CODEMA19-LACAR-186162-5
CODEMA19-LACAR-186162-5
Resumen | Número 8 de "La Caridad. Semanario de ciencias, literatura, teatros, costumbres y modas" |
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Archivo | Hemeroteca Municipal de Madrid |
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Typology | Otros |
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Fecha | 23/02/1862 |
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Lugar | Málaga |
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Provincia | Málaga |
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País | España |
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[margen superior: NUMERO .8 DOMINGO 23 DE FEBRERO. - 1862. AÑO II.] LA CARIDAD.
SEMANARIO DE CIENCIAS, LITERATURA, TEATROS, COSTUMBRES Y MODAS.
Los productos líquidos de este Semanario se entregarán al Excelentísimo é Ilustrísimo Señor Obispo de la Diócesis
para su distribucion entre los Establecimientos de Beneficencia de esta capital.
SUMARIO.
Del modo de santificarse cada uno en su estado. – Revista, poesia por J. H. de M. – No es para todos la cór-
te, articulo de costumbres por Don Francisco Muñoz y Ruiz. – Una buena accion, poesia por Don José D. Bruna. – La mano
de nieve, novela, continuacion. – Máximas y sentencias varias: de la obra-claros varones de España. Toledo
1486, continuacion. – Soluciones á la charada del número anterior. – Charadas.
Se nos remite para su incersion el siguiente ar-
tículo debido á la bien cortada pluma del señor
doctoral de Cádiz, Don Diego Herreros y Espinosa,
cuyo mérito, para nosotros, se prueba dándole el
preferente lugar que le damos.
DEL MODO
DE
SANTIFICARSE CADA UNO
EN SU ESTADO.
Es menester convenir en que es una idea muy
falsa la que el mundo se forma de la santidad, repre-
sentándola como una cosa dura, austera, é imprac-
ticable, á la apenas es permitido aspirar. Se
imaginan que la vida de las personas de piedad
está siempre sumerjida en el seno de la melanco-
lía; que sus semblantes están siempre cubiertos de
nubes sombrías; que su corazon no se alza nunca
á la alegría; que jamas se le muestran dias sere-
nos y tranquilos: idea falsa, injusta, que la razon
no ha dictado jamás, que la verdad niega y que solo
el amor propio se ha formado á sí mismo para
tener un pretesto de abandonar la santidad, al
representársela como superior á sus fuerzas. No,
la santidad no es como se lo imaginan, siempre
agreste y metida en los bosques, siempre sangrienta
y herizada de espinas, siempre triste y cubierta de
cenizas y cilicios; la santidad se encuentra en las
ciudades asi como en los desiertos, sobre los tro-
nos como en la oscuridad y en el polvo, y no
está menos bajo la púrpura que bajo los harapos.
Oh Israel! decia en otros tiempos el profeta á su
pueblo, no penseis que la ley santa que Dios os
impone esté distante de vosotros y que sea superior
á vuestras fuerzas. No, para observarla no es ne-
cesario ni andar errante por los desiertos, ni subir
por las montañas, ni atravesar los mares; podreis
tenerla sin salir de vuestra patria sin renunciar á
vuestros bienes, sin prodigar ni esponer vuestra vi-
da; Dios, que conoce vuestra debilidad, ha puesto
la santidad á vuestro alcance, y no se dejará bus-
car jamás mucho tiempo, si la buscais con since-
ridad.
Pero, en fin, ¿en qué consiste, pues, la santidad
y qué es menester hacer para ser santo? Oh,
hombres formados para el Cielo! ¿Quereis apren-
der á ser santos y conocer el camino que conduce
á la santidad? Ah, si se les dijesen á las personas
del mundo ¿quereis saber la manera de llegar á
ser ricos, de haceros dichosos sobre la tierra? ¡Con
qué alegria no recibiran esta noticia, con qué avi-
dez no prestarian un oido atento!
Tengo algo mas grande que anunciar, es el mo-
do de ser santo, es decir, de ser rico, de ser di-
choso para el cielo; y este medio es tanto mas con-
solador cuanto que es mas seguro y mas infalible.
Porque en fin, ¿qué se necesita para ser santo?
Vedlo aquí en dos palabras: no se trata sino de
llenar fielmente los deberes de vuestro estado; ¿los
conoceis? pues sois sábios; ¿los llenais? sois santos
Dios no os pide otra cosa. La razon primera y
fundamental es que en efecto los estados han sido
establecidos por la Providencia; que la Providencia
habiendo arreglado los estados debe dar los me-
dios de santificarse en ellos: estos medios de san-
tificacion deben estar al alcance de todo el mundo
en todos los estados. Porque ¿qué medios mas
al alcance de todo el mundo en cado estado, que
el cumplimiento de los deberes en este mismo es-
tado, supuesto el auxilio divino? Luego el cumpli-
miento de estos deberes debe ser el medio infali-
ble para ser santos, porque asi cumplimos la vo-
luntad de Dios. Lo que digo, lo digo á todos, dice
el Salvador: Omnibus dico. (Marcos. 14)
Así, grandes del mundo, si quereis ser santos,
no os lleneis de vuestra elevacion, os haria odiosos;
imágenes de Dios sobre la tierra no hagais sentir
vuestra grandeza sino por vuestras buenas obras, no
seais grandes sino para ser santos.
Magistrados colocados sobre el foro, destina-
dos á hacer justicia, y á decidir de la suerte de
los hombres, tened siempre en la mano la balan-
za igual; que jamás el interés ni la prevencion la
hagan inclinar. Acordaos que vuestros fallos y sus
motivos serán pesados un dia en la balanza del san-
tuario.
Negociantes ocupados de vuestro comercio, que
la probidad sea la base, el crédito sea el sosten.
No envidies las grandes fortunas; son á veces sos-
pechosas de grandes prevaricaciones y siempre su-
jetas á grandes reveses.
Artesanos reducidos á un trabajo constante y pe-
noso, no lo empeceis jamas sin ofrecerlo á Dios
para atraer sus bendiciones. El mismo Jesu-Cristo
trabajó sobre tierra; ¡qué modelo para santificar
vuestra accion! ¡qué causa para santificar vues-
tros trabajos!
Padres de familia, si quereis ser santos criad
á vuestros hijos en el temor de Dios, dejadles al
menos esta preciosa herencia; vale mas que la
de los tesoros.
Madres cristianas, no os hagais de la santidad
una idea: brillante y estraordinaria, velad sobre
vuestros criados, tened la vista sobre el porme-
nor de la casa y de la familia: no creais estos cui-
dados indignos de vosotras; la muger fuerte no enten-
dia principalmente en otras ocupaciones; sin em-
bargo, el Espíritu-Santo ha hecho el elogio de
ella; es por la noble simplicidad de estos rasgos
por lo que la representa.
Hijos, tened hácia vuestros padres respeto, su-
mision y ternura; es por estas cualidades por las
que se os puede reconocer por hijos de Dios.
Hijas cristianas, si quereis ser santas conservad
el decoro de vuestro sexo y de vuestro estado, es de-
cir que el pudor repose sobre vuestras frentes; que
la discrecion dicte vuestras palabras; que la timi-
dez dirija todas vuestras miradas; que la modestia
sea vuestro mas bello ornamento: son vuestros
verdaderos méritos segun Dios y segun el mundo.
Criados, pues que la santidad se estiende á todos,
acordaos que Jesu-Cristo ha servido por sí mismo
á sus apóstoles; servid, pues á vuestros amos con
exactitud y fidelidad sobre la tierra; á este precio
llegareis á reinar un dia en el cielo.
En fin, cristianos quien quiera que seais no
podreis estar sino de estos dos estados; ó en la pros-
peridad ó en la afliccion; si estais en la prosperidad,
no tengo sino estas palabras que deciros: desconfiad
de vuestro estado; él es peligroso, porque de ordina-
rio el estado de prosperidad no es el que forma los
santos. Para vosotros que gemís en la afliccion,
vuestro estado es triste y penoso, es verdad; pero
cuando considero el cielo, veo que todos los santos
han andado por este camino; es, pues, el camino
del cielo; caminad por él con resignacion, besad la
mano que os hiera, ofreced vuestras penas con es-
píritu de penitencia por vuestros pecados. Sereis
santos y un dia sereis dichos. ¡Que estos senti-
mientos queden gravados en vuestros corazones!
Para llenar á la santidad, no hay sino llenar los
deberes del estado de cada cual. Y cuando digo debe-
res, quiero decir aun los deberes mas ordinarios y co-
munes, los que tenemos todos los dias á nuestra
vista y en nuestras manos: ser buen padre, ser
amigo, buen ciudadano, buen patriota; es decir
que para ser santos, no seria preciso hacer si-
no lo que hacemos, pero hacerlo de otro modo que
lo hacemos, nuestro empleo, nuestro negocio, nues-
tro trabajo, nuestras confesiones, nuestras comu-
niones, en una palabra, nuestras acciones ordina-
rias; pero nuestro empleo con mas fidelidad; nues-
tras oraciones con mas atencion; nuestras confesio-
nes con mas dolor; nuestras comuniones con mas
fervor; todas nuestras acciones con mas órden, mas
exactitud, mas pureza de intencion: ved lo que ha-
cen los santos, y los grandes santos. En lo que so-
mos muy culpables y muy de compadecer, es que
teniendo un medio tan fácil para llegarlo á ser, lo
abandonamos; es decir, que teniendo tesoros en
nuestras manos, los dejamos escapar, á riesgo de
perderlos para siempre.
Elevemos, pues, nuestras miras y nuestros senti-
mientos; y en cualquier estado que estuviéremos,
consagrémonos á la santidad y trabajemos sin de-
mora para llegar á ser santos.
Pero santos en todo, en todas las circunstancias
y en todos los tiempos.
Santos en nuestros pensamientos y que nuestro
espíritu no conciba sino lo que sea digno de Dios.
Santos en nuestras afecciones y que nuestro co-
razon, hecho para Dios, esté cerrado á toda afeccion
harto humana.
Santos en nuestras acciones, que la gracia sea
su principio y que la piedad sea su alma.
Santos en nuestras controversias; que siempre
sean dirijidas por los senderos de la justicia.
Santos en el interior de las casas, para hacer
reinar el órden, la concordia y la paz; y santos
fuera de ella para dar la edificacion, el buen
ejemplo.
Santos en el matrimonio y el celibato.
Santos en la abundancia y en la escasez; santos
en el consuelo y en el abandono; santos en las en-
fermedades y en la salud; santos en la vida y san-
tos en la muerte; santos en el tiempo y santos en
la eternidad. Este es el término feliz que debe ser-
virnos á todos un dia en la plenitud de los santos.
REVISTA.
Amo á una Concha, lectores,
cual el capullo al rocío,
cual la doncella á las flores,
cual las aves al estío,
cual al pez los pescadores.
Amo á una Gracia hechicera
cual á la noche el que espía,
cual á su presa la fiera,
cual los que sufren al dia,
cual la flor á la pradera.
Tengo una amiga, Joaquina,
que me enloquecen sus ojos,
su sonrisa peregrina,
su talle y sus lábios rojos
y su frente alabastrina.
Tengo una amiga, Consuelo,
que vive en la misma calle,
flor nueva en mi pátrio suelo,
de ojos de color de cielo,
de lindo y flexible talle.
Tengo otra amiga, Maria,
que es de las flores hermana,
y que al despuntar el dia
tras la verde celosia
la contemplo en su ventana.
Tengo una Carmen, morena
por la que ha tiempo suspiro
y vivo en contínua pena;
por su sonrisa deliro
y su gracia me enagena.
Tengo una Trini divina,
una Amélia seductora,
una elegante Paulina,
una inolvidable Aurora
y una graciosa Justina.
Reunidas á un baile irán
una noche no lejana,
y conferenciando están
de la tarde á la mañana
los trajes que lucirán.
Mas sé, por la peinadora,
y este conducto es bien fijo,
que Conchita por ahora,
segun anoche le dijo,
irá de antigua señora.
Que de muy lindos colores
llevará Gracia un vestido
con oro y seda tejido,
siendo los cortes mejores
que hasta la fecha han venido.
Que vá Amélia de espartana,
Joaquina de primavera,
Maria de segoviana,
Justina de jardinera
y Consuelo de aldeana.
Que no vá Trini hasta ahora,
que Cármen vá de pasiega,
Paulina de labradora,
y, si se decide, Aurora
llevará un traje de griega.
Mas si todo al fin es cuento
mucho, lectoras, lo siento
y en ello tengo un pesar;
mas lo que puedo afirmar,
y en esto si que no miento,
es que ayer con voz sonora
lo contó una peinadora
que vino á esta redaccion
cuando daba la oracion,
á peinar á mi señora.
F. H. de M.
Málaga. Febrero 1862.
NO ES PARA TODOS LA CÓRTE.
Don Anacleto Campanillas y Cabezudo, era un hom-
bre que frisaba en los cuarenta y cinco años y por
mas que intentára hacer el pollo, semejante preten-
sion se estrellaba ante la perspectiva de su bigote
cano, su tez marchita y su figura un tanto apelma-
zada, que denunciaban sin piedad la inflecsible fe-
cha de su partida de bautismo.
De noble estirpe y de fortuna escasa, si bien so-
brada para cubrir con holgura las diminutas nece-
sidades de un cotorron lugareño, era un hidalgo de
aldea hecho y derecho con sus puntas de erudito,
gracias á las lecciones de latin que en su dia reci-
biera del dómine del pueblo, y de alguna novela del
fecundo catálogo de Dumas, que habia devorado con
avidez, gravando mucha parte de ella en su memo-
ria á fuerza de repetirla sin ton ni son, circunstan-
cia que le hacia pasar entre sus convecinos por un
señorito de primo cartello.
No habiendo salido nunca del lugar, dicho se es-
tá que no conocia la sociedad ni por el forro. Muy
lejos, sin embargo, de pasar tal idea por su ataru-
gada cabeza se consideraba muy capaz de dar gol-
pe en el gran mundo con sus citas traidas por los
cabellos, ya del consabido Dumas, ya de Tito Livio
y algun otro clásico del repertorio latino, que apli-
caba con tanta oportunidad como sus refranes el sin
par adlatere del caballero de la triste figura.
Con tan altas aspiraciones y alucinado con los
relatos de los trajineros de su Insula y algun otro
transeunte, ardia en deseos de visitar la coronada
villa, que su imajinacion le pintaba como un segun-
do Paraiso, donde ademas de fruiciones se prometia
hacer alarde de sus encumbradas prendas, adqui-
riendo honra y prez entre los contemporáneos y fa-
ma póstuma é imperecedera.
Despues de mil proyectos fracasados llegó por
fin el anhelado momento: nuestro personage reu-
niendo toda la fueza de su voluntad, porque era
necesario tenerla grande para hacer en aquel tiem-
po una caminata de treinta leguas, se proveyó
de algunas cartas recomendatorias debidas al ciru-
jano y algun otro cacique y la emprendió para la
Córte encaramado en su mula alta de talla, for-
mando el continente y contenido parte integrante
de la recua portadora de cereales, produccion que
esclusivamente constituia el tráfico de aquella co-
marca.
Escusando, por sabidos en demasía, los prosáicos
y nada placenteros detalles de un viage á lomo, pon-
dremos de un tiron á nuestro viandante en medio
de la plaza de la Cebada, donde hubo de llegar al
sesto dia de su peregrinacion, instalándose en un
desaliñado caramachon de la posada del Cuco.
Colocado allí su equipage, consistente en un de-
teriorado maletin de baqueta, y descargándose some-
ramente del polvo del camino, su primera diligen-
cia fué lanzarse á la calle aguijado por la impacien-
te curiosidad de contemplar el maravilloso cuadro de
la capital de la Monarquía.
Pero no bien habia andado algunos pasos cuan-
do de repente se vé sorprendido por retaguardia
con un apreton de mayor marca.
- ¡Qué alevosía es esta! ¿Quién tan descomunal-
mente ataca á un inofensivo transeunte, prototipo de
la mas refinada inocencia?
– Quien ha de ser, tu paisano, tu antiguo con-
discípulo de la escuela de Don Hermógenes.
– Oh deleitable sorpresa! Tú aquí insigne Pania-
gua. Despues de tan larga ausencia... Pero ¿qué es
de tu vida, á qué altura te hallas?
– He progresado, querido Anacleto, he progresado.
Tengo veinte mil reales de sueldo.
Caspita! tendrás un buen padrino, te habrás
agarrado á buenas aldabas, porque tu caletre....
Nunca olvidaré que nuestro índito dómine decia
cuando estudiábamos: «sois un par de bípedos de
grueso calibre, pero Luisito con sus tremendas ore-
jas despunta como el rey Midas.»
– Así seria, pero entretanto aquel Fray Gerun-
dio no ha pasado de dar rebuznos en el lugar, y yo
soy todo un empleado en la Córte, y con muy encum-
bradas relaciones por aditamento. Dígalo sinó la
Marquesa de N.... que me ha honrado convidándo-
me á un gran baile, que dará esta misma noche;
y como aquí estamos por lo positivo, yá se murmu-
ra del buffet, que será espléndido y confortable.
- ¿Y quién es ese señor Buffet positivo del cual
se murmura? Yo creo que si es tan espléndido me-
rece por ello mas elogio que censura.
– No hombre, si es el refresco, la cena: allí que-
rido, se come á mas no poder, á destajo: aquel es
un verdadero puerto de arrebata capas; cada uno pes-
ca lo que puede.
– Magnífico! se trata de engullir y á la rebati-
ña, pues trabajo le mando al que me deje en zaga.
- ¿Es decir que tú pretendes ser de la partida¿
– Pues á que he venido yo á Madrid sinó á pa-
vonearme en los círculos aristocráticos. ¿Y dejará
mi caro Luisito de contribuir á la realizacion de
mis dorados sueños?
– De ningun modo; y para probártelo, esta mis-
ma noche serás conmigo en los salones de la Mar-
quesa, corre pues, ponte de tiros largos y cuida de
ir bien preparado para el asalto del buffet, yá vol-
veré á buscarte á la hora crítica.
Que me ponga de tiros largos, dijo para sí nues-
tro lugareño despues de despedirse y regresando
presuroso á su madriguera, yá comprendo, me ha
prevenido que no vaya de corto, ó de calzon corto,
que tanto vale: sin duda habrá pasado la moda, y
ha agregado que iremos á la hora crítica ¡valiente
camueso! en buen laberinto me vá á meter, á mí
que nunca me ha dado el naipe por críticar tener
que ir á molerle los huesos á gente que no conozco:
es decir, que en este punto la Córte y el lugar allá se
van; la chismografia anda suelta allí y allá; en su-
ma, la alta, no menos que la baja sociedad, es un
desolladero, donde se quita la piel á todo vicho vi-
viente. ¡Oh Anacleto! Hominis conditio ubique sem-
perque cadem est! viva el progreso y la moralidad.
La mas escojida concurrencia llenaba aquella no-
che los suntuosos salones de la Marquesa de N...
Solo una figura grotesca se destacaba en aquel uni-
forme conjunto de finura y elegancia, la de Don Ana-
cleto Campanillas y Cabezudo. Con su puntiagudo
frac color de pasa, un sombrero de tres picos afian-
zado debajo del brazo y un pantalon aplomado ce-
ñido á su deslabazada pantorrilla, bullendo sin ce-
sar entre la multitud y procurando darse el mas su-
bido aire de importancia; era una caricatura sui
generis, blanco de la curiosidad universal.
La orquesta habia empezado apenas á preludiar
una polka, cuando un centenar de graciosas pa-
rejas se deslizaron sobre la superficie de la alfom-
bra, con aquel amartelamiento distintivo de la mo-
derna Terpsicore.
– Calle! se habrá visto mayor desvergüenza! Que
los aficionados se abracen á hurtadillas se compren-
de, pero hacerlo á la descubierta y á son de trom-
peta era cuanto me quedaba que ver; mas esta es
otra de las prescripciones de gran tono, y por cier-
to muy agradable en cambio de lo poco recatada.
Así discurria nuestro hidalgo, y arrellenándose
en una silla como punto el mas conveniente para
establecer su filosófico observatorio, le distrajeron
de sus reflecsiones los fragmentos de un diálogo que
hirieron sus oidos.
– Qué carrera ha hecho ese estrambótico Pa-
niagua!
– Oh, amigo, tiene buen padrino, ó mejor diré,
una deliciosa madrina, y además la crónican escan-
dalosa....
– Hola, aquí hay intrigulis, gato encerrado: mi
paisano las tiene á pares: nada menos que una
madrinita y por apéndice una cómica escandalosa
diablo, y solo he podido pescar el sugeto y el pre-
dicado de la oracion. El ser curioso no es pecado.
Diciendo esto Anacleto de tal modo inclinó la si-
lla para oir á placer la conversacion, que perdien-
do el equilibrio por mas esfuerzos que hizo para
recobrarlo, vino á caer rodando á los pies de los dos
interlocutores.
Sorprendidos los caballeros que no se habian fi-
jado en su vecino acudieron lícitos á socorrele, mas
él se levantó con presteza y saludó á sus dos pre-
tendidos favorecedores.
– Creimos, le dijo uno de ellos riéndose, que le
habia á Vsted dado algun vahido, pero yá estamos, ha
perdido Vsted la gravedad.
– Señor mio, yo siempre soy muy formal, pero
el piso es tan rebaladizo, que apenas puede uno te-
nerse en posicion. No sé como no suceden mil des-
gracias con la maldita moda de gastar el piso de se-
da de tantos colores.
Un tanto corrido el magullado Campanillas se es-
currió de aquel sitio, murmurando: crítica y mas
crítica, aqui todo el mundo se muerde, primero la
emprenden con mi amigo, atribuyéndole inteligen-
cias y manejos con gente non santa, y luego se
atreven á poner en tela de juicio la gravedad de
un descendiente de los Campanillas, primo herma-
no de los Cabezudos.
Nuestro hombre que abundaba en las costumbres
de filosofar con su persona y hablaba en alta voz,
fué oido por un grupo de jóvenes.
– Paso á un Cabezudo, dijo uno de ellos.
– Y con sus campanillas, agregó otro.
– Y enjaezado sin su correspondiente aparejo
redondo, es decir: una acémila vestida de baile, re-
puso un tercero. ¿De dónde habrá salido esta es-
trafalaria alimaña?
– Miente Granada, esclamó alzando la voz el lu-
gareño que apenas hubo de percibir las últimas
palabras de aquellos lisongeros requiebros: ni ven-
go, ni soy, ni quiero ser de Alemania, soy Caste-
llano viejo á macha martillo por todos cuatro cos-
tados, sin que se cuente en toda mi prosapia, des-
cendiente por línea curva del famoso rey Pepino,
ni un solo vástago masculino, ni femenino que ja-
mas haya tenido el menor contacto con hereges ni
chanfutres.
La disputa no hubiera terminado en este exha-
brupto de nuestro amostazado viandante, si los jó-
venes riyendo descaradamente no le volvieran las
espaldas.
Muy satisfecho Anacleto de su contestacion, y
creyendo que habia obtenido una victoria sobre sus
antagonistas, se decidió á recorrer todos los salo-
nes en busca de su introductor y amigo Luisito, á
quien deseaba contar los lances que le habian ocur-
rido.
Mas el diablo, que parecia enemigo de su honra
aristocrática, quiso que al entrar en uno de los sa-
lones tropezase con una señora, quien al verse atro-
pellada tan inhumanamente no pudo menos de lan-
zar un grito.
Nuestro hombre retrocede dos pasos, murmura
una disculpa, poniéndose colorado, y sin compren
der podia estar cortada la retirada dá media vuelta
temeroso de las imprecaciones que lanzarle pudie-
ra la señora, pero al cambiar de posicion hizo tam-
bien cambiar la suya á un velador que se hallaba á
su retaguardia, el cual indiferente de ocupar otra
cualquiera vino al suelo con gran estrépito.
Entonces el talante de Anacleto esperimentó la
mas brusca transformacion.
Al subido color de su rostro sucedió una palidez
casi cadavérica, y á la flecsibilidad de sus contor-
siones una inmovilidad tal que parecia haber echa-
do raices en aquel sitio. Sus ojos se dilataron tan
desmesuradamente cual si quisiera reconstruir con
sus miradas lo que habia deshecho por la impericia
de sus pretendidos movimientos aristocráticos.
Saliendo al fin de su éstasis se apresura á reco-
ger los fragmentos de una escribanía que habia ro-
dado con el velador, restituye este á su pristino es-
tado, seca con su pañuelo la tinta vertida sobre la
alfombra y escapa como una saeta de aquel lugar,
temiendo el enojo de los dueños de la casa.
En su desatentada fuga se introdujo en una de
las salas donde jugaban al ecarté en aquel instan-
te varios aficionados agrupados en deredor de una
mesa, y observando que una vela habia prendido
en el pelo de uno de ellos, y que sin embargo este
continuaba impertérrito é insensible al voraz ele-
mento, saca precipitadamente su pañuelo y á los
gritos de fuego, fuego, hace la punteria y lo lan-
za á guisa de proyectil contra incendios, hácia el
objeto que era pasto de las llamas. Mas ¡oh fatalidad!
equivocando la direccion vino á dar en el rostro á
otro de los jugadores quien en el momento vióse
enmascarado por el negro líquido en que se halla-
ba empapado el pañuelo.
Al grito de alarma dado por Anacleto el cuidada
no incombustible llevóse la mano rápidamente á la
cabeza y arrancándose el pelo, con estupenda ad-
miracion de los concurrentes lo arrojó al suelo,
descubriendo una calva asáz lustrosa y descomunal.
Mas la hirviente caballera fué á parar describien-
do una curva al vestido de una señora, el que se
puso inmediatamente en combustion, aumentándo-
se con esto la algazara y generalizándose la voz de
fuego en términos que la mayoria de los concur-
rentes en especialidad los del género femenino pu-
sieron en juego sus piernas tomando las de Villa
Diego.
Don Anacleto fué de la partida y de tal manera
tomó el tole que es de inferir no paró de correr
hasta verse instalado en su Insula, renegando de
la Córte y de los cortesanos, puesto que jamas se
ha vuelto á saber de este estrambótico personage.
Francisco Muñoz y Ruiz.
Madrid.-1862.
UNA BUENA ACCION.
I.
A una flor lánguida
el aura vió,
que casi exánime
teníala el sol;
estaba pálida
y en su dolor
vertía lágrimas
de puro amor....
y el blando céfiro
las recogió.
II.
Y en el crepúsculo,
cuando ya el sol
su rayo último
triste apagó,
pródigo el céfiro
volvió á la flor
aquellas lágrimas
que antes vertió
y así regándola
vida le dió.
José C. Bruna.
LA MANO DE NIEVE,
POR
VICTOR BERSEZIO.
(CONTINUACION.)
El magnetismo de mi mirada hizo mas efec-
to sobre él que sobre la dama la cual no ad-
vertí se cuidase lo mas mínimo de mi persona.
Al dirijir él una sonrisa á la señora, sus ojos
fueron atraidos por los mios y se encontraron.
Yo quedé sin movimiento y mirándole con aire
estúpido. En cuanto á él se quedó fijamente mi-
rándome, arrugó el entrecejo é hizo un ligero
movimiento con la cabeza como interrogándome.
Yo desvié la mirada de él para concentrarla
en el rostro angelical y en la divina mano de
aquella muger, continuando mi mudo canto de
adoracion.
En este momento resonaba, precisamente, en
la escena una bella voz de tenor que cantaba
una cancion amorosísima.
Aquellas palabras de amor de las que ni una
sola podia comprender, y mas que todo, aquella
apasionada melodía, eran sonidos que yo me
apropiaba, para dedicarlos todos á mi bella des-
conocida.
¡Oh! si yo hubiera tenido aquella voz suave,
con mayor efecto y mucha mas pasion hubiera
cantado, para ella sola, el amor gigantesco que
por ella sentia.
Por un momento se me presentó la idea de le-
vantarme de mi luneta y entre el gemir de los
violines, el suspirar de las flautas, y el vocijear
del tenor, cantarle á ella, tendiéndole los brazos:
te amo! te amo!
Mi afortunadísimo amigo habia llegado á sen-
tarse completamente á su lado; le hablaba y la
oia hablar. ¿No eran aquellas las dichas del pa-
raiso?
Él le hablaba! Que audacia! ¿de donde ha-
bia sacado tanta temeridad? ¿Como podia creer-
se capaz de tanto ingenio como para hallar con-
versacion digna con ella? ¿Delante aquella diosa
podia hacerse por ventura otra cosa mas que in-
carse y adorarla?
Cuando ví que el jóven se despedia para sa-
lir, me levanté de mi asiento salte por encima
de dos espectadores vecinos que cerraban la sa-
lida de aquella fila de lunetas y urtando á dies-
tra y siniestra salí del patio como una piedra
lanzada por una catapulta.
Carrí á los corredores de los palcos y asalté á
mi amigo, que se dirijia lentamente hácia á la
escalera, como el asesino asalta á los viageros
que van tranquilamente por su camino.
Le toqué la ropa casi con respeto y le abra-
zé casi con amor. Me parecia que alrededor su-
yo debia existir algun fluido de aquella hermosa
criatura á cuyo lado habia estado él.
- ¿Quién es?... quien es?... quien es esa?
– le dije todo convulso y temblando de emocion.
El me miró estupefacto, poco mas ó menos
como hubiera mirado á un necio y retirándonos
de la escalera me dijo:
- ¿Qué te ha pasado, amigo mio? Qué me
quieres? Hace un momento me mirabas con
ojos de basilisco y ahora procuras ahogarme en-
tre tus brazos.
– Quién es esa jóven? – repetia yo cada vez
con mas ardor.
– Esa... ¿y quién es esa? ¿La señora que
esta en el palco de donde acabo de salir?
Yo respondi afirmativamente con la voz, con
la cabeza, con todo el cuerpo.
– Se llama Antonieta y es viuda de un pro-
curador.
¡Viuda de un procurador! Decir esto era echar
una copa de agua fria sobre la cara de un hom-
bre que estuviese encendido de cólera.
Me quedé allí fijo como si estuviese hecho de
estuco y mi amigo continuó sus visitas de palco
en palco.
¡Viuda de un procurador! Tanta poesia y tan
prosaica frase. ¿Y que importaba que hubiera
sido ó nó esposa? ¿habia necesidad de decírme-
lo? Que me hubiera revelado su nombre sola-
mente y yo la hubiera adorado en el santuario
de mi corazon para glorificarme de continuo re-
pitiéndolo con dulces apelativos en lo mas pro-
fundo de mi alma.
Ahora temia casi volver á mi asiento para
contemplarla nuevamente. Temia ver la sombra
severa de la mano del difunto llena de tinta pa-
sar amenazadora por entre mis ojos deseosos y
el lindo rostro de la jóven.
Cuando la funcion hubo terminado me puse
en la primera fila de la turba de espectadores
que aguarda ver salir las señoras.
La casualidad me colocó junto á mi amigo.
Yo no esperaba mas que una sola persona. No
tenia ojos mas que para una sola muger.
Esta apareció, finalmente, en lo mas alto de
la escalera.
Tenia buen cuerpo y, segun podia verse, era
de bastante buenas formas, repartidas en justas
proporciones, teniendo además mucha gracia, ma-
gestad, y soltura en la andad.
Estaba envuelta en un abrigo de lana, blanco,
forrado de seda color de rosa. La capucha la
llevaba dejada caer sobre la espalda. Sus ojos
eran vivos, sus labios seductores y con aquella
mano incomparable se ajustaba el abrigo á su
hermoso cuello mirando aquí y allí sin jactan-
cia y sin orgullo peron con notable desenvoltura.
En medio de las otras señoras llegó hasta
donde nos hallabamos mi amigo y yo. A mi me
parecia haber echado raices en aquel sitio.
Llegó junto á nosotros; mi vecino la saludó
y tuve la audacia de saludarla tambien.
Ella respondió con un gracioso movimiento de
cabeza y pasó.
Yo debia estar verde en aquel instante.
- ¿Quieres que te presente á esa señora? -
me dijo mi amigo como pudiera haber dicho:
- ¿quieres un cigarro?
– Si, sí – repuse yo contrayendo la dentadura
y apretándole fuertemente el brazo – si, Ambro-
sio, por el amor de Dios.
(Continuará)
MÁXIMAS
Y SENTENCIAS VARIAS.
DE LA OBRA-CLAROS VARONES DE ESPAÑA. – TOLEDO 1486.
(CONTINUACION.)
La virtud de la fortaleza no se muestra en
guerrear lo flaco, mas parese en resistir lo fuerte.
Para la gobernacion de las cosas temperales
son necesarias agudeza, prudencia, diligencia y
sufrimiento.
Ninguna utilidad hay en los bienes de fortu-
na, cuando no se reparten y distribuyen segun
deben.
Mas aceptable es á Dios la gran misericor-
dia, que la estrema justicia.
Es mejor cierta la paz, que incierta la victoria.
Tener al adversario en miedo con amenazas
es mucho mejor que quitárselo mostrando el ca-
bo de sus fuerzas.
Ninguno es bien corregido, si puramente no
es arrepentido.
Si la flaqueza de la humanidad no puede re-
sistir los vicios, la fuerza de la prudencia los
sabe disimular
A veces los infortunios de presente son causa
de la prosperidad futura.
Muchos hombres concurren en las casas de los
reyes que por diversas vias van tras un deseo;
algunos porque les den, otros porque no le qui-
ten, loan lo que deberian callar y callan lo que
debieran reprender.
(Continuará.)
Solucion á la primera chara-
da del número anterior.
Con la civilizacion
voy descubriendo primores,
y no es esto una ilusion;
cambia el hombre en sus amores
como cambia de colores
el reptil CAMALEON.
Una Suscritora.
Málaga.
Solucion á la segunda.
Al que es demasiado fácil
en cambiar de opinion,
en razon de analogía
se llama CAMALEON.
Cádiz.
CHARADA.
Primera es preposicion,
mi segunda, musical
y el todo, lector, es cosa
que siempre en la mano está.
OTRA.
Mi primera es mi segunda
mi segunda es mi primera;
mi todo, breve, es un ave,
mi todo, largo, cualquiera.
Sabino Polvorin.
Málaga
Editor responsable, Don Rafael Martos.
MÁLAGA. - Imprenta de Don Francisco Gil de Montes,
Calle de Cintería, número 3.
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