CODEMA19-LAAMEN-184445-8
CODEMA19-LAAMEN-184445-8
Resumen | Número 26 de "La Amenidad. Periódico semanal de literatura, modas y teatros" |
---|
Archivo | University of Connecticut |
---|
Typology | Otros |
---|
Fecha | 27/04/1845 |
---|
Lugar | Málaga |
---|
Provincia | Málaga |
---|
País | España |
---|
Opciones de visualización
Texto: - Mostrar:
Javascript seems to be turned off, or there was a communication error. Turn on Javascript for more display options.
[margen superior: NÚMERO 26. 27 DE ABRIL DE 1845.] LA AMENIDAD.
PERIODICO SEMANAL DE LITERATURA,
MODAS Y TEATROS.
No se admiten suscriciones á este periódico sinó en union con El Indispensable. Puede verse
cualquiera de sus números para saber las condiciones, precio, notables ventajas que se conceden etcétera.
LOS DOS MÉDICOS.
(Conclusion.)
Pusiéronse en marcha silenciosa, y al cabo
de mil rodeos por la inmensa capital de In-
glaterra llegaron al viejo castillo, que puede
mirarse sin ofensa como la Bastilla de John
Bull.
Metieron á Freind en un cuartucho bas-
tante cómodo, segun decian. Tampoco era
él muy ecsijente. Como tenia necesidad de
descanso echóse sobre un camastro que le
destinaron, y no tardó en olvidar en un
tranquilo y profundo sueño el crímen de
alta traicion que le imputaban, su prision
nocturna y la torre misma en que se hallaba
encerrado.
Á la mañana siguiente, muy temprano
Mead, ignorando el suceso de la noche an-
terior, entró de paso en casa de su amigo
Freind, y se quedó estraordinariamente sor-
prendido al ver á todos llorando.
– Qué hay? ¿qué ocurre? preguntó con
viveza; ¿está enfermo mi amigo? Responded
por Dios........ yo quiero verle........
No le veréis, doctor, y hay una buena
razon para ello, respondió una dueña vieja,
enjugándose las lágrimas con el delantal.
– Y qué razon es esa? ¿está visitando
á algun enfermo?
– No, señor doctor: unos hombres negros
con un papel en la mano y varios solda-
dos con armas han venido á buscarle esta
noche para llevársele á la Torre.
– Á la Torre! esclamo el doctor Mead, dan-
do con el baston un golpe en el suelo; ¡á la
Torre! allí no van mas que los reos de es-
tado, y Freind es el modelo de los buenos
ciudadanos......
Ah, señor doctor! preciso es que el go-
bierno no piense como vos, porque el pa-
pel que contenia la órden de su prision re-
zaba que era por crímen de alta traicion.
– Alta traicion! Es imposible, es la fábu-
la mas absurda! Ah, bribones! Voy á adver-
tírselo al rey, voy á decirle que de todos sus
vasallos no hay uno siquiera mas adicto,
mas fiel, si no á sus ministros, al menos
á su persona. Hablaré despues al príncipe
de Galles..... Verémos...... Ola! con que
porque no se deja uno corromper se
le acusa de alta traicion, se le encierra en
la Torre y sin forma alguna de proceso? ¿Y
se llama pais de libertad uno en que se
cometen semejantes atrocidades?
Reflecsionando estas cosas en sus aden-
tros paseaba apresuradamente el doctor; sus
palabras eran entrecortadas, estridentes, como
las de un hombre que casi está fuera de sí.
– Esta bien! dijo al fin; dadme la lis-
ta de los enfermos de mi compañero: des-
pues de ver al príncipe me encargo de visi-
tarlos y asistirlos. En cuanto á la liber-
tad de mi amigo Freind, corre de mi cuen-
ta: no tardará mucho en salir, no ten-
gais cuidado. ¡Criminal, reo de alta trai-
cion un hombre como Freind! ¿No es esto
lo mas absurdo del mundo?
Entregaron á Ricardo Mead los apuntes
relativos á los numerosos enfermos de Freind,
guardólos en su cartera y enderezó sus pa-
sos al palacio del príncipe de Galles, á
pesar de lo intempestivo de la hora. Pero su
nombre, su calidad, los servicios recientes que
acababa de hacer á su familia, vacunan-
do á las dos princesas Amelia y Carolina,
le abrieron todas las puertas de la antecá-
mara. Admitido por el príncipe, le espuso
su demanda con vehemencia; quejóse de
la estraña violacion de la libertad indivi-
dual de que fué victima su amigo, y su-
plicó enérjicamente al príncipe que recla-
mase pronto su libertad.
Prometió este ocuparse con celo del nego-
cio; pero no disimuló las dificultades que es-
peraba hallar por parte de los ministros.
– Ecsijid, ecsijid, príncipe mio, replicó
Mead; manteneos firme contra tres ó cua-
tro intrigantes, enemigos de un hombre de
bien. ¿Qué podrán ellos negar al heredero
presuntivo de la corona?
– El asunto es mas dificil de lo que
creeis, querido doctor: haceos cargo de que
los hombres que gobiernan son una especie
de víboras....
– De viboras! Acabo de hacer sobre estos
reptiles varios esperimentos para mi Historia
de los venenos; si hubiese conocido esta va-
riedad......
– Estos esperimentos, doctor, os hubieran
valido mucho; pero basta de bromas. Esta ma-
ñana misma hablaré del arresto de Freind al
rey mi padre, y si es preciso hasta á Roberto
Walpole, quien sospecho que será el autor
del golpe. Ya sabeis que tengo poco cré-
dito para con mi padre, y menos áun con
sus ministros......
– Sí; pero seréis un dia amo, inter-
rumpió Mead con impetuosidad, y esto
nunca se olvida. Que den á Freind,
es decir, al mas distinguido de nuestros mé-
dicos, al mas sabio y celoso práctico, al hom-
bre mas apreciable é inofensivo la liber-
tad que jamas debió perder, y que busquen
en otra parte reos de alta traicion.
Ricardo Mead defendió con la elocuencia
del corazon la causa de su amigo, vituperando
y maldiciendo el poder indiscrecional confia-
do á los ajentes del gobierno. El príncipe es-
taba mas que convencido, estaba irritado de
tales abusos, y se comprometió á emplear
todos sus esfuerzos para que saliese Freind
cuanto antes de la Torre de Londres.
El príncipe habia dicho la verdad: no
tenia influencia alguna, y así es que su solici-
tud no obtuvo el menor resultado. Cerráronle
respetuosamente la boca con la gran palabra
razon de estado, y el preso continuaba
siempre encerrado, á pesar del celo infati-
gable de Mead, el cual habia jurado res-
catar á su cautivo.
Seis meses se pasaron de este modo en
engañosas esperanzas, Freind trabajando sin
cesar y con alegria en su Historia de la
medicina, y Mead continuando con el mismo
fervor, pero siempre con tan poco écsito, sus
solicitudes cerca de la corte. Espárcese un
dia la noticia de que uno de los principales
ministros se halla peligrosamente enfermo
y que su estado ofrece poca esperanza de
conservar la vida. Quien era este ministro?
La historia no nos lo dice; pero todo induce
á creer que fuese Roberto Walpole.
Sea de ello lo que quiera, todos los mé-
dicos más célebres de Londres fueron lla-
mados para curar al enfermo. Como sabian
el cariño que profesaba Ricardo Mead á Freind,
no se pensó tan siquiera en él. Pero los re-
medios prescritos eran impotentes, el mal
hacia rápidos progresos, la muerte era inmi-
nente........ Vinieron entonces á reclamar el au-
silio de Mead, que mil veces habia curado
enfermedades análogas á la del ministro.
– Señor, le dice uno de sus criados, os
esperan con impaciencia en casa del mi-
nistro Walpole.
– Quién me llama? responde Mead, con
tinuando su trabajo.
– Su escelencia mismo, señor.
– Ah! ya llegó la mia, esclamó Mead le-
vantándose con ímpetu: decidle que dentro
de un cuarto de hora estaré alli..... Ahora nos
verémos las caras, señor ministro. Caisteis por
mi banda... á ver si estais apegado á la vida.
Hablando así se dispuso á salir: encájase la
peluca doctoral, toma su baston y sombrero,
y trémulo de secreta alegria echa á correr
hácia la casa del enfermo. Hállase á los pocos
instantes en la cabecera del moribundo. En
virtud de su omnipotencia medical mandó
retirar á todo el mundo para ecsaminar mas
despacio y sin distraccion todos los sínto-
mas del mal. Palpa, toca el pulso con el
reló en la mano, mira atentamente la lengua
y los ojos del paciente, é instruido á fondo
de la enfermedad del ministro, le dice:
– El caso es grave, gravísimo; mañana
hubiera llegado tarde. Para curaros es preciso
obrar con vigor....
Recetad, doctor, repuso el enfermo con
voz casi estinguida; prescribid, que estoy
dispuesto á ejecutar vuestras órdenes....
– Señor ministro, os prometo cuidaros con
celo, os garantizo una pronta y completa
cura; pero tengo que poner antes mis con-
diciones.
– Qué deseais, doctor? Empleos, hono-
res, oro... Hablad, nada se os negará.
– Nada de cuanto me ofreceis quiero, se-
ñor ministro.
– Pues decid qué. No os puedo adivinar.
– Quiero, replicó Mead con tono solem-
ne, que me deis palabra de volver la liber-
tad que habeis arrancado á mi mejor ami-
go, á mi digno compañero, al doctor
Freind.
– Pero Míster Freind es prisionero de es-
tado; gravita sobre él una fuerte acusacion:
yo no tengo derecho.....
– Prisionero de estado! ¡acusacion gra-
ve! ¡no teneis derecho de.... de!... ya sa-
bemos el valor de todas esas palabras. Com-
poneos como podais; el negocio es vuestro
mas que mio. Escojed: la libertad de
Freind, y os doy en cambio la salud, ó
mejor....
– Pedis un imposible, doctor; sois cruel
con semejante solicitud...
– Cruel decis? ¿y no lo sois vos privan-
do á un hombre sin el menor motivo del
bien mas caro despues de la salud? ¿encer-
rándole lejos de su casa, de sus enfermos, de
sus amigos, de sus negocios? Señor ministro,
la crueldad está de vuestra parte, porque no
teneis mas que pronunciar una palabra....
– No puedo.
– Pues bueno, que os asista quien quiera.
He jurado, y lo cumpliré, no daros un vaso
de agua hasta que esté Freind en libertad.
– Imposible, doctor: conoceréis que un reo
de estado.....
– Un hombre de estado muere como otro
cualquiera..... No quereis concederme el corto
favor que os pido.... con que me marcho...
Apenas llegó Mead á su casa, cuando vinie-
ron á llamarle otra vez de parte del ministro.
Al momento acudió.
– Con que, señor, consentis al fin?
– Padezco horriblemente.
– Haced un acto de justicia y padeceréis
menos. Nada alivia tanto como la tranquilidad
de la conciencia.
– Os prometo hacer lo que pedis despues
de ponerme bueno.
– Oh! no; vuestra promesa no me basta: las
de los ministros son muy efimeras y varia-
bles; necesito una órden firmada de vuestro
puño. Concluido esto me quedo completamen-
te desembarazado de espíritu para asistiros.
– Dios mio, cuanto sufro!.... dadme un
papel... No hay mas remedio que hacer lo
que ecsijis.
– Concibo que vuestro estado sea penoso,
señor; pero dentro de unos dias, con un
poco de docilidad, no será nada.... Vamos,
un esfuercito, firmad.....
Cuando se vió Mead con la órden de la li-
bertad de su amigo en la mano, tomó tambien
una pluma, escribió una receta y la entregó
á la persona encargada de cuidar al enfermo.
– Hé aqui, señor, le dijo, lo que os doy
en cambio de vuestra órden; voy al instante á
cumplimentarla, y vuelvo despues á concluir
vuestra cura.
Fuése Mead, rebosando de alegría el cora-
zon con paso presuroso á la Torre. Todas las
puertas se le abrieron á la presentacion del
papel. Á los pocos instantes se hallaba en el
cuartucho de su amigo Freind, le estrechaba
en sus brazos y le felicitaba por su libertad.
Freind, enseñándole un monton de papeles
hacinados sobre una mesa, le dijo á Mead:
– Amigo, he concluido la Historia de la
medicina, y estoy satisfecho de mi trabajo.
– Querido Freind, mas contento deberiais
estar por recobrar vuestra libertad. Bastante
nos ha costado conseguirla. Con que, vamos,
salid de este maldito recinto. Vuestros pa-
rientes, vuestros amigos, vuestros enfermos
os esperan.
Ricardo Mead llevó a Freind como en
triunfo á su casa. El mismo dia por la no-
che entregó á su compañero cerca de cin-
co mil guineas que habia recibido por sus
honorarios asistiendo á sus enfermos du-
rante su detencion, y le obligó á tomar esta
suma, aunque pudo retenerla lejitimamente,
pues que era el fruto de sus tareas. En se-
guida volvio a casa del ministro, y no tardó en
conseguir su completa curacion.
Andando el tiempo, Freind llegó á ser mé-
dico de la princesa de Galles, y Mead del
rey.
Dejamos al lector el cuidado de comentar
este hecho historico, que honra tanto a la me-
dicina y á la humanidad, como ultraja al
depotismo ministerial, cualquiera que sea el
pais oprimido.
Cediendo á las instancias que le hemos
hecho a nuestro amigo el señor coronel don
Antonio Ramirez Arcas, nos ha remitido la
siguiente poesía para su insercion en las co-
lumnas de nuestro periódico, prometiéndo-
nos ademas que continuará amenizandolas
con algunas composiciones suyas.
LA MENDIGA.
I.
Cubierta de harapos anciana mendiga,
postrada en la puerta del templo divino,
con tétricos ayes pide de contino,
tendiendo la mano, limosna le den.
Que llueva, que nieve, está de rodillas
sufriendo el imperio del tiempo inconstante:
parece en su porte mujer vergonzante,
y humilde alli espera del ciclo algun bien.
Y la pobre
muy tapada,
consternada
y aun postrada,
escita la compasion;
Y en su lloro,
que reprime
y comprime
cuando jime,
se nota su compuncion.
Pues esa infelice tan enferma y pobre,
que ves mendigando, sumida en miseria,
de escuálido rostro, baldon de la Hesperia,
que apenas su eco se puede entender,
La vi yo en la escena, del mundo aplaudida,
á gozo escitaba si alegre cantaba,
y á pena si, triste, endecha entonaba,
que el arte no pudo mas cojer!
¡Cuántas veces al estruendo
de los bravos y palmadas
salio del teatro huyendo,
los plácemes recibiendo
de las jentes agrupadas!
En su puerta siempre habia
entusiastas que aguardaban
el momento en que salia;
y ella al verlos les huia,
que entonces le fastidiaban.
Si algun amante dichoso
al subir al carruaje
tocaba su brazo hermoso,
sirviéndola como paje,
se creia venturoso.
Entraba en la carretela,
ostentando su beldad,
lijera como gacela,
y cual aura que conjela
helaba su veleidad.
Las artes tejieron coronas triunfales,
que amantes le echaban y ella recibia
ufana y contenta; y á casa volvia
el premio guardando de su aplicacion.
En cristales, telas, juguetes y bronces
su busto se hallaba con faz admirable,
y el dandy llamóla mujer confortable,
que á tanto nos lleva la vana ilusion.
Y en banquetes
que tenia
cada dia,
donde habia
jente de todo matiz,
Con franqueza
se cantaba,
se jugaba,
se brindaba
por la linda cantatriz.
Su casa, lujosa, y alli se veia
cojin arabesco, tremol italiano,
alfombras de Tunez, de Stréichez el piano,
cristal de la Granja sirviendo al festin;
El pórtico lleno de pajes, jockeis;
cancela de hierro, columnas de mármol,
tarjeta de lata el nombre da al árbol
del bello parterre y lindo jardin.
Y de todo se reia
ó se mofaba orgullosa;
y de noche se dormia
en blando lecho de rosa;
Y se gozaba en la mesa
y en el sarao se gozaba,
y era en su casa marquesa
y reina cuando cantaba.
Fué envidia de las mujeres,
de los hombres adorada,
fué diosa de los placeres;
mas todo en el mundo es.... NADA!
¡Y esa mano que ahora es hez,
tan huesosa y descarnada,
una y otra y otra vez
por los hombres fué besada!
El dia afrentoso llególe á la donna:
sus árabes ojos dolor consumia,
y el eco armonioso el mal estinguía,
y pobre y mendiga y ajada se vió.
Un débil carrizo le sirve de apoyo;
ay! todos insultan su estrema pobreza:
la ciega mendiga do quiera tropieza,
que el tacto la anciana tambien le perdió.
Nadie escucha ya sus ecos,
que es adverso su destino,
y nada inspiran sus miembros,
que los tiene entorpecidos.
Sus manos pueden apenas
llevar el débil carrizo,
y la infeliz solo encuentra
en el pórtico un asilo.
Y alli forma en su ideal
de aventuras un tejido,
y se torna su semblante
mustio, lánguido y sombrio.
II.
Ay! ya en el suelo tendida
de cárdeno colorido
de la muerte se refleja
en el rostro ennegrecido
de la mendiga infelice,
que ecsbató el postrer suspiro.
Su caja es la caña, sudario un harapo,
su tumba una zanja: adios, ilusiones!
¿De qué le han servido tantos galardones
si ciega y mendiga la donna murió?
Y á la pobre
no lloraron,
que sacaron
y enterraron
sin rezarle una oracion!
Y yo pido
le rezaran
y cantaran
y rogaran
á Dios para su perdon.
Antonio Ramirez Arcas.
Málaga 26 de abril de 1845.
MISS OLIVIA.
(Continuacion.)
Varias veces habia encontrado Patrick en-
cima de su carpeta, que se hallaba en la
nueva habitacion que le habia dado Míster
Hull, billetitos escritos en papel de color de
rosa satinado y perfumado con esceso, los
cuales contenian algunos versos malisimos,
formados de frases incoherentes; pero cuyo
sentido probable era una declaracion de amor.
Nuestro jóven era irlandés, es decir, pru-
dente: así es que tomó el partido de rasgar
los tales billetes y arrojarlos por la venta-
na, temiendo que alguno se los dirijiese con
el objeto de burlarse de él.
Sin embargo, al abrir uno de ellos se
le ocurrió cierta idea, y se preguntó á sí
mismo;
– Si miss Olivia?....
No se atrevió á concluir la frase; al
contrario, trató de desechar este pensa-
miento.
Patrick llegó á Londres con el corazon
libre; pero habia ya perdido esta libertad:
miss Olivia, la encantadora hija de su prin-
cipal, produjo en él una impresion tanto
mayor, cuanto que hacia imponderables
esfuerzos para destruirla; lo cual no debe
admirar al lector, pues nuestro irlandés no
conocía de miss Olivia mas que su bello rostro
y su dulce voz, por haberla oido pronun-
ciar algunas palabras; y como aquella jóven
solia hablar a veces, aunque muy pocas, co-
mo una simple mortal, Patrick la habia es-
cuchado sin duda en alguno de sus lú-
cidos intervalos. Durante las cavilaciones
que son consiguientes al que empieza á amar
se habia complacido O' Breane en dotar á
la hija del comerciante de todas las virtu-
des que hubiera podido tener: Olivia apa-
recia á sus ojos como una jóven sencilla, dulce,
amorosa, y por lo tanto se persuadia de que
el hombre que llegase á ser su esposo po-
dria considerarse como el mas feliz de los
mortales. Esto no obstante, guardaba cuidado-
samente su amor en lo mas recóndito de su
pecho, y no abrigaba la menor esperanza,
pues conocia era imposible que sus sueños
llegaran á realizarse, estando muy distante
de imajinar que la persona que tanto le preo-
cupaba se hallase respecto á él dominada
por los mismos sentimientos; bien es verdad
que aun cuando lo hubiese sabido era tan
próvido y leal que no por eso hubiera de-
jado de sofocar su pasion.
Sea como quiera, desempeñaba con celo
los deberes de su cargo y esperaba sin im-
paciencia á que su pariente quisiese elevar-
le mas todavia. Era, pues, feliz, y solo una co-
sa amargaba su vida: las cartas de mistress O'
Breane, en las que le participaba que Dally,
la jóven huérfana á quien consideraban co-
mo un individuo de la familia, se hallaba
consumida por una enfermedad de langui-
dez, que hacia rápidos progresos; y aun en
la última le manifestaba que se conserva-
ban ya pocas esperanzas de salvarla.
Una mañana en que Míster y miss Hull aca-
baban de desayunarse y en el momento en
que el digno alderman hacia sus abluciones
acostumbradas, Olivia se levantó y acercó
su silla á la de su padre; mas no por esto
el comerciante dejó de recostarse, colocar
los pies sobre la mesa, segun su invariable
costumbre, y disponerse á dormir. No era
esto cosa que convenia al plan que habia for-
mado su hija; así es que tomando una acti-
tud teatral, le dijo:
– Padre mio, ecsiste entre las almas un
lazo oculto, desconocido, misterioso, incom-
prensible.....
El alderman abrió los ojos.
– Ya lo sé, repuso interrumpiéndola, pues
me lo habeis repetido, tanto en prosa co-
mo en verso, por lo menos sus cien ve-
ces.
– Os ruego que me oigais, continuó di-
ciendo Olivia con mas gravedad todavia: no
se trata ahora de estas obras débiles é im-
perfectas, primores precoces, productos pre-
maturos de mi jóven imajinacion, sinó de la
felicidad de mi vida.
– Eh! esclamó el alderman, admirado.
– Sí, señor.... Toda alma, preciso es que lo
sepais, tiene en el universo su semejante, su
correspondiente ó su paralela; elejid la pa-
labra que mas os cuadre...
– Cualquiera de ellas me es igual; seño-
rita.
– En esa inmensa multitud, á quien llaman
mundo, estas dos almas se encuentran fa-
talmente atraidas la una hácia la otra por
una atraccion mística, que es obra del au-
tor de todas las cosas. Esta atraccion, este
movimiento mutuo y simpatico opera igual-
mente de cerca ó de lejos, pues la distan-
cia no desvirtua su admirable poder: desde
Lóndres á Pekin....
Míster Hull interrumpió á su hija con un
descomunal bostezo, y sus ojos volvieron á cer-
rarse.
– Pero á qué hablar del Celeste Impe-
rio? prosiguió diciendo imperturbablemente
Olivia; Patrick no habitaba en un pais tan
lejano....
– Patrick! esclamó el alderman, desper-
tando sobresaltado. Que tiene que ver Patrick
con lo que hablais?
– Patrick se halla aquí, respondió Olivia
con finjida vergüenza, Patrick es la mejor
prueba del maravilloso sistema que acabo
de demostraros en pocas palabras. Mi alma
llamaba á la suya; su alma ha oido á la
mia, ha venido, y estas dos almas se han
conocido al punto; han volado la una há-
cia la otra; se han hablado con su mudo
lenguaje; se han tocado, se han compren-
dido....
– My God! esclamó Míster Hull.
– Se han confundido, en fin, añadió la
elocuente miss. De suerte que yo soy su
alma.... ¿comprendeis bien lo que os di-
go?..... y él es la mia, ó mas bien las dos
no forman mas que una..... Ahora bien:
os afirmo, os declaro terminantemente que
bajaré á la sepultura muy en breve si no
puedo llamarme su esposa.
Olivia se detuvo al llegar aquí para to-
mar aliento, y Míster Hull, aprovechándose de
esta corta detencion, ecshaló un Godam
tan sonoro, que jamas comerciante presbi-
teriano de la ciudad de Londres pronunció
otro igual, ni aun en un dia de indijes-
tion. Este desahogo le alivió algun tanto.
Miss Olivia permanecia inmóvil, con la ca-
beza baja, los ojos entreabiertos y sumerjida
en una vaga y sublime contemplacion. El co-
merciante, despues de considerarla un momento,
abrió la boca para contestar á su discurso;
pero se detuvo por dos razones: la primera
porque sabia muy bien que sus facultades ora-
torias perdian un ciento por ciento de su va-
lor despues de haber almorzado, y la segun-
da porque conociendo perfectamente el ca-
rácter de su hija se hallaba muy conven-
cido de que nada en el mundo la haria
desistir de lo que habia resuelto firmemen-
te llevar á cabo. Por lo tanto no trató de
entrar en discusion con ella, contentándose
con decirle:
– Dejadme dormir.
Olivia salió con paso trémulo; mas al lle-
gar á la puerta se detuvo en su dintel, y vol-
viéndose hácia su padre tomó una actitud
cómico-dramática para manifestarle lo mu-
cho qué sufria, desapareciendo en seguida.
Luego que el alderman se quedó solo dió
rienda suelta á su furor: sus pies, que ya
hemos dicho los tenia colocados encima de
la mesa, se ajitaron convulsivamente, rom-
piendo todos los frájiles utensilios que en ella
habia. Despues de este desahogo se tranqui-
lizó algun tanto, llamó y se presentó Da-
vidson.
– Idos al infierno! le gritó Míster Ralph.
Peter desapareció; mas apenas habia cer-
rado la puerta volvió á oir la voz de su prin-
cipal, que esclamaba ecsasperado:
– Peter! miserable criatura!
Volvió este á presentarse, y recibió órden
de llevar al instante á Patrick, muerto ó
vivo; órden que el dependiente se apresu-
ró á ejecutar.
(Se continuará.)
El Pasatiempo, nuevo periódico que se
publica en Granada, y que recomendamos
RAMILLETE.
Instituto médico malagueño. Esta cor-
poracion ha ocupado sus cuatro últimas se-
siones ordinarias en la lectura y dicusion de
la memoria que ya anunciamos, escrita por
el secretario del mismo, señor Martinez Mon-
tes: tomaron parte en los debates los seño-
res socios Gorria, Navas (don José), Gomez
Sancho, Verdejo, Piñon, Avela, Sampere y
Vega (don Vicente). El señor Velasco en ca-
muy particularmente á nuestros suscrito-
res, inserta en su número primero del do-
mingo 13 del corriente la siguiente com-
posicion del célebre poeta don José Zor-
rilla, que con motivo de su actual perma-
nencia en aquella ciudad ha escrito para sus
columnas, con la promesa de continuar ame-
nizándolas con poesias suyas.
PRIMERA IMPRESION DE GRANADA.
Dejadme que embebido y estático respire
las auras de este ameno y espléndido pensil.
Dejadme que perdido bajo su sombra jire:
dejadme entre los brazos del Dauro y del Jenil.
Dejadme en esta alfombra mullida de verdura,
cercado de este ambiente de aromas y frescura,
al borde de estas fuentes de tazas de marfil.
Dejadme en este alcázar, labrado con encajes,
debajo de este cielo de limpidos celajes,
encima de estas torres ganadas á Boabdil.
Dejadme de Granada en medio el paraiso,
do el alma siendo henchida de poesia ya:
dejadme hasta que llegue mi término preciso
y un canto digno de ella la entonaré quizá.
Sí, quiero en esta tierra mi lápida mortuoria-
Granada!... tú el santuario de la española gloria::::
tu sierra es blanca tienda que pabellon te da,
tus muros son el cerco de un gran jarron de flores,
tu vega un chal morisco bordado de colores,
tus torres son palmeras en que prendido está.
¡Salve, o ciudad, en donde el alba nace
y donde el sol poniente se reclina;
donde la niebla en perlas se deshace
y las perlas en plata cristalina;
donde la gloria entre laureles yace
y cuya inmensa antorcha te ilumina;
santuario del honor, de la fe escudo,
sacrosanta ciudad, yo te saludo!
José Zorrilla.
lidad de presidente reasumió las opiniones de
todos y espresó la suya como simple socio.
El interes del punto doctrinal que se con-
trovertia se significa por la parte que en la
discusion han tomado los individuos del Ins-
tituto, que en la prócsima sesion oirá una me-
moria de don Diego Maria Piñon sobre el
sudor en los cadáveres.
En la noche del 17 hizo su primer salida
Ronconi en el teatro del Circo de Madrid,
en la ópera de Donizetti Maria di Rohan.
Segun afirman los periódicos de aquella capital,
jamas artista alguno ha obtenido en la corte
triunfo tan brillante, ni ningun cantante ha
producido igual entusiasmo. Dice el Heraldo
que Ronconi es de pequeña estatura y de me-
nudas facciones, contribuyendo su cabello
rubio y su color pálido á darle una fisono-
mia tranquila y sosegada; pero que en el mo-
mento en que el artista se inspira, su esta-
tura crece y se dilata, su fisonomia se anima
de una manera prodijiosa y al vivo se retra-
tan en ella el contento, el dolor, la ira, la de-
sesperacion, el frenesí, el sarcasmo, todas las
pasiones, en fin, que pueden ajitar al cora-
zon humano. La voz de Ronconi tiene una
estension pasmosa: los puntos bajos no son
muy sonoros; pero en cambio en los me-
dios y en los altos reune todas las buenas
cualidades que puede apetecer un baritono.
No se pregunte lo que hace Ronconi como
actor y como cantante: Ronconi lo hace to-
do; para él no hay dificultades; los pasos de
ajilidad, de canto espianato, las notas de
pecho, de cabeza ó de falsete, el canto mezza
voce y el canto fuerte, todo le es comun,
de todo triunfa, en todo se ostenta sublime.
El público le aplaudió estraordinariamen-
te; pero no mas de lo que merecia, y le ar-
rojaron ramilletes de los palcos.
Muy en breve debe llegar á la corte, igno-
ramos si ajustada para alguno de sus teatros,
la prima donna señorita Adela Debelleyme,
nacida en Bilbao y alumna del Conservatorio
de música de Paris. Las personas que la han
oido en esta capital, en Florencia, Milan, Ve-
necia, Nápoles y otros teatros de primer órden
hacen grandes encomios de esta artista, que
cuando mas jóven arrancó muchos aplausos
en Zaragoza, y que acaba de obtenerlos á
su paso por Bayona.
Afortunadamente la enfermedad del actor
Latorre ha cedido mucho, aunque su larga
convalecencia no le permitirá presentarse en
la escena tan pronto como desean los aman-
tes del teatro.
En el teatro francés de París acaba de
representarse con écsito brillantísimo una tra-
jedia nueva titulada Virjinia, la segunda Lu-
crecia Romana. La Raquell ha estado ini-
mitable.
En la noche del 7 se inauguró en Soria
in instituto filarmónico. Asistieron las auto-
ridades y personas notables, y se verificó la
apertura con la sinfonía de la Semiramis, eje-
cutada por los socios de mérito. Seguida-
mente tomaron parte en música, declama-
cion y baile muchos individuos, confundién-
dose los de todas las opiniones, que han
echado un velo á sus antiguas discordias
civiles.
El premio de 10 000 francos que la Aca-
demia francesa concede al autor de la mejor
comedia ó trajedia representada desde 1834
á 1844, aseguran que se adjudicará á Míster Ale-
jandro Dumas por su trajedia titulada Cali-
gula.
TEATRO.
Hoy domingo, cumpleaños de Su Majestad doña Maria Cristina de Borbon, reina madre, á las cuatro de la tarde, se
ejecutará el drama en cuatro actos, adornado con todo su aparato teatral, titulado: El terremoto de la
Martinica. Seguirán boleras, dando fin con el sainete nominado: Los payos en el ensayo.
Por la noche, á las siete y media, se tocará á telon corrido por la banda de la música militar del batallon
provincial de Jaen un duo de la Norma. Seguirá la comedia en tres actos, escrita por don Tomas Rodriguez
Rubi, titulada: La rueda de la fortuna. Se bailarán las boleras de Las treguas de Tolemaida, y se dará
fin con la chistosa pieza en un acto denominada: A un cobarde otro mayor. =El teatro se bailará ilu-
minado.
MALAGA: 1845. Imprenta y librería de los Señores Cabrera y Laffo-
re, editores, calle de Granada, número 74.
Descargar XML • Descargar texto