de los án-
geles, hagamos una obra de los hombres. Es decir,
que emprendamos lo que es facilmente posible.
En nuestro siguiente artículo nos ocuparemos
de la organizacion de las Cajas de Ahorros, para
hacerlo despues de la de los Montes de Piedad.
Juan Nepomuceno Blasco.
LA MENSAGERA.
- «Golondrina, ¿por qué en mi ventana
tu nido has colgado?.
Sin cesar una y otra mañana
mi sueño has robado,
¿qué quieres de mí?».
Y responde la alegre viagera:
- «Yo canto las flores.
Yo de amantes feliz mensagera,
secretos de amores
te vengo á decir.
Cuando tiendo yó á España mi vuelo,
radiante el sol brilla;
se tapiza de flores el suelo;
se alegra la villa;
se enluta Alcalá:
Por que acaba el galan estudiante
sus dias de enojos,
y á la reja en que aguarda su amante,
ventura en sus ojos
acude á estudiar.
Mensage es por eso mi canto
de hermosas veladas,
y él enjuga en las niñas el llanto
si esperan cuitadas
que torne el doncel.
Yo al turbarlas el cándido sueño
con dulce cadencia,
les anuncio que vuelve su dueño,
que acaba la ausencia,
que empieza el placer.»
Presurosa la niña sus rejas
abrió á la cantora,
y la dijo olvidando sus quejas:
- «¡Ay! ven cada aurora
mi sueño á turbar.»
Y de entónces al partir la africana,
le encarga su nido;
y al retorno la vé en su ventana
su canto querido
soñando escuchar.
Juan A. de Viedma.
Madrid.
EL ABATE DE SAINT-GALL.
CUENTO POPULAR.
I.
Los problemas del Emperador.
Empiezo por decir que la idea de este cuento no
me pertenece puesto que pertenece á todos. La Ilus-
tración francesa aunque en diferente forma lo dio
á luz hace mucho tiempo y solo he procurado alar-
garlo é introducir en él algunos diálogos. Dicho es-
to vaya el cuento.
Había en otro tiempo un Emperador y un Abate.
El Emperador cansado de pelear en defensa de
su pátria, volvia victorioso á ocupar el trono y á
restablecer la paz en su imperio, cuando pasó
por delante del monasterio donde habitaba el Abate
de Saint-Gall.
Mucho habia oido ponderar el saber de este an-
ciano y quiso detenerse un rato en su morada,
para agusar su ingenio.
- Dios sea con vos - esclamó el Emperador.
- Él os guarde - respondió modestamente el in-
terpelado.
- Habeis de saber, buen Abate - continuó – que
he oido alabar en demasía vuestro saber y deseo
que me deis una prueba de él. Ademas, vos go-
zais de una vida demasiado pacífica y eso no os
conviene. Atended á lo que voy á proponeros:
1.º Que me digais cuanto puedo yo valer, sen-
tado en el trono, con el manto real, la corona
puesta, y todo el rango que me pertenece.
2.º Acertarme en cuanto tiempo puedo dar la
vuelta al mundo, sin equivocaros un segundo.
3.º Adivinarme lo que esté pensando, y que
lo que esté pensando sea un error.
Tres meses os doy para resolver estos problemas.
Hoy es el dia 12 de Diciembre, si el 12 de Marzo no
habéis ido á mi palacio con la solución de los tres
enigmas propuestos, os destituyó, os degrado y os ha-
go pasear por las calles de la poblacion montado
en un burro, de espaldas para su cabeza y de con-
siguiente de frente para su rabo.
Esto diciendo, marchóse el Emperador, y dejó á
nuestro Abate sumido en una especie de estupor,
del que vino á sacarlo Pedro, su cabrero.
Este era un poco mas anciano que el Abate,
pero tan parecido á él, que á no haberles repa-
rado la cabeza hubiera sido imposible distin-
guirlos.
Y digo la cabeza, porque el Abate no conser-
vaba ya sus cabellos, mientras que el cabrero los
tenia en abundancia.
Otra cosa tambien los distinguia en aquel mo-
mento.
Era el ropaje.
- ¿Necesitais algo? -preguntó el recien llegado.
- Nada, hijo - retírate.
El cabrero hizo una cortesía lo mejor que pu-
do y se retiró tan contento como hacia una ho-
ra estaba el Abate.
- ¡Tres preguntas! - esclamó este viéndose solo -
¡pero que tres preguntas!!.
Pensando esto se dirigió á su escritorio, tomó
la pluma y escribió á todas las personas mas no-
tables del mundo, diciendo lo que le pasaba y á
ver si alguno podia resolver los enigmáticos-pro-
blemas del Emperador.
Pero una por una fué recibiendo las contesta-
ciones á sus cartas y todos le respondian que era
imposible. Dos meses, poco mas, habian transcurrido y ya
entonces nuestro Abate ni comia, ni cenaba ni
dormia.
Esto llamó la atencion de la comunidad, por-
que si hemos de hablar con franqueza, al tal se-
ñor no le disgustaba comer bien.
Un compañero le preguntó si podria saber lo
que tanto le apenaba.
Comunicóle este el secreto, y el compañe-
ro tuvo que agachar la cabeza y responder que
era imposible contestar las preguntas del Empe-
rador.
Cada vez que el Abate oia la palabra imposible
se le helaba la sangre en el cuerpo.
Ya se veia destituido del puesto que con tanto
placer ocupaba; ya se veia pasear sobre un burro
por las calles de la ciudad siendo la risa de todos.
El Emperador era bueno pero rijido; esto le ha-
cia ver mas claramente que no tenia escapatoria.
Paseábase un dia, cuando solo le faltaban tres
para presentarse en palacio y sin saber como, ó
mejor dicho, maquinalmente se entró por la puer-
ta del jardin y empezó á andar por sus calles tris-
te y malo al mismo tiempo.
Ya no le quedaba recurso alguno.
Habia ojeado todos los libros que tenia, pero en
valde.
¡Pobre Abate!
Le parecia que la atmósfera era un peso enor-
me que le oprimia la cabeza, que el canto de los
ruiseñores era monótono y frio; que la naturaleza
estaba muerta.
Andando y embebido en estas meditaciones se
salió al campo.
El cabrero que no lo perdia de vista, le siguió.
El Abate trepó por una montaña.
El cabrero trepó en pos de él como lo hubiera
hecho una de sus ovejas.
Así que aquel hubo llegado á la cima, dejó caer
la cabeza sobre el pecho y quedó inmóvil.
El pastor se acercó á él y le tocó en el hombro.
Un estremecimiento eléctrico sintió el anciano
por todo su cuerpo y volvió la cabeza.
- ¿Eres tú? - dijo - ¿qué quieres?
- Desearia, señor Abate, me dijéseis el pesar que
os entristece.
-Y para qué quieres saberlo si no lo puedes
remediar?
- Es que quizas....
- ¿Qué quieres decir?
- Que donde menos se piensa salta una liebre,
lo sé por esperiencia, señor Abate.
- ¿Y crees tú?...
- Que la liebre saltaria en cuanto indicaseis
la madriguera, señor Abate.
- Basta de bromas.
- Jamás las he usado, señor Abale.
- En ese caso deja el señor Abate y háblame co-
mo á un igual tuyo. ¿Sabes lo que tengo?
- Lo sé.
- ¿Y cómo?
- Nunca habia visto á un Emperador, y quise
verlo; para esto procuré averiguar el dia en que
debia pasar por aquí; le esperé, y le ví. Despues
me oculté en un rincon del monasterio y cuando
él os dijo... lo que os dijo, yo me enteré.
- ¿Y eres capaz de contestar á las tres pre-
guntas?
- A las tres. Dadme vuestro ropaje y yo res-
ponderé.
- Pero...
Bien sabeis que tengo la fortuna de ser vuestro
retrato; no me conocerá; solamente os ha visto
una vez.
- La voz...?
- En tres meses no se acuerda de vuestra voz;
además yo procuraré imitarla.
- Yo no tengo cabellos.
Ocultaré los mios.
Tú eres el ángel de mi guarda, Pedro, si
me salvas te ofrezco...
- No ofrecedme nada.
- Sí; una cosa que no puedes rechazar, mi amis-
tad y mi proteccion.
- Gracias, señor Abate, las acepto desde luego...
Pero cambiemos de ropa.
El anciano saltaba de gozo; ya le parecia el
aire eminentementc respirable; el canto de los rui-
señores alegre y amoroso; la naturaleza viva y
sonriente.
Ambos cambiaron sus ropas, y para abreviar, el
Abate de Saint-Gall quedó guardando cabras y Pe-
dro tomando el carruaje de su dueño, partió aque-
lla misma noche para la capital.
II.
Lo que hizo Pedro.
Era el 12 de Marzo.
El Emperador sentado en el trono, con el manto
puesto sobre los hombros, la corona en la cabeza
y el cetro en la mano espera al Abate de Saint-
Gall.
Un paje anunció la llegada de este, y entre to-
dos los caballeros de la córte se oyó un murmullo
que queria decir. «Ya está ahí, veamos.
Llegó este y presentóse al Emperador.
- Dispensadme - dijo - si quedo con la cabeza cu-
bierta, pero es necesario que así lo haga para la re-
solucion de uno de vuestros problemas, ó la solu-
ción de uno de vuestros enigmas.
- Bueno - añadió el soberano-contestadme á la
primera pregunta. ¿«Cuánto podré valer yo tal co-
mo estoy»?
- Señor,- respondió el finjido Abate - á Jesucris-
to se le vendió en treinta dineros; por mucho que
valgais habeis de valer menos que el hijo de Dios;
os graduo en veinte y nueve dineros y creo que
vuestro orgullo quedará saciado.
El Emperador se ruborizó al verse humillado y
respondió:
- No creí que con tanta facilidad me contes-
tariais á la primera pregunta: veamos si os es tan
fácil la segunda.
¿En cuánto tiempo puedo dar la vuelta al rededor
del mundo? Me habeis de responder sin equivo-
caros en un minuto.
- Montándoos en el sol, puedo aseguraros que
dareis la vuelta al mundo en doce horas.
Una mirada de inteligencia y un rumor sordo
circuló por todo el auditorio.
El Emperador prosiguió:
Pasemos á la tercera que es la mas difícil: si
no me contestais á ella cumpliré lo que os ofre-
cí en el monasterio.
- La última es la mas fácil - respondió sonrién-
dose el finjido Abate..
– Veamos - continuó algo incómodo el soberano.
¿En qué estoy pensando?
Seguramente pensais hablar con el Abate de
Saint-Gall.
- ¿Y bien? ... eso pienso; pero os dije en vues-
tra morada que mi pensamiento habia de ser falso,
que yo habia de estar en un error.
- Y bien.... en un error estais; yo no soy el
Abate de Saint-Gall.
- ¿Cómo?! -esclamó el Emperador - y todos los
ojos de los oyentes se fijaron en Pedro; el cual
descubriéndose dejó caer multitud de cabellos
blancos sobre su morena frente como una lluvia de
nieve cae sobre el tosco peñon ennegrecido por
el continuo embate de los elementos.
Aquella cabeza blanca y aquella morena frente
eran suficientes pruebas para conocer que el que
acababa de hablar no era el Abate.
Pedro esplicó quien era y todos alabaron la su-
tileza del pastor.
El mismo soberano esclamó:
- Desde hoy esa ropa te pertenece, lo mismo
que á tu señor la de cabrero. En cuanto á él,
no habiendo cumplido con lo que le mandé le ha-
remos venir y pasear por todas las calles montado
en el asno.
- Señor - dijo el pastor - ya es viejo Pedro para
aprender á leer y saber las cosas de la Iglesia:
quede siendo cabrero para lo cual jamás envejece.
¿De qué me serviria saber resolver enigmas si no
sabria vivir entre la comunidad?
- Veo lo que me dices y desisto tocante á tu
nombramiento, pero el Abate de Saint-Gall ha de
sufrir su castigo. En cuanto á tí ya que no quieres
el cargo que te propongo pide lo que mejor te pa-
rezca.
- Voy á tomarme esa libertad, señor Emperador,
si vos me ofreceis cumplir lo que os pida.
- Te doy palabra de cumplir lo que tú quieras
si está en mi mano.
- En vuestras manos está.
– Habla.
- Dejad á mi amo siendo lo que era, talmente
como si él y no yó hubiese sido el que respondió
á las preguntas porque yo he sido mandado por
él para ejecutar lo que él habia resuelto.
- Sea - dijo el Emperador viéndose preso en sus
mismas redes.
– Gracias - contestó el pastor y despidióse.
Un profundo silencio reinó en la sala del trono.
Nuestro pastor salió de aquel aposento y cuando
se vió en la calle, montó en el carruage de su amo
y carruage y cabrero tomaron el camino del mo-
nasterio.
III.
Conclusion. En el camino que conducia al monasterio, espe-
raba el Abate de Saint-Gall á nuestro pastor y ape-
nas vió llegar el coche, le mandó parar, y sacan-
do de él á Pedro le condujo sin decirle una palabra
á su escritorio donde despues de cerrar la puerta
dijo:
- Y bien, amigo mio, ¿cómo habéis salido de
vuestra empresa?
- Os he salvado, señor - y en pocas palabras re-
firió á su señor todo lo ocurrido.
Este no pudo menos que lanzarse en los brazos
del pastor.
Desde entónces fueron inseparables.
Poco tiempo despues de lo que acabamos de re-
ferir, recibió Pedro una carta del Emperador en
la que se le asignaba una pension vitalicia, lo su-
ficiente para dejar su rebaño.
Pedro la aceptó, pero jamás abandonó sus cabras.
En cuanto al anciano Abate, se sabe que
pronto volvió á recuperar su salud y su buen ape-
tito.
Todo el monasterio alabó el saber del Abate.
Ignoraban que Pedro era el verdadero descifrador.
Pero Pedro tenia el consuelo de haber hecho un
bien, y el orgullo de ser protegido por el Em-
perador.
J. C. B.
Málaga 1862.
DOLORA.
A FEDERICO ROBERT.
I.
- ¿Me ves llorando? ¿Me ves
con cuanta amargura lloro?
Es que te adoro, te adoro
y sufro en silencio, Inés -
- ¿Y si me olvidas despues?
- No temas, no, que recobre
dudas mi amor, ni zozobre
la dicha que tanto ansío....
¡una esperanza, bien mio!
– (¡Pero Señor, si es tan pobre!)
II.
- Mis bienes son en verdad
de todos envidia, espanto,
tanto tengo, tanto, tanto.......
que es una barbaridad.
Si quiere usted ser mitad
de suma tal como indico,
no busque usted otro chico
con mas talegas que yo:
respóndame usted sí ó nó.
- (¡Pero Señor, si es tan rico!)
III.
Este el cementerio es,
aquí concluye la duda,
aquí la verdad desnuda
reposa bajo un ciprés.
¿Ves esa tumba? ¿la vés
de ese pavimento sobre
recuerdos de plata y cobre?
pues no dudes Federico
que ahí los huesos del rico
se juntan con los del pobre.
M. B. B.
Málaga, 1862.
LA MANO DE NIEVE,
POR
VICTOR BERSEZIO.
(CONTINUACION.)
Todos los autores adocenados lo adulan y él
distribuye entre ellos, segun le parece, los bue-
nos y los malos sucesos, la oscuridad y la fama…
Mira allí aquel caballero con quien el eminente
crítico se ha puesto á hablar. Es el primer abo-
gado de nuestro foro, el abogado Sinistri; una
celebridad curial. Hace la corte á la señora An-
toniela y me temo que sea para casarse con ella
en las barbas de sus rivales.
Instantáneamente el odio mas acendrado contra
el jurisconsulto vino á apoderarse de mi co-
razon.
- De procurador á abogado; - dije yo; - po-
bre muger! Segun esto, ella está condenada á no
salir jamás de entre el polvo de los legajos de
autos.
- Mi querido amigo - repuso Ambrosio – ese
polvo esta mezclado la mayor parte de las ve-
ces con polvo de oro. El abogado Sinistri gana
mas de veinte mil francos al año.
Entonces sin saber porque, miré al abogado
con no poca antipatia. Me pareció ver en él la fi-
gura prosáica de un ugier: tenia la nariz larga
arqueada un poco hacia abajo y llevaba un par
de lentes con arco de oro.
Descendíanle hacia las mejillas escasos cabe-
llos rubios, vagaba siempre por su boca una
sonrisa que á mi me parecia de burla abitual
y á cada momento se inclinaba en señal de apro-
bacion.
Ambrosio me dijo acercando su boca á mi oi-
do y apretándome el brazo con inquietud:
- He ahí al señor Sennuccio que se acerca á
nosotros con el poeta Alducci. Apuesto á que
viene á reanudar la conversación. Yo te dejo.
Y lo hizo tal como lo acababa de decir.
EI viejo vino en efecto á hablarme.
– Señor Dalbene – me dijo el recien llegado con
sus maneras tan ingénuas como irónicas – vues-
tro amigo Ambrosio os habrá dicho muchas
buenas cosas de mí, no es cierto?
– Si…. no…. - dije yo no sabiendo lo que
hacer: quiero decir que hemos hablado de otro
particular.
Bueno, bueno. Ambrosio es una cabeza va-
cia que jamás llegará á ser nada, sabe Vsted nada;
ni aun siquiera murmurador. Por lo demás es
un buen jóven que cuando tiene el cuello, la ca-
beza y el vestido segun la moda se lo ordena,
es el mas dichoso, el mas feliz de todos los
hombres; que los hierros del peluquero le sean
propicios! Ese obtendrá ciertamente el reino de
los cielos..... Quiere Vsted que le presente al ilus-
tre poeta Alducci, señor Guido.
La agradable sensacion que estas palabras me
produjeron, me hizo sudar.
- Yo! - balbuceé poniéndome colorado como
una remolacha - jamás hubiera osado .... seria
para mi la mayor fortuna que....
Entónces dejaos llevar.
Y, asiéndome de la mano, me condujo al si-
tio donde se hallaba el poeta, que era no muy
léjos de nosotros y bajo la influencia de los bri-
llantes ojos de varias señoras ante las cuales
estaba fijo como si la inspiracion estuviese re-
voleteando en torno á su cándida frente.
– Alducci - dijo el viejo - os presento á un es-
celente jóven, del que soy sumamente amigo, el
señor Guido Dalbene.
Esta presentación hizo salir de su estásis al
célebre poeta
«come persona che per forza é desta»
y se volvió instantáneamente. Se fijó sobre mí
casi con aire de fastidiado é inclinó la cabeza con
lentitud. Yo lo saludé en la misma forma que
lo habia hecho aníe la beldad de la señora viuda.
(Continuará.)
SONETO.
- Tan pálido te encuentro y demacrado
Cual si salieras de la negra fosa.
- Tú no sabes la plaga que me acosa.
- O no tienes un cuarto ó te has casado;
Si acreedores y suegra te han cercado,
Y es tu cara mitad fea ó celosa.
De irascible carácter, ó nerviosa,
Habrás á Job mil veces invocado.
- ¡Ay no es eso! - Tal vez de una coqueta
Te enamoraste al cabo? - ¡Qué! tampoco.
- Pues entónces, amigo, qué te inquieta?
Tú lo estás, y me quieres volver loco.
Mas... ya caigo ¿te dió por ser poeta?
- Y escribo en albums ¿te parece poco?
T.
Málaga.
CURACIONES SINGULARES.
Plutarco, en un tratado que escribió de «como
sacarán los hombres provecho de sus enemigos»
cuenta de un hombre que tenia por grande ene-
migo suyo á otro llamado Prometeo, al cual an-
daba buscando para matarle: ofreciósele la oca-
sion de hacerlo, y habiéndole dado diferentes
estocadas, una de ellas fué en un lobanillo que
Prometeo tenia y que estaba declarado incura-
ble: mas habiéndose vaciado de resultas de la
herida, quedó enteramente bueno; cosa que no
habia podido lograr en muchos años á pesar de
todos los remedios y operaciones de la medicina.
Plinio escribe de otro llamado Falerio que
padecia de un flujo de sangre por la boca con-
tinuo é incurable, de resultas de una vena rota:
desesperado de no hallar recurso en la medicina
y deseando terminar su miserable vida, se en-
tró desarmado en una batalla, donde recibió
una herida en el pecho, de la cual arrojó mu-
cha sangre, cesando en el momento de echarla
por la boca: y curándole despues los médicos
de la herida quedó enteramente bueno.
De Quinto Flavio Máximo escriben que ha-
biendo tenido por espacio de muchos años una
cuartana pertinaz, entró un dia en batalla con
dicha enfermedad, y con la alteracion de la pe-
lea, quedó enteramente sano de ella.
Pero Mejia dice haber conocido á un hombre
notablemente cojo de una herida que habia re-
cibido en un muslo, en cuyo estado vivió mu-
chos años sin esperar remedio: y que habiendo
despues tenido una pendencia, le hicieron otra
herida en el mismo sitio de la primera, y que
curado que fué, los nervios que se hallaban en-
congidos se volvieron á alargar y restaurar de
modo que quedó tan sano y perfecto como antes
de sufrir ambas estocadas.
Solucion á la charada del
número anterior.
Calavera es el todo
de tu charada;
por cierto que se encuentra
bajo la cara.
Mas ten en cuenta
que muchos por los hechos
son calaveras.
N. M.
Málaga.
Solucion al geroglífico.
Entre la muger y el hombre
hay una gran diferencia.
CHARADA.
Una planta conocida
vengo á ser, ni mas, ni menos;
pero si me haceis pedazos
hallareis varios objetos;
pues mi primera y segunda
dan cosa de fuego y hueso:
mi primera y mi tercera
andan entre juego y fuego:
mi tercera y mi primera
es defensa del guerrero:
usan segunda y tercera
señoras y caballeros:
segunda y tercera dan
un mitológico engendro;
y tercia y segunda es nombre
de unos diez y nueve pueblos.
Editor responsable, Don Rafael Martos.
MÁLAGA. - Imprenta de Don Francisco Gil de Montes,
Calle de Cintería, número 3.
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